El árbitro policía, los Tupamaros y una noche de tarjetas rojas en La Boca

Por: Ariel Bargach

Alejandro Otero era un comisario uruguayo. Su tarea central fue combatir a la guerrilla. Hasta estuvo a cargo de la cárcel de Punta Carretas, de la que se escapó Mugica. Durante un partido entre Boca y Sporting Cristal por la Copa Libertadores, en la Bombonera, expulsó a 19 jugadores. Y el árbitro policía terminó preso.

Alejandro Otero era policía. Combatió a la guerrilla uruguaya desde la legalidad. Resistió el juego sucio que proponía la CIA y tuvo sus warholianos minutos de fama cuando, desde la jefatura de Inteligencia asestó duros golpes -así escribían los periodistas- a los tupamaros. Alejandro Otero era, además, un árbitro uruguayo por encima de la media. Cumplió en parte el camino del jugador frustrado: después de hacer inferiores en Rentistas, cuando tenía casi todo arreglado para jugar en Nacional, una rodilla quebrada le vetó la minigloria. Y entonces fue por vías paralelas. Primero, árbitro; después, entrenador. Tuvo su momento de puteadas unificadas en 1971, cuando expulsó a 19 jugadores en la porteñísima Bombonera.

Cuando Otero asumió que no podría ser estrella de fútbol ya había leído mucho a Víctor Hugo y a Fedor Dostoievski. Eso para alegrar a su madre. Para la sonrisa del padre tuvo la decisión de buscar una profesión, así que ingresó al Instituto Profesional de Policía. Hijo de un taxista gallego y de una docente, parte de su infancia la había pasado en Canelones. Su carrera en la institución es una aburrida sucesión de los pasos que deben darse. Otero los dio. Y entonces subió y subió. En junio de 1957, el ya oficial se casó. Después vendrían dos hijos que, entrado el 2018, no quieren hablar con periodistas. Y dos nietos.  

Otero fue elegido para viajar a Buenos Aires a formarse en la División de Información Política Argentina (DIPA). El curso incluía materias como inteligencia, contra-inteligencia, tintas invisibles, sabotajes, contra-sabotajes, seguimientos y fotografía. Otero buscó meter la nariz en la lucha de los policías contra las organizaciones armadas de la izquierda y la derecha. De vuelta en Montevideo, a fines de los ’50, recaló en la Dirección de Inteligencia, donde la infraestructura escaseaba. 

Otero había elegido una forma de interrogatorios que muchos pares cuestionaban. «Los interrogábamos sobre un mismo hecho en mil formas distintas y eso los hacía contradecirse y cambiar lo que habían dicho anteriormente reconociendo el delito», contó alguna vez. Raúl Sendic, luego líder tupamaro, fue de los primeros en soportar el método Otero. Muchos años después, Sendic recordaría en una entrevista a «un oficial de flequillo» con esa particularidad. 

Lo otro por lo que se recordaría a Otero ocurrió en una cancha de fútbol. El 17 de marzo de 1971, Boca recibió a Sporting Cristal de Perú en la Bombonera. Era el inicio de la rueda de revanchas. Los dos habían sido campeones en sus países, y la zona la completaban Rosario Central y Universitario de Deportes. El árbitro elegido fue Otero. Hubo 60 mil personas en la cancha. Un triunfo dejaba a Boca muy cerca del pase a la segunda ronda. Flotaba en el aire otro partido entre argentinos y peruanos: el de 1969, cuando la albirroja dejó afuera del Mundial 1970 al seleccionado nacional. Aunque esto era otra cosa.

A los 17 minutos, después de un inicio prometedor, el peruano Juan Orbegoso puso el 1-0. Boca dio vuelta el asunto en cinco minutos: primero Jorge Coch, a los 22, se hizo cargo de un rebote en el travesaño de un tiro de Norberto Madurga, y después Angel Rojas, el gran Rojitas, a los 25, puso su apellido en el último lugar de una interesante jugada colectiva. Con ese 2-1 se fueron al entretiempo. A la vuelta, Sporting salió a jugarse unos soles al empate. A los 24 se congelaron las tribunas bosteras: tiro de Alberto Gallardo, rebote en el arquero Rubén Sánchez, arremetida de Carlos González Pajuelo. Era 2-2. Hasta que llegó, siempre llega, el minuto 41. Dirigía, repasemos, el uruguayo Alejandro Otero.

