La peor versión llegó de manera inoportuna, en el debut del Mundial, el lugar menos indicado para perder un invicto que tejía 36 partidos, en tres años y medio.
La dimensión de esta caída la va a determinar el futuro, lo que pase con México y Polonia. Pero el resultado entra en esa zona de siniestros como los que ocurrieron en Suecia 58 con el 6-1 de Checoslovaquia y en la inauguración de Italia 90 con el 1-0 de Camerún. Hay que poner el partido en ese lugar y observar el contexto. La Argentina llegaba invicta, como la selección campeona de América, con Messi para comerse su Mundial y jugaba contra el que suponía su rival más débil. En ese combo se entiende el golpe, todo lo que impacta leer en los carteles del Lusail las letras luminosas y congeladas que dicen que Argentina 1 – 2 Arabia Saudita.
A ese contexto hay que agregarle, además, cómo empezó todo. Primero con un disparo de Messi que sacó Mohammed Alowais, el arquero saudí, que avisó en ese momento que podía ser la figura del partido. Después, con un penal de VAR, un abrazo a Leandro Paredes como suceden tantos abrazos en el área, y que Messi ejecutó con una tranquilidad que parecía podía derramar en el equipo. Resultó inevitable ahí recuperar las imagenes de cuatro años y medio atrás, en Rusia, cuando falló contra Islandia en el debut. Era otro equipo, otra conducción, fue otra la forma de llegar y, de algún modo, hasta parecía otro Messi. Pero que este partido le diera el respiro suficiente como para tener su gol en la bolsa apenas comenzado parecía saludable. No sólo para la Argentina también para él. La historia, sin embargo, tuvo su giro.
Porque esa ventaja se descompuso cuando el juego del equipo no la acompañó. Un amesetamiento de partido acorde avanzaron los minutos le entregó a Arabia Saudita el tiempo suficiente como para acomodarse, para afirmarse en lo que quería a hacer, jugar con el offside automatizado, responder cuando encontrara el espacio. La Argentina fue impaciencia, imprecisión y, sobre todo, desacople. Parece un equipo remendado, irreconocible a lo que se conocía de esta selección, a lo que Lionel Scaloni hizo con esta selección. Jugadores que simbolizaban esa idea estaban afuera del partido, Rodrigo De Paul, Paredes, los laterales aparecían como atados.
La Argentina ganaba y aún así ofrecía dudas. Eran señales. Las otras señales ocurrieron cuando comenzaron a sucederse los offsides a repetición, lo que las pantallas devolvían con esas reconstrucciones hechas a doce cámaras donde los jugadores parecen maniquíes en movimiento. Sólo en el primer tiempo hubo siete pero el más importante fue el que ahogó lo que hubiera sido el gol de Lautaro Martínez. El VAR te da, el offside automático te quita. El problema era otro, cómo no estar atento a lo que el francés Herve Renard, el técnico de Arabia Saudita, había preparado con esmero, dejar adelantados a los delanteros aunque sea por una pestaña. Debe haber jugado con la tecnología porque eligió tener a su línea de cuatro bien adelantada para esa tarea.
Con todas las señales, con todo lo que indicaba el partido, la Argentina ganaba y tampoco es que podía presagiarse un derrumbe. Los derrumbes en el fútbol no siempre avisan. Apenas empezó el segundo tiempo, hubo un offside argentino y llegó el gol de Saleh Alshehri, que definió bien pegado al palo de Dibu Martínez. Pero lo más duro de ese gol en contra de la Argentina no fue sólo que haya significado el empate, que se podía revertir, es Argentina, sino que fue Messi el que perdió la pelota que deriva al ataque saudí. El equipo se desplomó. Fue como si le hubieran sacado las energías y encima estaba desorientado en el campo. El peor momento, llegó el segundo de Salem Aldawsari, que además hizo un gol de fantasía. La bajó del cielo, gambeteó a uno, a otro, a otro, y metió un derechazo árabe fulminante.
El estadio Lusail que ya había mostrado la potencia de los hinchas vecinos, los que cruzaron el desierto a Qatar, rugía cada vez más fuerte. Cuando los saudíes barrían, cuando los saudíes trababan, cuando chocaban contra las piernas argentinas, cuando el equipo intentaba salir al ataque, todo eso era un grito que generaba un efecto envolvente. Ese grito consumía a la Argentina, inyectaba de sangre los ojos de Arabia Saudita, como si una fuerza sobrenatural saliera de los pulmones árabes con sus banderas verdes y sus camisetas hermosas. Cuando no gritaban, silbaban a los argentinos. A Messi.
A la desorientación nunca se le antepuso un nuevo orden en el juego. Los cambios -sobre todo la energía de Julián Álvarez- apenas inyectaron otra actitud. Pero no había mucho más. El equipo nunca volvió a encontrar el camino y, aún así, tuvo algunas posibilidades que el arquero Alowais se encargó de desactivar. No hubo una idea y tampoco una rebeldía, aunque sea individual. Todo lo que alguna vez mostró este equipo faltó este día en Qatar. Hay muchas formas de derrota. Pueden ser parte de una fatalidad o producto de la mala fortuna. Puede ser porque el rival es superior o porque aprovechó tus errores. Esta derrota de la Argentina es más dura que una de esas porque fue producto de no haber sido lo que fue, porque faltó la idea, faltó el físico para esa idea y faltó la cabeza. Fue todo de otro tiempo, como el tiro libre de Messi a cualquier parte.
El árbitro llegó a dar trece minutos de tiempo de descuento en el Mundial de los tiempos de descuento eternos. Todo se estiraba, la Argentina lo intentaba. Pero en el aire parecía tener escrito que hoy no sería el día. No había más tiempo para este partido. Pero todavía hay tiempo para Qatar. Este equipo sabe cómo hacerlo. Lo que viene será difícil, pero nadie podía esperar otra cosa de un Mundial.
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