Tal era su hipótesis sobre el cascoteo al ómnibus de Boca por parte de selectos integrantes de la parcialidad rival. Era la tarde del 26 de noviembre y –a 48 horas del asunto– la malograda final de la Copa Libertadores ya tenía un expulsado: el ministro porteño de Seguridad, Martín Ocampo.
Este observó de soslayo al alcalde en la pantalla justo cuando embalaba efectos personales en su (hasta aquel día) despacho oficial. Tal vez entonces haya cavilado sobre dicha interpretación de lo ocurrido.
¿Acaso el líder de la hinchada millonaria, Héctor Godoy (a quien por su sofisticación todos llaman «El Caverna»), pudo articular semejante atentado en sólo horas y con la complicidad de dos fuerzas de seguridad (la Prefectura y la Policía de la Ciudad) únicamente por habérsele decomisado dinero y entradas de reventa? Es posible que Ocampo se hiciera tal pregunta. Porque la zona del ataque estaba liberada. ¿La «maniobra» entonces no habría sido fruto de una interna policial? Quizás esa sospecha lo haya hecho retroceder en el tiempo; exactamente, al otoño de 2017.
Por esa época el doctor Ocampo (fiscal general de la Ciudad en licencia y alfil de su compadre, el influyente Daniel Angelici), timoneaba el más osado experimento policíaco del macrismo: la fusión entre la Policía Metropolitana y el vasto sector de la Federal absorbido por el gobierno porteño.
Pero el 25 de abril esa epopeya tropezó con un problemita: el arresto del superintendente de la nueva mazorca, José Potocar, por ser el presunto jefe de una asociación ilícita abocada a cobrar coimas a comerciantes y trapitos en la jurisdicción de la Comisaría 35ª. Otros oficiales también fueron a parar tras las rejas. No así el titular de aquella seccional, Norberto Villarreal, quien había puesto los pies en polvorosa. Capturar al prófugo se había convertido en una obsesión para el ministro. Villarreal recién se entregó 12 meses después.
Dicho sea de paso, la Comisaría 35ª tenía jurisdicción sobre los barrios de Saavedra y Núñez, lo que incluye al estadio de River. Y, por cierto, no está de más destacar la excelente relación que en esos días había entre el personal policial y la hinchada del club.
Un detalle no menor para Ocampo fue que aquella pesquisa, a cargo del fiscal José María Campagnoli, se originó en una denuncia anónima llegada al despacho de su colega a nivel nacional, Patricia Bullrich, la misma que ahora se lo ha sacado a él definitivamente de encima tras numerosas desavenencias.
¿Hay alguna razón para suponer que aquella ya añeja trama haya hecho metástasis en la catástrofe de Superclásico?
Siempre desde la mira de Ocampo, conviene ahora poner el foco en el fiscal Norberto Brotto. Desde abril lo tenía a Godoy en la mira, con sus líneas telefónicas intervenidas y vigilado a sol y sombra. Lo que no le cierra al ex ministro es que Brotto le haya «reventado» la casa de Villa Devoto a 24 horas del partido. En realidad, el titular de la Fiscalía Penal, Contravencional y de Faltas Nº 2 es un viejo adversario suyo. Primogénito del comisario homónimo que secundó a Miguel Ángel Pirker durante su gestión en la Federal hasta su muerte, a comienzos de 1989, el doctor Brotto está alineado con el ministro de Justicia de la Nación, Germán Garavano, muy distanciado de Angelici.
A la vez resulta plausible que Ocampo haya advertido una coincidencia entre esta causa y la de las coimas en la Comisaría 35ª, ya que El Caverna y el comisario Villarreal cuentan con el mismo defensor, nada menos que el doctor Diego Pablo Valente, muy reputado entre policías y barrabravas millonarios.
Desde una perspectiva más general, hay que reconocer que entre fines del siglo XIX y casi la primera mitad del siguiente, la élite política conducía el país desde los sillones del Club Progreso; ahora lo hace desde las plateas de los clubes futboleros. En tal contexto, la violencia en los estadios vendría a ser la continuación de la política por otros medios. Como contrapartida, nadie ha dañado tanto la imagen internacional del macrismo como «esos inadaptados de siempre» –tal como suele llamarlos la prensa deportiva–, ya que el impacto de sus piedrazos se sintió en el mundo entero con una elevada marca en la escala de Richter. Por eso la pintoresca suspensión de este partido fue más discutida por el espíritu público que la caída del salario, la desocupación, la corrida del dólar, la reforma previsional y el presupuesto diseñado por el FMI.
Pero si bien es absolutamente imposible identificar la «mano negra» que urdió tal complot sin caer en especulaciones abyectas, resulta claro que se está ante un verdadero semillero de conflictos no previstos. Internas posteriores al hecho en sí. Valga al respecto un solo ejemplo: el súbito cisma entre Mauricio Macri y su querido Angelici.
Al deseo frustrado del presidente de la Nación por dos encuentros entre los equipos más populares de Argentina con público visitante, se sumó –desde el sábado 24– la directiva al presidente de Boca para que la final sea disputada en el Monumental. Angelici obedeció. Pero el plantel se le puso en contra, al igual que un sector mayoritario de socios. Entonces el «Tano» fue consciente de que satisfacer el anhelo de Macri hubiera significado la tumba de su carrera política y deportiva. Y fue así como desairó a su mentor.
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