Roberto Rogel cayó en el área buscando vender un penal que nadie compraría. Y apenas segundos después Rubén Suñé jugó al doctor y atendió a Quesada, el gesto justo para la gresca generalizada. Al amontonamiento todos contra todos le siguieron otras escenas: Suñé corrió a Alfredo Gallardo con el palo del banderín del corner, el peruano voló y su botín pegó en la cara del boquense, y el Chapa sangró. Eloy Campos cayó y ya en el piso recibió un patadón de Coch que lo dejó con el tabique roto y sin conocimiento. Fernando Mellán trató de defenderlo, pero Coch se las arregló también con él. Orlando de la Torre se acordó de su escuela primaria y se bancó a 2 o 3 boquenses juntos. Algo parecido hizo el arquero Sánchez, aunque parecía tener un especial gusto por González Pajuelo. Roberto Rogel y el técnico José María Silvero también jugaron al «veníveníapeleá». Los jueces de línea huyeron al vestuario. Otero, of course, decidió que Boca-Sporting no seguía. 

El partido se volvió record: 19 jugadores expulsados. Casi todos. Se salvaron los dos arqueros, Sánchez y Luis Rubiños, y el defensor Julio Meléndez, justamente un peruano. El capítulo siguiente fue en la Comisaría 24. Regía una disposición del general Mario Fonseca –ex jefe de la Policía del dictador Juan Carlos Onganía- que ordenaba la detención de jugadores por violencia en las canchas. Y en el país de Roberto Levingston (le quedaba poquito en la presidencia) se obedecía. La mayoría quedó libre al mediodía del 18. Cargaban con una pena de 30 días de arresto, pero las gestiones de la embajada peruana en Buenos Aires permitieron una medida excepcional: se conmutaba la condena y todos salieron.

El árbitro, mientras tanto, se cambiaba en el vestuario. Ya había puteado a sus colegas por la cobardía del escape, y estaba por rezarle a la Virgen que siempre llevaba encima cuando entró un oficial vestido de civil:

-¿Quién es el árbitro?

-Soy yo.

-Usted es el culpable. Si cobraba el penal se evitaba todo esto.

-Pero si el jugador se cayó solo.

-Está detenido e incomunicado.

-Yo soy policía.

-Usted será policía en Uruguay. Acá es uno más y está detenido.

-Al menos déjeme ducharme.

Después de la ducha, Otero terminó preso. 

En el centro exacto de esta historia, se cruzaron las dos profesiones de Otero. Agonizaban los ´60, cuando el entonces jefe de la Policía, Ventura Rodríguez, citó al comisario-árbitro para transmitirle la preocupación del gobierno por su exposición.

-A usted los tupamaros lo van a matar en cualquier cancha. Anda regalado, sin custodia, dentro de un campo, y le van a pegar un tiro en cualquier momento.

-Mire, jefe. Dentro de la cancha no tengo custodia, pero tampoco la tengo en mi vida diaria. Y le cuento que como policía gano $ 200 por mes, y haciendo de payaso en un estadio más de 300. Más lo que me pagan en dólares cuando dirijo en el exterior.  ¿Qué le parece que debo dejar?  

De la cuestión no se habló nunca más, pero algunos meses después Otero recibió, de un taxista, el dato de que sí buscaban matarlo. Al tachero lo habían secuestrado y lo tuvieron en la puerta de la casa del policía toda la madrugada, pero Otero nunca llegó porque estaba en un operativo. Al amanecer, los tupas se fueron.

