La estación de servicio que fue la cocina del fútbol durante la era Grondona

Por: Alejandro Wall

En Crucecita, un pequeño barrio de Avellaneda, el expresidente de la AFA tenía una de sus oficinas paralelas, fuera de la sede de Viamonte.

La rutina era siempre la misma, casi todos los días. A las 10 de la mañana, Julio Grondona entraba al kiosco de la estación de servicio, pedía un café con leche con medialunas y se encerraba en su oficina. Para llegar a ese cuarto que no superaba los cinco metros cuadrados, tenía que pasar por detrás del mostrador, atravesar una puerta y un pequeño pasillo entre bidones, cajas de alfajores y olor a nafta. Adentro, Grondona se acomodaba detrás de una mesa de plástico blanca –otros relatos dicen que era de fórmica– y esperaba que la rueda comenzara a funcionar. Era un emperador sin lujos, la síntesis de una forma de ejercer el poder hasta su muerte, de la que hoy se cumplen tres años.

Si una cámara enfocaba en ese mismo instante el salón de la Esso Shop de Avenida Mitre y Castelli, en Crucecita, un pequeño barrio del partido de Avellaneda, lo que podía verse, según el día, hubiera sido a dirigentes, jugadores, técnicos, periodistas o empresarios esperando sentados a una mesa que Grondona los hiciera pasar. Llegaban hasta ahí con una cita o sabiendo que podían encontrar al patriarca, el jefe del fútbol argentino durante 35 años. Sólo había que acercarse al mostrador y decirle al empleado las palabras mágicas: «Vengo a ver a Don Julio». Y el empleado avisaría a su jefe y les ofrecería un café. En unos minutos el invitado entraría a una oficina sin luz natural, un despacho que fue una embajada del fútbol argentino en el Conurbano bonaerense.

Cualquiera que pase por esa esquina, a metros del puente del Circuito Bullrich de la Línea Roca, podría ver una estación de servicio común y corriente, con cinco surtidores y el autoservicio. Pero no.

_Ahí se tomaron las grandes decisiones del fútbol argentino –dice Horacio Gennari, exdirector de la AFA para Fútbol para Todos.

-Julio en realidad tuvo tres oficinas paralelas: la ferretería de Sarandí, la estación de servicio de de Crucecita y el departamento de Puerto Madero –cuenta un dirigente que prefiere el anonimato–. ¿Por qué? Porque la AFA tenía un esquema de funcionalidad bancaria: la gente entraba a laburar al mediodía y no todos querían ser vistos con él. O sea, era más por el otro. Además, porque trabajaba las 24 horas por el fútbol, iba a la AFA a firmar despachos. Y en la AFA además se armaban unos quilombos bárbaros. Había una cola para esperarlo con más gente que en la cancha de Boca.

La ferretería de Sarandí, la patria chica de Grondona, era el corralón que había heredado de su padre, el más famoso de sus despachos paralelos. En el primer piso de Independencia al 500, donde no entraban más de cinco personas, Grondona se reunió por primera vez con Alfio Basile para que fuera el reemplazante de Carlos Bilardo. Basile aceptó al instante pero le aclaró que su estilo era diferente al de su antecesor: él fumaba y tomaba whisky. Sin hacerse problemas, Grondona llamó a su hermana, que trabajaba en el local, y le hizo traer una botella de Chivas.

–Se hicieron cosas más importantes. En el corralón se cerró el primer acuerdo del fútbol con la televisión. Grondona se reunió ahí con Carlos Ávila –dice Juan Destéfano, expresidente de Racing y amigo de Grondona, con el que compartía también el territorio–. Pero en los últimos diez años, por lo menos, la cosa pasaba por la estación de servicio. Vos lo llamabas y arreglabas para verte en la Esso.

–Al principio era el corralón. Mi papá le vendía alambre y cable cuando estaba en Acindar. Grondona atendía con el hermano y la madre –agrega Gennari, que conoció a Grondona a través de su padre–. Pero desde mediados de los ’90 para acá atendía en la estación de servicio, en Crucecita, en un lugar sin arquitectura. Yo me quedé impactado con ese ejercicio del poder porque lo primero que alguien así quiere es un despacho grande. Este no tenía ni ventana.

