Un grupo de jóvenes futbolistas salidos en su mayoría de la banlieue, el extrarradio de las grandes ciudades francesas, los suburbios, avanza hacia lo que no pudo Napoleón, la conquista de Rusia. Cuando inició su invasión en 1812, Napoleón atacó por Moscú. Creía que de ese modo haría capitular a San Petersburgo, que entonces era la capital rusa, pero el zar Alejandro I no le dio el gusto, los rusos se refugiaron cada vez más adentro. Napoleón, que se jactaba de conocer todos los detalles del clima ruso, sucumbió ante el frío del otoño. La selección de Francia, la de los hijos de los inmigrantes, acaso una consecuencia indirecta de las políticas coloniales, asaltó San Petersburgo ganándole a Bélgica, la tierra que también hundió a Napoleón, el Waterloo. Los chicos franceses corrieron a los belgas a orillas del río Neva. Ahora van al ataque de Moscú, la final. Es verano en Rusia. Una lección para Napoleón.
Estuvo tan a gusto Francia, tan cómodo, que una imagen icónica de la primera de las semifinales de Mundial 2018, del partido que le ganó a Bélgica con un cabezazo de Samuel Umtiti, es un malabar de Kyliam Mbappé, una pisada con la derecha y un tacó que dejó a Olivier Giroud frente a Thibaut Courtois. Francia ya ganaba uno a cero. Didier Deschamps, que cumple el destino del jugador que ha jugado una final de Copa del Mundo y vuelve a ella como entrenador, el cuarto después de Mario Zagallo con Brasil, y Franz Beckenbauer y Rudi Völler con Alemania. Su equipo es amébico, toma las formas de las circunstancias. Es el que comanda el ataque cuando necesita hacerlo, como ante Uruguay, o el que entrega la pelota para hacer uso de su velocidad, como hizo con Bélgica.
Y aún así Francia tuvo la mayor cantidad de intentos sobre el área rival. Bélgica intentó jugar, pero con imprecisiones, con Kevin De Bruyne en cortocircuito. Eden Hazard amagó con hacerse dueño del partido, con ser el hombre del Mundial. Es muy bueno. Tuvo sus arranques y apiladas, se asoció unas pocas veces con Romelu Lukaku usándolo como pivote. Pero también marginado por momentos, llevado a la Siberia del juego, un lugar en el que no molestaba a la defensa francesa. Bélgica dejó el Mundial con nobleza. Se quedó otra vez, como en 1986, en las semifinales, desarmada por el mediocampo francés, el que formaron Ngolo Kanté, Paul Pogba y Blaise Matuidi, un trío de desactivadores de bombas.
Francia tiene en ellos sus pulmones. Que además cuidan con rigor Raphael Varane y Umtiti, los centrales. A quienes a su vez cuida -cuidó- Hugo Lloris, arquero del Tottenham. A un equipo Premier League como Bélgica -salió a la cancha con diez jugadores de esa liga- se le impuso un arquero Premier League. Pero Francia, además, se deforma para desactivar al rival. Sus jugadores de ataque, como Giroud, se retrasan a posiciones defensivas. Su tempo, Antoine Grizmann, se coloca de lanzador. Y Mbappé, que nació en Bondy, la banlieue, inicia el desquicio. Tiene diecinueve años, es el jugador del futuro que actúa en el presente. Es cierto que nada de esto le brindó el gol, que llegó por un córner, pero no siempre un gol explica el partido. Francia, sus jugadores jóvenes, disponen de una sinfonía de recursos.
Mbappé, que es la figura del equipo, se somete al equipo. Los Mundiales, aún con sus excepciones, son campeonatos en los que manda el héroe colectivo. A Bélgica no podía alcanzarle con Hazard si el circuito de juego no funcionaba. Francia, ahora en su variante de contragolpe, tenía a Mbappé comprometido con la causa, cómodo en ese rol. Es su tiempo, el tiempo de Mbappé, no puede opacarlo ni siquiera el golpe que Cristiano Ronaldo dio con la Juventus. Y Rusia 2018 el Mundial gris de Lionel Messi.
Francia llega a su tercera final en veinte años, el tramo que ocupan seis Mundiales. Ganó el título en 1998, en su casa, también con la selección multicultural, la que comandó Zinedine Zidane, de origen argelino. Lo perdió en 2006, en Alemania. Sus hermanos menores van a ahora por la conquista en Rusia. León Tolstoi describió la épica rusa que resistió al imperialismo de Napoleón. Hay un personaje de Guerra y Paz, Mijaíl Kutúzov, un general que comanda batallas pero que de algún modo también se pretende un conciliador. Guerrea porque entiende que no le queda otra. Es una manera de amoldarse al mundo, como la Francia de Deschamps en ese teatro que es la cancha. A veces es guerra, a veces es paz. Así está en la final.