El paso de Otero por Inteligencia acumuló choques con sus pares. Otero no sólo resistía la ayuda de la CIA y los métodos perversos, sino que, además, prefería a su propia gente en los operativos, constataba y hacía informes del estado de salud de los detenidos antes de entregarlos a otra fuerza y discrepaba a menudo con sus superiores. Su mudanza era cantada, y para cuando lo trasladaron a la Escuela Nacional de Policía en Uruguay ya actuaba, además del MLN-Tupamaros, la OPR 33. Fue en 1970 y, según el poli-árbitro, el 100% de los guerrilleros estaba ya identificado. 

Además, un informe del Departamento de Estado de EE UU señalaba que Otero «trataba en forma humanitaria» a los tupamaros, una conducta casi mal vista entre pares en la época.

En 1971, los colorados ganaron unas cuestionadas elecciones y José María Bordaberry llegó al gobierno, ante las quejas del Partido Nacional. Los tupamaros subieron la apuesta. Actuaba también, además de la OPR 33, FARO, otra flamante organización. En septiembre hubo una fuga masiva de presos del penal de Punta Carretas. Y otra vez llamaron a Otero, esta vez para nombrarlo director de Instituciones Penitenciarias. En abril de 1972 le tocó a Otero ser el burlado. Doce guerrilleros y diez presos comunes salieron de Punta Carretas. Uno de los fugados era José Mujica.

Un año después, el entonces ministro del Interior, coronel Daniel Bolentini, apareció sin aviso por la cárcel. En la entrada preguntó por el inspector Otero y nadie se atrevió a una respuesta. Cuando el silencio se hizo absurdo, un guardia fue machito: 

-Está jugando al fútbol.

-¿Jugando al fútbol? ¿Dónde? ¿Con quiénes?

-Acá en el patio. Con los presos.

-¿Con los presos comunes o con los tupas?    

-Con los presos comunes, señor. Con los tupas juega al vóley.

En adelante se lo prohibieron, obvio. 

Julio María Sanguinetti fue la salida uruguaya de la dictadura. Y Otero llegó a inspector general, el grado máximo del escalafón policial. El primer problema lo tuvo por su defensa del Penal de Punta Carretas, en cuyo predio podía concentrarse, pensaba, el policlínico, los institutos de formación, la guardería, los servicios sociales. El plan (triunfante, al cabo) era hacerlo centro comercial.

Pasaron muchos años hasta que la revista Mate Amargo, de innegables simpatías tupas, lo convocó para una entrevista. Era julio de 1998, y policía y ex guerrilleros se miraban con ese curioso respeto que se le tiene al ex enemigo leal. Eleuterio Fernández Huidobro, ex jefe del MLN, luego senador, luego ministro, contó entonces que tras la toma de la ciudad de Pando, en 1969, los detenidos fueron muy golpeados por la Policía e iban camino a ser ejecutados, hasta que cayeron en manos de Otero, que no sólo los hizo desatar y les dio un trato humano, sino que hasta elogió la calidad de la falsificación de las cédulas de identidad que llevaban. Era el poli bueno.

-Lo tuvimos en la mira para matarlo, pero había mucha gente y usted estaba con tu familia. No correspondía-, le dijo Otero.

-Nosotros también tuvimos chance de matarlo -le contestó Huidobro Fernández Huidobro-. Estaba solo, en una heladería, y nosotros éramos varios armados hasta los dientes. Pero si lo matábamos a usted podía venir uno peor, que nos torturara.

El escritor Mauricio Rosencof admitió que Otero los combatió «de un modo muy limpio». Raúl Sendic pedía cuidado a sus compañeros, porque «hay un oficial flaquito, de flequillo, que no grita ni se altera, pero sabe preguntar». El tipo al que le gustaba hacerse odiar, el que eligió dos profesiones para el insulto, intentó en el 2009 llegar a la Cámara de Diputados en una lista del Partido Nacional. No pudo. Y vio cómo muchos de aquellos guerrilleros, ahora canosos, llegaron al gobierno por medio de los votos.

Otero murió en agosto del 2013. Las notas en el paisito hablaron entonces de «el hombre que venció a los tupamaros». Y del tipo que echó a 19 jugadores en la Bombonera. 

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