El glorioso paso a paso de un equipo que en 26 días entró en la historia eterna

Por: Roberto Parrottino

Postales que son para siempre: el dolor inicial, las apariciones de Enzo y Alexis, las lágrimas de Aimar, una salvada de Lisandro, las manos de Dibu, los goles de Julián y siempre Messi.

No hay fórmula, tampoco una mente genial de los estudios de Hollywood que pueda guionar el camino de la selección en el Mundial de Qatar 2022. Lo que confirma, por enésima vez, que la realidad siempre supera a la ficción. La serie, sin embargo, terminará en el estadio Lusail. Argentina contra Francia. Sudamérica contra Europa. Lionel Messi contra Kylian Mbappé. Lo había soñado Qatar, dueño del Paris Saint-Germain, club de Messi y de Mbappé. No sabemos qué ocurrirá desde las 12 hora argentina en adelante, cuando ruede la pelota en la final de la Copa del Mundo. Empezamos a ver, en cambio, con cierta perspectiva, lo que aconteció desde el 22 de noviembre hasta hoy, 18 de diciembre. Fueron -o son- 26 días en los que un equipo, un grupo, un país y millones de personas en el mundo vivieron encapsuladas, dentro de una pelota de un flipper emocional. Que funcione esto, en todo caso y apenas, como un borrador de la serie antes de la final.

Un pantallazo previo: el 11 de noviembre, Lionel Scaloni dio la lista de 26 jugadores, sin Giovani Lo Celso, la ausencia dolorosa. Lo hizo a través de un video precario, de célula guerrillera. Todo, se suponía, estaba listo para el debut ante Arabia Saudita, el rival del grupo más abajo en el ránking FIFA, el más accesible.

Ahora dicen que, como el partido fue a las 7 de la mañana de Argentina, Diego Maradona siguió durmiendo. Arabia Saudita, dirigida por el francés Hervé Renard, sopapeó la trama con un par de goles en cinco minutos a Argentina. Conocimos la arenga en el entretiempo de Renard, mezcla de Schwarzenegger y galán maduro que había podido con Messi. Porque se había ido 1-0 arriba al descanso, panorama ideal. Argentina perdió su invicto récord de 36 partidos. “Pero pasará la fase de grupos y jugará la final del mundo”, nos avisó Renard.

Pasadas las horas del shock, muchos pensaron que si había que perder el invicto, mejor en el primer partido del grupo. Y otros recordaron que España había perdido en el debut en Sudáfrica 2010 y había salido campeón. Y que la propia Argentina había caído ante Camerún en Italia 90 y había llegado hasta la final. Había, en definitiva, que agarrarse de algo a la altura de la expectativa que había generado la selección. Messi puso las palabras justas: volver a la base y tranquilidad, no los vamos a dejar tirados.

Hasta el gol de Messi, a los 19 minutos del segundo tiempo, ese tiro a la ratonera del arquero de México, la tensión fue total. El entretiempo, en Qatar y en Argentina, deparó charlas de pesadumbre, porque la posibilidad de que sucediera lo que nunca, era concreta: Argentina eliminada después de dos partidos en un Mundial. Pero cayó el gol de Messi, maná del cielo. Y Pablo Aimar al borde del colapso en el banco, mientras Scaloni le preguntaba a quién sacamos, a quién ponemos. El capítulo México fue también el de la aparición de los propios personajes secundarios, los entrañables: Enzo Fernández y su golazo con rosca, sacado de una baldosa del baby fútbol. Las energías cambiaron, pero todavía rondaban los fantasmas. No fue hasta Polonia, en el cierre del grupo C, que la selección se reencontró con su juego, y eso que el arquero polaco le había atajado un penal a Messi con el partido en cero. Pero Argentina ya era otra, su cara lucía otro color, sus goleadores fueron otros: Alexis Mac Allister, que se había metido en el equipo con México, y Julián Álvarez, que debutaba de titular en un partido mundialista. Y Argentina clasificó primera, y en los octavos de final no le tocaba ni Francia ni Dinamarca, ni el último campeón ni al que casi todos daban como revelación.

