Messi desactivó la bomba y Enzo aportó el oxígeno

Por: Alejandro Wall

Argentina se recompuso en el segundo tiempo, venció 2 a 0 a México y salvó el día. Pero no está salvada. Tras la derrota inicial ante Arabia Saudita, el grupo está abierto. El miércoles ante Polonia se juega el resto: puede pasar primera, puede pasar segunda, puede quedarse.

Faltan tres minutos para la medianoche en Qatar, una fuerza de alivio se inyecta en los cuerpos de quienes están en las tribunas, de quienes están en sus casas frente a las pantallas del otro lado del mundo. Es un alivio que desinflama el cuerpo sagrado de Lionel Messi, los cuerpos musculados de sus compañeros, de los que están en el banco de suplentes y corren hacia el campo, los músculos de un equipo que padeció estos días sin esperarlo. Y que sentía hoy cómo los minutos se le consumían hasta que Messi desactivó la bomba, apagó el tic tac pertubador. Pero el oxígeno vital terminó de llegar con la maravilla de Enzo Fernández. Por eso el final de este partido, a las 23.57, impone un desahogo. El marcador dice que la Argentina le ganó 2-0 a México y que está en el Mundial. La situación de estar es la celebración de este día que se había marcado a fuego ante una posible fatalidad. La Argentina se imaginó estos días inmersa en una pesadilla. Que esa pesadilla no haya sucedido merece todos los abrazos que se dan a esta hora.

El hombre fue Messi, su disparo resolvió un partido que parecía esquivo otra vez. Para estos asuntos está Messi. Tuvo unos metros libre, uno de los pocos en los que la defensa mexicana no le respiró alrededor, y apuntó al palo abajo, a su derecha que era la izquierda del arquero Guillermo Ochoa. La pelota se deslizó entre piernas mexicanas y pegó al costado de la red, en la parte de adentro. El espacio para Messi es tiempo. México le permitió a Messi tener el tiempo suficiente como para pensar y hacer. Para salir a gritarlo, abrazarse con Ángel Di María, quedar envuelto en la montaña de sus compañeros, y volver a la cancha cerrando el puño mirando a todos ellos a los ojos, diciéndoles que vamos, que ahora hay que ganarlo. Él ya hizo el trabajo más difícil, destrabó todo lo que hasta entonces había estado trabado.

Retrocedamos el partido. Recién van siete minutos y es posible que los sistemas de refrigeración del estadio Lusail ya no puedan regular la temperatura del lugar, que trepa por los nervios, la gente transpira, la tensión se impone mientras los minutos corren. Se trata de esos encuentros en los que todo parece ir más rápido. Los primeros movimientos de la Argentina son trabados, imprecisos, imágenes de lo que fue el partido con Arabia Saudita. Es el momento en el que Rodrigo De Paul pierde la primera pelota y Guido Rodríguez deja corto un rechazo. Son malas señales.

Gol y festejo ante los aztecas.
Foto: Fernando Gens / Télam

México extiende una línea de cinco defensores. Está dispuesto a que la Argentina le adelante sus laterales, darles ese espacio, para después encerrarlos, obligar a que el equipo le vaya por adentro y por adentro el equipo no podía. Gonzalo Montiel tiene que bajar a Hirving Lozano y la salida por la derecha no funciona. Scaloni desespera al costado, sale del corralito, pierde la monotonía de sus brazos a la cintura. Le grita a Marcos Acuña que se abra, que se adelante, que cubra ese espacio. El equipo empieza a probar por la izquierda.

