Más allá de la radiografía de un hombre que sufrió en su locura por ganar, la docuserie del técnico campeón del mundo en 1986 recupera cómo el fútbol argentino entró en guerra santa contra el menottismo tras su arribo a la selección. Su discurso atractivo para construir mayorías.
Los cuatro capítulos de la docuserie Bilardo, el doctor del fútbol que acaba de estrenar HBO Max conforman la radiografía de un nombre por el que se partieron las aguas, un apellido central para el fútbol argentino que le dio vida a un movimiento: el bilardismo. Tal vez haya muchos bilardismos. La tradición de Osvaldo Zubeldía y de Estudiantes de La Plata que Bilardo llevó más allá, expandiendo sus fronteras hasta llegar con esa bandera al cénit, la selección argentina. Fue campeón y subcampeón del mundo. De lo primero que se acordó en el triunfo no fue de su familia, fue de Zubeldía.
El trabajo arqueológico sobre la colección VHS de Bilardo es una inmersión a lo que pasaba por su cabeza. Un momento con su hija, el cumpleaños de 15, un centro al área, un peloteo a los arqueros, el predio de Ezeiza todavía como baldío y él llevando una carretilla de tierra. Los productores de la serie son Federico D’Elia (actor, hincha de Estudiantes, bilardista), Alejandro Turner y Ernesto Cune Molinero. Los guionistas, Sebastián Meschengieser y Gustavo Dejtiar. El director, Ariel Rotten. Vale cada mención como parte de un equipo que hizo un trabajo de alta calidad. D’Elia no sólo tuvo acceso a los videos sino que construyó confianza (por suerte para esta historia) con una zona hasta acá inaccesible para el público, la familia de Bilardo. Gloria Di Bello, su esposa, y Daniela, su hija.
La dimensión del Bilardo familiar estuvo siempre encerrada en el anecdotario del hombre que puso al fútbol por delante de todo. De cumpleaños, de vacaciones, de actos escolares. Pero lo que siempre se contó entre risas, como parte de sus excentricidades, es otro costado del sufrimiento. Así como filmaba una práctica para no perderse detalles, para no dejar nada al azar en su afán de que no había otra cosa más que ganar, filmaba a su hija para recordar, para que los instantes no se perdieran en el camino de sus ansiedades. “Tengo que trabajar, lo hago por ustedes”, se justificaba con Daniela cada vez que tenía que irse o que estaba en la casa pero ausente. Pero también él mismo se cuestionaba si no era un mal padre. La respuesta a esa idea -casi un reto- está en una carta de la hija. Como también está la tensión con Diego Maradona, el dolor ante sus enojos públicos -hasta unas piñas en Sevilla- porque en él se le formaba el hijo varón, el que no tuvo. El que quizá tendría, como lo dice Diego en un video que era un tesoro oculto, con el marido de Daniela. O con el nieto, que ahora descubre que su abuelo jugó -y a algunos le ganó- con cracks que él mira por YouTube.
Mientras eso sucedía, el fútbol argentino había cavado sus trincheras. La libertad contra lo táctico, lo estético contra lo pragmático, el cómo se llega al fin y el fin sin importar el cómo; el lirismo como caricaturización despectiva y el antifútbol para sacar cualquier discusión de la cancha. La prensa de uno, la prensa de otro. Todo se convirtió casi en una forma de ver la vida. Parecía no haber nada en el medio del menottismo y el bilardismo porque todo lo que hubiera en el medio quedaba perdido en el campo de batalla. Todos quienes intentaban estar en el medio, matizar, resumir, tomar virtudes de cada uno, eran devorados por tibios. Hasta la llegada de Marcelo Bielsa, artífice de su propia escuela, una tercera posición a la que el menottismo le desconfiaba por su obsesión táctica y el bilardismo por sus derrotas, acaso también por aquello de que lo importante es la nobleza de los recursos utilizados.