En los papeles, Australia era un rival ideal. Pero la alerta árabe ya había marcado a los jugadores, al cuerpo técnico, a los hinchas. Entonces, mejor, aplicar la lógica de Mostaza Merlo: “Paso a paso”. Como ante México, el que rompió una tenencia de pelota que amenazaba volverse en contra como un boomerang, fue Messi. Gol entre la maraña de piernas, a colocar. Y Argentina metida, tanto que Rodrigo De Paul presionó al arquero australiano, que se equivocó y pagó: Julián -y ya no hace falta agregar el apellido- volvió a tocarla a la red. Argentina, a veces, juega con filigranas del tango. Pero otras también es un tango. Primero había sabido sufrir, como dicta el axioma tanguero, con Arabia y México, y después había vuelto a amar su fútbol con Polonia para no partir de Qatar. Australia descontó. Una carambola, un rebote en Enzo Fernández, se le había colado al Dibu Martínez. Lisandro Martínez tuvo una salvada heroica. Y a 30 segundos de pasar a los cuartos de final, un centro hacia Garang Kuol, delantero, 18 años, una promesa del fútbol, comprado ya por el Newcastle. Se paralizaron los corazones. Fue la iluminación del psicoanalizado Dibu Martínez, su atajada.

Los octavos entre Argentina y Países Bajos quedarán en la historia no de Qatar 2022, sino de los Mundiales. Si Messi metió un pase-gol en el que se puede sintetizar la filosofía del fútbol argentino, su cultura de potrero, Países Bajos, a través de un gigante de 1,97 m llamado Wout Weghorst, respondió en el minuto final con un gol producto de una jugada preparada en el laboratorio del malvado entrenador Louis van Gaal, a quien el propio Messi, en el festejo de su gol, de penal, le había hecho el Topo Gigio riquelmeano. Había sido, de algún modo, un emparejamiento mágico. Pero inmerecido para Países Bajos, aunque, sabemos, el fútbol no es afecto a los merecimientos. En el tiempo suplementario, Argentina, como durante los primeros 80 minutos, volvió a dominar, pero la pelota no entró ni siquiera en el trallazo final de Enzo Fernández, que pegó en la base del palo. Lo que el Dibu Martínez había anunciado en el final ante Australia, lo consumó en la tanda de penales con Países Bajos: estar hecho a la medida del arco argentino. Atajó dos penales, los primeros dos, y Lautaro Martínez definió la clasificación a la semifinal en el quinto y último. Ah, y luego el andápayábobo de Messi al gigante Weghorst.

La semifinal ante Croacia, el subcampeón en Rusia 2018, fue acaso el partido más light de la Argentina en el Mundial. Una imagen: Luka Modrić, el capitán croata, salió a los 80 minutos, el 3-0 en el marcador. No sólo la selección se fue al entretiempo 2-0 (gol de penal de Messi, su quinto en total en el Mundial, igual que Mbappé, y la cabalgada de Julián), sino que, antes de la salida de Modrić, Messi dibujó una jugada de todos los tiempos contra la línea y contra un defensor enmascarado de 20 años. No es una mala metáfora del guión: Joško Gvardiol conoció el 2×4 de Messi antes del pase-gol a Julián.

Acá debería comenzar el capítulo siete, o el match 64, como nombra la FIFA al último partido de la Copa del Mundo. “Toda narrativa, todo cuento o novela, se cuenta porque hay un punto sin retorno -suele explicar el escritor y guionista Pablo Ramos-. Si no se hubiera llegado a ese punto sin retorno nadie se hubiera sentado a escribir. Cuando se habla de conflicto, ¿de qué se habla? De eso, del punto sin retorno”. La final de un Mundial -la final del mundo, como la llaman muchos en la Argentina, por ese rasgo apocalíptico, sin mañana- es el máximo punto de no retorno del fútbol. Pero la épica ya fue escrita.

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