En 2009, Gennari llegó a la estación de servicio con una hoja de Excel impresa. Era el número final de lo que debía pedir por los derechos de televisación del fútbol. Gennari estacionó su auto en la playa, le preguntó por Grondona al empleado y se sentó a esperar tomando un café. La reunión fue breve. Grondona se guardó el papel en un bolsillo interno del saco y le dijo que se tenía que ir.

–Le pregunté qué iba a hacer con eso. «Me voy para Olivos. Ya te vas a enterar», me contestó.

A los pocos días, Grondona cerraría con Cristina Fernández de Kirchner el contrato de Fútbol para Todos a cambio de 600 millones de pesos el primer año.

–Esa estación de servicio –sigue Gennari– demuestra que no siempre los elementos de poder tradicionales como un gran escritorio, un gran despacho, los secretarios, son necesarios para ejercer el poder. Ahí no entraban más de tres personas y apretadas. Las sillas eran distintas. No había estilo. Era el antiestilo.

La estación de servicio más emblemática del fútbol debe guardar secretos más difíciles de confesar. Y diálogos de los que hubieran salido títulos catástrofes de tapas de diarios. Según cuenta Andrés Burgo en el libro Ser de River, el viernes previo al Superclásico del torneo que condenó al equipo al descenso, Daniel Passarella fue hasta Crucecita en busca de más plata. «Vendé jugadores», le respondió Grondona con frialdad. Fue el final. No hubo más plata, el árbitro del partido fue Patricio Loustau (River no lo quería), ganó Boca, y el martes siguiente Passarella terminaría su relación con Grondona después de decirle en la reunión de Comité Ejecutivo: «Tenés que renunciar».

-Ir a la estación de servicio era parte del laberinto que tenías que cruzar hasta hacerte confiable –dice Javier Cantero, que como presidente de Independiente estuvo varias veces en la oficina de Crucecita.

Cuando asumió el cargo, Cantero se presentó ante Grondona en el tercer piso de Viamonte, el despacho oficial. «Pibe, no te agrandés, mirá que todavía no le ganaste a nadie, eh», le advirtió el presidente de la AFA. Charlaron sobre viejos jugadores de Independiente y sobre los problemas que atravesaba el club, que luchaba contra el descenso. Grondona había salido de esas entrañas: comandó Independiente durante los años setenta. Y enseguida llegó la primera invitación: «¿Por qué no te venís a la estación de servicio para charlar?».

–Estuve tres o cuatro veces –dice Cantero–. Entraba él, vos y a lo sumo alguien más. No me olvido de la calculadora antigua que tenía, de esas con rollo, y de un teléfono que ni siquiera era inalámbrico. En la pared, tenía fotos de Arsenal y una remera enmarcada. Después pasamos a encontrarnos en su casa de Puerto Madero. Era el otro paso.

La estación de servicio de Grondona formó parte del paisaje natural en las crónicas de época. Era un lugar más del fútbol argentino. O del fútbol mundial, porque Grondona era el vicepresidente de la FIFA. Al menos tres testimonios dicen que ahí también estuvo Joseph Blatter.

–Blatter estuvo, claro –dice con seguridad Humberto Grondona, hijo del expresidente de la AFA–. Porque mi viejo atendía a todo el mundo. A cualquiera. En la Esso atendía gente, iba para la casa y atendía gente y después iba para la AFA y atendía gente. Era así. Aunque fuera Blatter o un dirigente del Ascenso.

En Crucecita, cuenta Humberto, Grondona compartía más tiempo con Julio, presidente de Arsenal. La estación de servicio era parte de la diversificación en los negocios de Grondona. Corralón, campos, caballos, tambos, la construcción, el fútbol y, además de la Esso, otra playa de venta de combustible en Wilde. «Estaciones de servicio de duelo por la muerte de Julio Humberto Grondona», tituló la web Surtidores el 31 de julio de 2014. En ese artículo se cuenta sin más precisiones que Grondona llegó a tener cuatro estaciones de servicio en la provincia de Buenos Aires. Y que al morir fue declarado presidente honorario de la Federación de Expendedores de Combustible.