Por eso también la serie acierta con incluir el testimonio de César Luis Menotti, que sin abandonar las diferencias reivindica como un gran equipo al Estudiantes campeón de 1982. Ya lo había hecho años atrás, en 2015, durante una entrevista con Olé. Así como una noche de 2017, en su show radial, enojado con Jorge Sampaoli, llegó el elogio de Bilardo: “Hábleme de técnicos en serio pero no de un técnico de cuarta. Usted tiene que hablarme de Beckenbauer, de Menotti… pero no de cualquiera como este Don Paoli”. Con todas esas distancias, entre Menotti y Bilardo -y, hay que decirlo, con la política de Estado de Julio Grondona- se construyó el concepto de selección argentina.
¿Ganó Bilardo la batalla cultural en las nuevas generaciones?, como propone Andrés Burgo en la serie. Hay un punto inevitable: su histrionismo, su reconversión en personaje, sea con una candidatura fallida a presidente o con un programa de televisión en el que jugó a ser actor, Lo de Bilardo. Bilardo bailando en los carnavales de Gualeguaychú, Bilardo bailando ahora en una fiesta en México 86. Bilardo riéndose de sí mismo en televisión. Fueron aspectos que se contrapusieron a la solemnidad de Menotti. Los Wawanco de un lado, Mercedes Sosa del otro, como lo resumía Diego. Pero fue también un relato: ¿cómo no podría generar simpatías el último técnico campeón del mundo? El técnico que además tuvo al mejor Maradona de la selección. Y el que decía que para todo lo que él vivía era para que ganara esa selección, el cáliz de la máxima felicidad futbolera. Es un discurso atractivo para construir mayorías.
En el hacer todo, como lo dice el periodista Daniel Lagares, está caminar por el filo de lo reglamentario o, al menos, lo antideportivo. La serie no le escapa al asunto. Fernando «Pecoso» Castro admite que en Deportivo Cali, donde tuvo a Bilardo de entrenador, usaba alfileres contra sus rivales. Roberto Mariani, asistente en la selección, se ríe contando lo importante que es saber de bioquímica para un médico. Allí aparece Branco tomando el agua que lo sacaría mareado y con náuseas del partido entre Brasil y Argentina en Italia 90. Y aparece después el «pisalo, pisalo» al rival caído, lo que hasta es reivindicado por una peña del Sevilla. Son sus zonas más oscuras, las que traspasan límites.
Pero su figura como entrenador tampoco puede reducirse a eso. Bilardo estableció métodos (incluso fue criticado por ellos) que hoy resultan indispensables. Ver videos, conocer los detalles del rival, forman parte de la rutina de trabajo de cualquier cuerpo técnico. «El bilardismo es tener el mayor control posible de todas las cosas», dice Monchi, ex arquero que tuvo a Bilardo como técnico en Sevilla, el club del que ahora es director deportivo. Sus equipos jugaron muy mal y también muy bien. Ganaron y perdieron, como todos porque nadie tiene la fórmula del éxito. Sus obsesiones tácticas son las mismas que hoy ocupan la cabeza de entrenadores como Guardiola, que sin embargo eligió a Menotti para dar el primer paso en su carrera como técnico. Si en eso fue vanguardia, también lo fue en su apoyo al fútbol femenino de Estudiantes durante su última etapa. Y queda también sus ganas de enseñar. A chicos en Japón o Argentina, que tenían que jugar y estudiar, o a juveniles como Diego Simeone aunque sea en jeans y con la imaginación, como lo cuenta en la primera escena de la serie.
Hay sufrimiento y hay momentos, pocos, en los que Bilardo aparece feliz, con los ojos iluminados. Como cuando está en el balcón de la Casa Rosada ante una multitud que agradece por Italia 90, un segundo puesto. La paradoja de un hombre que insistía con eso de que del segundo nadie se acuerda. Esto es para el pueblo, dice, y ahí abajo seguían los gritos. «Se enamoró del fútbol», dice Alberto Poletti. Pero también se ve amor en Gloria cuando habla del flaco, su flaco. Eso de que se olvidó de vivir, como canta Julio Iglesias, título del último capítulo, quizá sea su idea pero no sea tan exacto. «Siete años de Bilardo son treinta años para cualquier otra persona», dice Sergio Goycochea. Bilardo no se olvidó de vivir. Vivió a su modo.
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