Rusia 2018, el Mundial que festejó Francia, pudo tener varias etiquetas. El Mundial del VAR, el Mundial de la pelota parada, el Mundial de los equipos, el Mundial del Fan ID, el Mundial de los europeos, el Mundial de los hinchas sudamericanos. Pero Rusia fue el Mundial de los rusos. El diario Izvestia contó en estos días que la copa mejoró el ánimo de los rusos. Según una encuesta, antes del Mundial sólo el 43% de los rusos estaba interesado en mirar los partidos, pero ya en la segunda fase, el 66% de la gente estaba atenta a lo que sucedía en los estadios. Hay tres cosas que sacan el orgullo de Rusia, dice el artículo: la gran literatura, el poderío militar y los éxitos deportivos.
«Fue un triunfo», me escribe el historiador ruso Alexander Dementiev. Unos meses antes del Mundial, Alexander me había dicho que si para algo podía servir el Mundial era para romper con los estereotipos construidos sobre Rusia, los prejuicios que alimentó la industria cinematográfica. Además, explicaba que el idioma no sería una barrera. «Lo que importa –dijo esa vez– es el idioma visual, emocional, gestual». Fue cierto, pero debimos poner en el presupuesto al traductor de Google.
Rusia organizó un Mundial con estadios zaristas, una monumentalidad a la altura de su arquitectura histórica; enlazó las once sedes con los trenes y movilizó a los hinchas por esa ciudad subterránea, el Metro de Moscú, gratuito los días de partido. Era muy común estar parado frente a los carteles, buscando una estación, chequeando la aplicación del Metro para smartphones, y que un ruso o una rusa se acercara para ofrecer ayuda.
Sasha, 32 años, se acercó un domingo por la noche en el andén de Tverskaya. Yo miraba de qué lado pasaba el tren hacia Teatralnaya. Sasha apenas hablaba inglés pero se hizo entender como para preguntarme si necesitaba algo. Le dije que iba hacia la Plaza Roja. Como ella iba hacia ahí junto a una amiga, ofreció que me sumara a ellas. Su amiga nunca habló. Fuimos al kilómetro cero, hizo que tirara una moneda, entramos a la Plaza Roja, me señaló el mausoleo de Lenin y nos hicimos una selfie con la catedral de San Basilio de fondo.
¿Y si el Mundial es una fachada?, le pregunté a Glasha una tarde en un café de Arbat, una de las calles más antiguas de Moscú. «¿Fachada? No, Rusia es esto que ves», me respondió mientras señalaba a la gente que caminaba sobre la peatonal en la que vivió Aleksandr Pushkin. No se trató sólo de lo que los extranjeros tenían para ver de Rusia, sino también de lo que los rusos tenían para ver de los extranjeros. «Fue un gran intercambio –me dijo Glasha, que nació en Moscú, estudia en San Petersburgo pero vivió en Buenos Aires–. Para muchos rusos no sólo fue romper prejuicios, fue entender qué diferencia había entre un mexicano y un argentino. El Mundial impactó más de lo que se esperaba. Ahora nadie puede creer que se haya ido toda esa gente con el Fan ID».
A Rusia se le vio todo mientras se jugaba al fútbol. Una marcha contra el aumento de la edad jubilatoria; la detención –y liberación– del opositor Alexéi Navalni; los hinchas que caminaron por Moscú con las camisetas de España, Holanda, Brasil, México, Argentina y Colombia recreando la bandera del orgullo gay, una forma de protesta por la persecución legalizada contra la comunidad LGTB, y el cierre de Pussy Riot invadiendo el campo durante la final, con Putin en el estadio. El Mundial fue eso también, una disputa del sentido. También estaban sus artistas callejeros, en San Petersburgo o en Moscú, en el Metro, en las esquinas, haciendo bailar a la gente, con violines, con trombones, pequeñas orquestas, honor al país de la música.
En Operación Red Sparrow, una película que se estrenó este año, una bailarina del Bolshoi, el mítico teatro de Moscú, tiene que abandonar su carrera por un accidente. Para sostener su departamento, la cobertura médica de su madre, acepta ser parte del servicio secreto ruso, trabajar para el gobierno, detectar cuál es el topo que colabora con la CIA. No importa lo que pasa después, lo que pasa al final, pero en la película los rusos son malos, torturan, violan, enseñan a matar, a no tener asco, a soportar el martirio. Los agentes estadounidenses –la película es una producción de Estados Unidos– son la civilización, los que salvarán a la chica de esas bestias. Contra eso jugó Rusia su Mundial. Contra lo que se advertía, la supuesta frialdad de los rusos, las viejas caricaturizaciones, los rusos comiéndose a los chicos crudos y Putin mostrándose como rey en las canchas. El canciller británico Boris Johnson llegó a decir que Rusia 2018 sería como Berlín 1936, los Juegos Olímpicos del nazismo. Putin sólo fue a dos partidos, el primero y el último. Ni siquiera siguió a la selección. Apenas terminó el Mundial, se reunió con Donald Trump.
La noche en que me acompañó a la Plaza Roja, Sasha me mostró un lugar donde también había que tirar una moneda y pedir un deseo. Se lo conoce como el patíbulo y es una plataforma circular, con unos 13 metros de longitud, que mandó a construir Iván el Terrible. Sasha me explicó que ahí se anunciaban medidas de gobierno, que ahí no se fusilaba pero que se le dice patíbulo por el mito. Me lo contó todo a través de la aplicación del teléfono. Al despedirse, mientras caminábamos por Nikolskaya, bajo sus luces de la peatonal, Sasha abrió otra vez el traductor del celular y dijo otra frase que sólo entendí cuando la leí en la pantalla: «Alejandro, quería que supieras que estoy muy orgullosa de Rusia y de ser rusa. Hasta pronto». Hasta pronto, Rusia.«
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