–De repente, Grondona salía de la oficina y se iba a charlar con los playeros –dice el mismo dirigente que prefiere el anonimato, asiduo visitante de la estación de servicio–, o se quedaba hablando de fútbol con alguno que iba a cargar nafta. Era un comerciante a la antigua. Si veía que había mucha cola empezaba a ordenar él mismo todo. Hoy la que maneja eso es Liliana, su hija.

–Ahí era donde mejor se sentía –relata Humberto–, se tomaba el café con leche, las medialunas, estaba con mi hermano. Hablaba de fútbol y estaba atento a todo. Y ahora todo sigue igual, está la misma silla, las mismas fotos.

–Yo estuve ahí. Era una mesa blanca de plástico, con el agujero en el medio para meter la sombrilla, y las sillas eran las plegables, las que te da Quilmes con el asiento y el respaldo de lona –cuenta el escritor Pablo Ramos, vecino de la familia Grondona, hincha de Arsenal.

A la estación de servicio llegaban los dirigentes con algún pedido de plata. Grondona repartía el dinero como un especie de benefactor; era una forma también de construir su poder. Pero también se pedía por árbitros. La estación de servicio fue la cocina del fútbol argentino. Si en Viamonte transcurría la actividad oficial, a la vista de todos, en Crucecita se operaba con informalidad. Y también con la clase de intimidad que requieren ciertas negociaciones. En la Esso no había interrupciones, nadie golpeaba la puerta como en tercer piso de Viamonte.

–En la AFA había dirigentes pero además estaba lleno de periodistas. Salías y te rodeaban –dice Carlos Bilardo, exentrenador de la Selección–. Pero conmigo nunca se reunió en la estación de servicio, eh, nos veíamos en el predio para estar más tranquilos. «Carlos, te espero en el predio», me decía. Y ahí nos juntábamos. Y nunca se metió con lo que yo hacía, eh. Nunca me dijo «Carlos, esto, esto y esto». Me dejaba trabajar.

Lo que para algunos empresarios o políticos puede suceder en un cuarto de hotel, para Grondona sucedía en ese pequeño sucucho de Crucecita. La edad, además, hizo que comenzara a movilizarse menos, tanto por energía como por ánimo, algo que se agudizó con la muerte de Nélida Pariani, su mujer, en 2012. Esa pérdida envolvió a Grondona en una depresión. Comenzó a ir a la AFA sólo para ocasiones puntuales: una reunión de Comité Ejecutivo, la visita oficial de un embajador o el encuentro con algún intendente o gobernador.

Que un escritor como Pablo Ramos, novelista, poeta y músico, haya estado en la estación de servicio de Crucecita puede resultar curioso si no se conocieran la diversidad de planetas que orbitaban alrededor de Grondona. Ramos nació a dos cuadras de la casa de Grondona. Hincha de Arsenal, aunque no tan futbolero, fue amigo de la infancia de Julio, el hijo del dirigente. Ramos llegó a la estación de servicio en busca de financiamiento para hacer una película sobre su primera novela, El origen de la tristeza. Cuando entró al cuarto de la Esso, afuera esperaba Cantero. Grondona lo recibió mostrándole la herida de una operación.

–Yo le llevé un presupuesto. Necesitaba 20 mil dólares para hacer el trailer y presentarlo en el INCAA –cuenta Ramos–. Pero cuando le di el presupuesto, el tipo me lo rompió. «Yo sé de qué familia venís, haceme una linda película», me dijo. Al día siguiente fui a buscar la plata a la casa a Puerto Madero. Pero me daba cosa irme con la plata así y se lo comenté. «Decime la patente del auto», me dijo. Cuando se la di, me despidió: «Ahora andá tranquilo».

El guión de la película, dirigida por Oscar Frenkel, ganó el Premio Opera Prima del INCAA en 2011. Ramos cuenta que llegó a mostrarle el trailer a Grondona y que el dirigente lagrimeó al verlo. El origen de la tristeza se estrena el 20 de septiembre de 2018. Una de las dedicatorias de la película es la memoria de Nélida Pariani, la mujer del expresidente de AFA. Grondona, que murió el 30 de julio de 2014, figura entre los agradecimientos.

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