Estamos desconsolados. Se murió alguien muy cercano, una especie de familiar, en cuya vida participamos así como él intervino decisivamente en la nuestra. Por eso, aquí y en el resto del universo el mundo entero sintió que le habían cortado las piernas. A lo mejor a este triste 2020 le parecía que la pandemia no nos había afligido lo suficiente. Entonces, y para agotar nuestro stock de lágrimas, nos mandó la muerte de Diego.
Nunca hablé con él (qué pena periodística); peor vergüenza todavía, tampoco lo vi jugar en una cancha (sí, cientos o miles de veces en la televisión defendiendo la blanca y celeste), pero desde que me enteré sentí esa mezcla de perplejidad y tristeza tan apreciable en el sentimiento colectivo. A partir de las 13:20 horas del mediodía del 25 (auténtico día de miércoles) la confirmación de la muerte de Diego Armando Maradona sacudió a la Argentina y a otros lugares, de la Bombonera a Rosario, de Boyacá y Juan Agustín García al Camp Nou, de Mandiyú a Dubai, del Cilindro de Avellaneda a Sevilla y Sinaloa y de todos esos puntos al que fue uno de sus grandes y amados lugares en el mundo, Nápoles, y al último en donde volvió a sentirse querido, la cancha del Lobo de La Plata.
A partir de ese momento, un pesado telón de pena se tendió sobre todos nosotros que ya veníamos bastante bajoneados por la maldita pandemia. Y esa tierna conmoción social (que ni la estúpida represión podrá bajarle el precio) durará largo tiempo, mucho más allá de los tres días de duelo nacional sensatamente decretados por el gobierno, sencillamente, porque Diego está vivo en la memoria de cada argentino. Los que se llaman Diego Armando; los que se hicieron un tatuaje de estirpe maradoniana; los que atesoran alguna camiseta con historia que lleve el número 10; los que gritaron algún gol; los que se preguntaron ¿de qué planeta viniste?
Rescato su genio futbolístico porque adentro de una cancha hizo cosas, piruetas y goles imposibles de hacer y que en tantas ocasiones nos hizo muy felices. En algunos países la felicidad es considerada una cuestión de Estado y Diego, desde el verde césped, fue el mejor ministro de alegrías públicas que todos los argentinos quisiéramos tener. También valoro su condición personal que jamás olvidó sus orígenes y especialmente admiro su rebeldía antisistema, sus peleas con los poderes establecidos y sus célebres mojadas de oreja a Blatter y a Grondona, a Infantino y a Macri. «
En el primer rato posterior a la noticia que nadie hubiera querido dar, en la tele y en la radio, desmintiendo ese dicho común de que no hay palabras, se escucharon y se leyeron algunas de estas frases, de enorme afecto, respeto y consideración, de alto valor emotivo y sentimental:
• Sin Diego, sin Dios.
• Murió el gol.
• No siempre el show debe continuar.
• El invencible.
• Fue la representación del gen argentino.
• Desde que tenía 16 años se hizo cargo de todo.
• Vivió mucho más de lo que supusimos, pero mucho menos de lo que hubiéramos deseado.
• Fue nuestro superhéroe.