Nueva entrega de las opiniones de Enrique Martínez, del Instituto Para la Producción Popular.
Hace ya algo más de dos siglos que la energía eléctrica es dominante como suministro en los ámbitos domésticos. Progresivamente, además, esa energía ha sido proporcionada por redes de distribución que se hicieron más densas a medida que también lo hicieron las ciudades.
Las redes de distribución, a su vez, fueron alimentadas por centrales eléctricas cuyo tamaño fue aumentando, sea de origen hidráulico, nuclear o a base de derivados de petróleo o gas. Todo un desafío final ha sido interconectar todos esos sistemas, de modo que el ciudadano en su casa pasó a mover una llave para disponer de la energía, sin poder saber y sin preguntarse de donde vino.
Pasaron a ser minoría los ámbitos con un generador propio, cualquiera fuera la fuente de energía primaria.
Ese escenario configuró un monopolio de oferta al cual debe dirigirse obligadamente la demanda de los millones de hogares del país. En una primera etapa, se aceptó la reserva ideológica en que, justamente por ser un monopolio natural, el prestador debía ser el Estado, como entidad defensora del interés común. El capitalismo concentrador, en su voraz avance sobre todo territorio donde se pueda ganar dinero si es fácil mejor instaló en la conciencia colectiva que el Estado es mal administrador y llegó para quedarse la ola privatizadora de todo servicio público.
Esa afirmación dogmática sobre nuestra inutilidad colectiva mostró su falacia y llevó a que algunas áreas vuelvan a ser administradas por representantes públicos en todo el mundo. Una de las más retrasadas en la reversión es la de la energía, porque los intereses petroleros son muy poderosos y además tienen aquí la posibilidad de quedar escondidos detrás de las transportadoras y de las distribuidoras.
Un camino habitual para confrontar con los monopolios privados es regular los precios de la cadena eléctrica. Se busca fijar precios con rentabilidad razonable para petroleras, generadoras, transportistas y distribuidoras y además se fija precios a los consumidores que si no compensan aquellos costos, llevan a que el Estado subsidie a las empresas.
Eso hizo el gobierno anterior durante toda su gestión y eso hace buena parte de los países, dada la relación de fuerzas mencionadas, que limita cualquier vocación de los Estados por administrar toda la cadena.
Es evidente que cuando gobierna un partido político que prioriza la rentabilidad empresaria y que además rinde culto a reducir subsidios a los consumidores, se genera la debacle que en este momento vivimos en la Argentina, con un Gobierno que termina recomendando poco menos que vivir a oscuras si queremos que nuestro sueldo alcance.
Con la gente adentro
Las opciones no son solo dos: subsidiar el consumo o ejercer un monopolio despiadado. No podemos estar discutiendo si las generadoras nos embroman o si podemos embromarlas a ellas o al menos frenarlas.
Las innovaciones tecnológicas de los últimos 40 años abren un tercer camino, que necesita de una concepción política que priorice el protagonismo popular en la atención de las necesidades comunes, eliminando la figura de consumidores congelados e impotentes frente a las decisiones de unos pocos.
Tanto la generación a partir del sol, con celdas fotovoltaicas, como a partir del viento, pero especialmente la primera, son particularmente aptas para que cada techo de vivienda, galpón o edificio público genere energía que se pueda usar en el lugar donde se produce. Los faltantes eventuales se pueden tomar de las redes existentes y los excedentes volcarse a ellas. En el mundo central ya se ha llegado a costos de instalación que son claramente menores que los de generación a partir de gas. Hasta se está llegando a pensar en generar sobre las rutas, pero sin necesidad de pensar en términos muy sofisticados, la definición de un marco normativo que otorgue la más amplia libertad a los ciudadanos para generar energía fotovoltaica, con el uso de los instrumentos de interconexión que garanticen óptima seguridad, permitiría construir escenarios con los siguientes atributos:
La decisión democrática de cada uno sobre la posibilidad de generar energía en forma independiente.
El uso generalizado de instalaciones solares como fuente de emergencia en las metrópolis más concentradas, que hoy llegan al absurdo que al no disponer de energía de red, no tienen ni agua ni transporte interno en los edificios.
El uso de techos de colegios, galpones, edificios públicos, que generarían aún sin que los edificios estén siendo utilizados.
Todas las áreas de turismo, que suelen tener miles de viviendas y locales vacíos el 70/80% del tiempo, generando energía de cualquier modo.
La aparición de instrumentos financieros de largo plazo, donde las instalaciones se paguen con energía, acercando el protagonismo a muchos sectores sociales e incentivando el protagonismo de las cooperativas, especialmente en los pueblos más pequeños.
La promoción de la generación solar en las viviendas populares, por razones elementales de responsabilidad del Estado.
Se podría seguir agregando varios atributos positivos. Por supuesto, un gobierno liberal está avanzando en la generación solar o eólica, pero solo a través de grandes instalaciones que refuerzan la concentración de la oferta hasta llegar al monopolio, eliminando el atributo más transformador que tiene la nueva tecnología: la democratización de esta faceta de la economía.
Todo está vinculado. No son detalles técnicos. Los sectores populares deben reclamar con toda fuerza la más amplia libertad de individuos aislados o agrupados aún en cooperativas de pequeña dimensión, para recuperar uno de tantos derechos económicos que se han ido evaporando en dos siglos. La producción popular cambia a fondo el tejido social.
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