El peso del partido ya está todo sobre las espaldas argentinas. De Paul pierde otra pelota. Y ya no es sólo De Paul. No funciona el circuito de pases, lo que siempre fue fluido hoy es denso, el juego se hace pesado. Un pase, dos pases, se pierde la pelota. Así es imposible. A los diez minutos, baja el «Diego Diego» de las tribunas. Pero su energía no baja porque esto no es un problema de energía, tampoco de actitud, es un problema de juego. México tiene poco. Gerardo Martino decidió jugar sin 9. Su equipo intenta alguna de afuera del área, tira un centro que cierra las gargantas argentinas, pero su mayor virtud no está en ataque, está en la presión que obliga a Nicolás Otamendi a tirar una pelota larga, a perderla también en el intento. La Argentina no se impone, no dicta sus condiciones aunque tenga la pelota. Hay un poco de Alexis McAllister, algo de Ángel Di María, Lautaro Martínez pivotea, Messi lo intenta. Todo termina en nada. Un «movete, Argentina, movete» surca el partido. México pierda a Andrés Guardado, su capitán. El primer tiempo se va con la mejor jugada de la Argentina, un poco de esperanza.

Pero lo que tenía que cambiar después del descanso, no cambió. Guido Rodríguez no controla la pelota y si eso no sucede no hay mediocampo y si no hay mediocampo no hay fútbol. Apenas empieza la segunda parte, comete un error. La Argentina es un equipo que se tropieza mientras juega. Messi sigue rodeado. Si es necesario, lo bajan cuando la tiene. Todo va camino a ser otro padecimiento.

No hay lugar en el Mundial para los que pierden y empatan los primeros dos partidos. Hay vida, quizá sea posible la clasificación, pero el Mundial no es sólo hacer cuentas. La Argentina tiene que ganar. Van diez minutos y Scaloni hace un gesto que será la contraseña de la felicidad. Lo llama a Enzo Fernández, que corre, que se saca la pechera y que entra por Guido Rodríguez. Es una audacia de Scaloni, que siempre jugó con Guido o con Leandro Paredes en esa posición, la que marca la línea del equipo. Enzo Fernández fue una alternativa final. Entró en la lista sin partidos oficiales con la selección después de una temporada furiosa con River y un arranque en gran nivel con Benfica. Su ingreso refresca a la Argentina, que siete minutos después juega con Julián Álvarez (por Lautaro) y Nahuel Molina (por Montiel).

Algo del equipo se recompone, empieza a encontrar un circuito. México a esa altura ya está desdibujado en la cancha, la Argentina sabe que ahí tiene una oportunidad. Que tiene que acomodarse, ser paciente, buscar dónde está el pase y esperar que Messi active el modo Messi. El partido le pertenece a la Argentina, que sólo tiene que tomar la decisión de agarrarlo. La decisión la toma Messi con su misil.

Scaloni blinda la defensa. Sale Di María, entra Cristian Romero. Tres centrales para una línea de 5. Si México ya no podía, ahora se le cortan todos los caminos. Es un momento en el que aparece el espíritu del equipo invicto, ir a cada pelota con fuerza, cortar rápido, no mostrar dudas. El partido lo requería. Hay una jugada en la que Exequiel Palacios (había entrado por McAllister) recupera, toca a Enzo Fernández, sale de ahí un pase en cortada para Julián Álvarez, que encara y ensaya un centro a Messi que se ensucia. «Messi, Messi, Messi» le rinde pleitesía la tribuna.

El gol de Enzo Fernández no sólo entrega la tranquilidad, fue el goce del partido. Una genialidad que expone su talento y su personalidad. Revitaliza a un equipo que se había instalado en Doha con placidez, con la intención de disfrutar la estadía y, sobre todo, de competir, como se dice ahora a la idea de dar pelea deportiva, pero al que Arabia Saudita le desarmó esos planes. A Scaloni también lo obliga a cambiar de rumbo, a pensar un equipo que ya no es el mismo que pensó antes de llegar acá.

La Argentina salvó este día. Pero no está salvada. El grupo está abierto. Puede pasar primera, puede pasar segunda, puede quedarse. El festejo es por el triunfo y por lo que no sucedió, y por eso se explican los llantos, el sufrimiento, era mucho lo que se jugaba en este partido. Ahora viene Polonia, el rival europeo. Como si hubiera atravesado el desierto, entre beduinos y camellos, todavía aturdida, la Argentina acaba de hacer su entrada al Mundial árabe. Hay Messi en Qatar. «

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