Racing llegó hasta acá empujado por un ídolo contracultural, un héroe común, un héroe sin capa, que va en dirección contraria a la historia moderna de un club que durante mucho tiempo se autodestruýó. Lisandro López intentará esta tarde seguir el camino trazado por Diego Milito, que volvió en 2014 para convertirse en el primer jugador de las últimas cinco décadas en salir dos veces campeón con el club. Ahora Milito es secretario técnico, otra función, pero con una influencia decisiva. A mediados de 2016, después de una breve transición, Milito le entregó la posta a Lisandro, Licha López, el hombre que lleva de la mano a Racing, que hoy puede ser campeón sin haber esperado tanto, sin que el tiempo pasara más de la cuenta.
En ambos jugadores se explica Racing, el estado de ánimo de sus hinchas, tan lejos del sufrimiento, tan lejos de la excepcionalidad de otros tiempos. No es un domingo más, por supuesto, pero se vive como si hubiera estado dentro del presupuesto. Milito ejerció a su regreso un liderazgo emocional, modificó ese destino que siempre parecía trágico: estableció la idea de un Racing positivo, un cambio cultural para el club.
Lisandro llegó para normalizar la situación. Para que eso que Milito había comenzado a construir se convirtiera en el statu quo. Ninguno de los dos necesitó ejercer un liderazgo de polémicas y tapas de diarios. Las veces que aparecieron con fuerza fue en conferencias de prensa que ahora se podrían ver como prototipos de charlas TED. Apaciguados, marcando un camino, dando conceptos de un club. Dos que se recuerden: Milito después de la derrota con Independiente en 2014. Y Lisandro después de la derrota y eliminación con River de la Copa Libertadores, el año pasado. Ambas conferencias fueron la antesala para la recuperación del equipo. La de 2014 terminó en un título. La de 2018 llegó hasta acá.
Lisandro ni siquiera tiene el physique du rôl de un star de las ligas europeas. No hay estridencia, no hay brazos tatuados, tampoco hay botines colorinches. No hay esos raros peinados nuevos. Prefiere rasurarse la cabeza. Así que no hay cera en el pelo, no hay gel. Se lo ha visto con una boina, por la que en redes sociales lo compararon con un personaje de la serie Peaky Blinders. Pero Lisandro no es de Birmingham, es de Rafael Obligado, partido de Rojas. Como sea, no se viste a la moda. Tampoco usa redes sociales. No necesita community manager. Tiene la estética del antifutbolista. Y es el gran futbolista de la Argentina. Es un ídolo sin imagen de revista.
A los 36 años, con 17 goles, Lisandro es un goleador –y puede ser el goleador del torneo (17 tantos), algo que ya había conseguido en 2004– pero es más que eso. Tres años después de haber regresado al club, lleva adelante una comandancia que por cercanía en tiempo y espacio hasta podría denominarse riquelmista. Del primer riquelmismo, no el de los móviles de Fox sino el de los años de Carlos Bianchi. Lisandro administra la sonrisa. Administra las palabras. Administra los gestos. El más fuerte acaso fue haberle ido a dar el abrazo a Chacho Coudet después de que corriera a Ricardo Centurión. Pero la otra imagen fue haber agarrado a Darío Cvitanich casi para darle un chupón delante de todos, después de un pase para el primer gol contra Godoy Cruz. Eran momentos difíciles –los posteriores a la última derrota con River– en los que el líder mostraba fútbol, apoyo colectivo, temperamento y distensión.
«Es hora de que deportivamente comiencen a llegar los títulos», dijo en la conferencia de prensa de 2018. Es su objetivo, que intentará saldarlo hoy junto a sus compañeros cuando Racing juegue con Tigre a las 18:10, la misma hora en la que Defensa y Justicia jugará contra Unión. Sólo tiene que ganar, que no es poco. Pero aunque esto se estire, aunque no pase lo que espera, Lisandro ya es Racing. Y cambió a Racing. Como su gesto cada vez que grita un gol, llevándose el dedo índice a la cabeza, la idea de pensar, de ser racional, la nueva cultura de esa tribu que parecía estar electrificada por la pasión.