“Yo tengo un nuevo lema –le dice Mirtha Legrand–: vivir y dejar vivir”. Sandro se acerca el cigarrillo a los labios y la mira de costado. Abre los ojos profundos y gitanos. “¿A veces sabés qué es más importante? –inquiere en la mesa– Vivir y dejar morir”. Es agosto de 1976. Sandro, en estado de gracia, sigue: “De repente, ¿quién es capaz de morir a tiempo? ¿Quién es capaz de saber que se le murieron cosas adentro y quién es capaz de arrastrar muertos?”. Diego Maradona debutaría el 20 de octubre de 1976 en Argentinos Juniors. El nacimiento de la estrella. En el último tiempo, a Diego se le murieron cosas adentro, no solo Chitoro y Doña Tota, sus padres. Y en cualquier parte del mundo siempre le fue complicado “arrastrar” ser Maradona. El amor, que esquiva ser discutido, también es “dejar morir”, como dice Sandro. A Maradona, sabemos, le hicimos la vida imposible, no le permitimos “dejar vivir”.
Miércoles 25 de noviembre de 2020. Un mensaje de WhatsApp, 13:09: “Murió”. Otro, 13:13: “Murió”. Es el día que nadie creía posible. Pero que imaginábamos. Los maradoneanos sentimos que se nos murió un padre, un hermano, un hijo. Recibimos una parva de mensajes: “¿Estás bien?”. Por Diego, lloré con mi viejo cuando me llevó de chico por primera vez a La Bombonera y él, Maradona, asomó la cabeza de león por el palco. Por Diego, nos peleamos: una profesora (anti)democrática de Derecho y Ciudadanía (¿no es que sólo Maradona tiene contradicciones?) me sacó del aula en tercer año de la secundaria. Por Diego, hicimos, pocas veces, silencio, acaso cuando divisamos que dentro del sachet había una persona. “Diego sabía, en vida, que viviría después de la muerte y eso es demente y es inimaginable e incompatible con lo que entendemos como cotidiano”, apuntó en estos días la escritora Mariana Enriquez. “El hombre fue una víctima –agregó Jorge Valdano–. ¿De quién? De mí o de usted, por ejemplo, que seguramente en algún momento lo elogiamos sin piedad”. Somos lo que hicimos con Diego Maradona.
Jueves 26 de noviembre de 2020, 18:24: su cuerpo pasa por la Autopista del Oeste, a la altura de Castelar. Lo siento cerca desde mi casa. Caen unas lágrimas. Un amigo, al mediodía, le tiró un beso por mí. Llorar. En China iluminan la torre de Tianjin con figuras de Maradona. En Siria, un artista pinta una estampa de Diego en lo que supo ser una casa antes de las bombas de la guerra. En Calcuta, hindúes le rezan a una estatua dorada del mito Maradona. En Villa Fiorito, el origen. En Napoli recuerdan una historia de 2019: dos pibes juegan a la pelota en una canchita improvisada en el patio de un centro social que había sido una cárcel, con un mural de Diego y el Che Guevara de fondo.
–¿Quién es ese? –le pregunta uno al otro.
–¡Es Diego!
–¡Ya sé! El otro.
–Ah, el tatuaje de Diego.
“Si perdés la sorpresa, perdés todo, loco”, nos tiraría Maradona, dándonos una palmada. A Diego no lo dejamos vivir. Tampoco, morir. Pero se murió. Nunca, sin embargo, morirá en el recuerdo. Como decía en el pecho una remera maradoneana de mi adolescencia: “Algún día, tus hijos, y los hijos de tus hijos, preguntarán por él”.