En abril de 2017, cuando la AFA fue en su búsqueda después de haber despedido a Edgardo Bauza, Sampaoli trabajaba en el Sevilla de España. No era sencilla su salida. El club no quería dejarlo ir. Daniel Angelici, entonces, puso en funcionamiento la amistad que tiene con el presidente del Sevilla, José Castro. Tenía la ventaja de que Sampaoli estaba dispuesto a dejar España por la Argentina. La AFA acordó el pago en cuotas de una cláusula por 1,5 millón de euros para que el entrenador pudiera rescindir su contrato. “Tenemos al mejor entrenador del mundo”, celebró Claudio Tapia. Había consultado la contratación con Lionel Messi, con la generación que se desarmó en Kazán, ya acostumbrada a la autogestión. Esos jugadores estaban de acuerdo, decían que era un técnico de elite.
Tapia y Angelici, envueltos también en una desconfianza mutua, jugando ambos su propio partido, planean desde el domingo cómo deshacerse de Sampaoli sin pagar los once millones de dólares que implica la ruptura del contrato, que a la vez tiene una cláusula para que las partes puedan rescindirlo sin costo en 2019, un año con la Copa América de Brasil. Sampaoli quiere seguir, entiende que trabajó en un contexto de desventaja para imponer sus planes. La primera urgencia fue la clasificación al Mundial. Después, sólo quedaron unos pocos partidos para hacer pruebas hasta Rusia. El vértigo se hizo dueño de sus decisiones, las que además intentó consensuar con Lionel Messi, a quien visitaba en su casa de Castelldefels, en Barcelona. Fue el inicio de una serie de contradicciones entre el discurso y la práxis. Nada de lo que se vio en el equipo pareció llevar su firma. Sampaoli escribía y borraba. De Javier Mascherano como defensor a Javier Mascherano como volante a Javier Mascherano casi afuera de la lista a Javier Mascherano eje del equipo. De Maximiliano Meza a Ricardo Centurión, de Ricardo Centurión a Maximiliano Meza, de Giovani Lo Celso como debilidad a Enzo Pérez como titular. Doble cinco contra Islandia, línea de tres contra Croacia, equipo consensuado contra Nigeria, Messi de falso 9 contra Francia.
Todo fueron experimentos, tachaduras, condicionadas por los deseos de sus futbolistas, pero también por el desborde de Sampaoli, por las lecturas equivocadas, planes que quedaron hundidos a los pocos minutos. No quedó nada de eso en la soledad de Bronnitsy, el pueblo que alojó a la selección. Ni siquiera una armonía en la relación con los jugadores. El año de Sampaoli en la selección, incluso por encima de lo que ocurrió en Rusia, no dejó un ítem para rescatar, salvo que se mire el reencauce que impuso en las juveniles con Sebastián Beccacece, Hermes Desio, Pablo Aimar y Diego Placente, un intento por encaminar algo que ya no mostraba señales en el GPS. Aunque ahora, la hora de la ridiculización del entrenador, convertido en un enemigo del pueblo, al que se le reclama la renuncia o se pide su despido, nadie repare en ese punto.
La AFA, mientras tanto, paga dos indemnizaciones a la vez. ¿Revivirán las operaciones para un plan de desgaste? ¿O ya se olvidó todo lo que circuló alrededor de la selección cuando todavía se competía en Rusia 2018? ¿Se volverá del minuto de silencio también? Nadie paga por esos platos rotos. Sampaoli hizo todo lo posible para dañar su gestión, cometió demasiados errores no forzados, expuso costados oscuros de su personalidad, como el insulto a los croatas, los que también hirieron su perfil como técnico. Sin embargo, nada de todo lo que hizo coincide con sus antecedentes, los que asfaltaron la base para que la dirigencia que ahora quiere sacárselo de encima le haya firmado una cláusula top y lo haya presentado como el mejor técnico del mundo. ¿Cuál era el objetivo cuando se firmó un contrato por cinco años? ¿Por qué Tapia dijo que Sampaoli seguiría, incluso, si la Argentina se quedaba afuera en la primera ronda? ¿Y ahora?
La selección, que cumple veinticinco años sin títulos, se consume siempre en la urgencia, deshace todo lo que se intenta construir. Vive en la urgencia. No importa si es el Mundial, también la Copa América se ha llevado puesto a sus entrenadores. La maquinaria lo deglute todo. El nuevo jingle es desear a Ricardo Gareca, rogar por Diego Simeone, lanzar globos de ensayos improbables con Pep Guardiola, volver a José Pekerman, que cuando dirigió a la selección mayor fue pasado por la picadora de carne, la mediática. En los elogios a lo extenso, lo de Joachim Löw en Alemania, lo de Washinton Tabarez en Uruguay, lo de Didier Deschamps en Francia, nunca se menciona que también tambalearon entre las críticas. Si se concretara la salida de Sampaoli, ¿qué podría esperar quien lo sucediera con Brasil 2019 en un año? ¿A qué contrato aferrarse?
Alguna vez, aún en los desatinos, aún en la acumulación de errores, tiene que haber un punto de partida. Alguna vez tiene que abandonarse la costumbre de que todo empiece después, mañana, el lunes, otro día, el loop de que ahora sí llega el proyecto para la selección. No es sólo de cumplir contratos, el mantra facilista, el políticamente correcto. No todo es eterno. Pero se trata de probar atravesando las turbulencias, aunque sea difícil la empatía con lo que ocurrió en el último año. Quemar los borradores es una posibilidad, pero también lo es guardarse algo en la memoria para reescribirlos sobre otros papeles, los que entrega una selección obligada a un recambio generacional. Intentar alguna vez algo distinto. Y que alguien más que un entrenador se haga cargo de todo esto.
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