Desde mi asiento no podía dejar de mirar un grupo compacto que grita algo que podría escucharse como "dale, dale Boo". Eran los hinchas japoneses, los más organizados. Cantan "oh, vamos (el) Nippon, (el) Nippon, (el) Nippón, vamos (el) Nippón".
De los partidos que tenía para elegir ayer me quedé con Alemania-Japón. Una vez que lo seleccionabas, el sistema ya no te permitía la opción de Marruecos-Croacia y España-Costa Rica por estar pegados, uno antes, el otro después. Aunque pude haber ido a Bélgica-Canadá, al final decidí bajarme (con dolor) de esa excursión al estadio Ahmed bin Ali. La experiencia indica que más de un partido por día con transporte público o con el que te ofrece la FIFA no sólo te impide trabajar con comodidad sino que tampoco se disfruta. Quizá en otra jornada hagamos la excepción.
Cuando llegué al Khalifa la pregunta era dónde estaban los alemanes. Porque cuando juega Alemania todo es ruido, todo es sonido gutural, Deutschland, Deutschland, y mucho músculo pero también color, bandera, buenas camisetas. Los alemanes estaban pero debe haber algo de la falta de alcohol en las canchas que baja el sonido de la tribuna. Pasó lo mismo con los ingleses, que contra Irán llegaron sin cervezas encima y entonces fue como si entraran al teatro, ordenados, algún grito en un momento. Nada de excesos.
Los alemanes siempre son candidatos, ya lo sabemos, y debutaban con Japón. No era un partido sencillo, pero nadie dudaba de quién llevaría la responsabilidad, cuál era el más poderoso en esta disputa. Hace muchos años que Japón desarrolla su fútbol. En Rusia 2018, le ganó a Colombia y Polonia en el grupo y empató con Senegal. Se clasificó en el segundo lugar a octavos, donde perdió con Bélgica. Fue una actuación trascendental. Los octavos de final, por ahora, son el límite que ha tocado, igual que en 2002 como local o en Sudáfrica 2010. Pero Japón insiste. Apostó a desarrollar la J1 League, su liga profesional, donde hay límites para extranjeros y así priorizar a los jugadores nacionales. Desde su creación en 1993, Japón nunca faltó a un Mundial. También desarrolla el fútbol formativo. Lo que busca es crecer.
Apenas sale a la cancha, Alemania ya entrega una de las imágenes del día antes de empezar el partido. Manuel Neuer, que suele utilizar una cinta de capitán con los colores del arcoiris, había dicho que la usaría ahora en Qatar. Se enfrentaba a una sanción que podía ser económica pero también una tarjeta amarilla. No hubo cinta, pero hubo gesto. Los jugadores formaron para la foto oficial tapándose la boca, un mensaje a la política prohibicinista de FIFA. En el palco, sentada junto a Gianni Infantino, la ministra del Interior alemana, Nancy Faeser, sacó su brazalete “One love” y lo colocó en su brazo izquierdo. Infantino no tuvo problemas, se rió, lo señaló para la foto. El partido empezó. Qatar ya le había respondido a Alemania que más allá de las críticas a la organización del Mundial continuarían con los negocios petroleros y el acuerdo energético que cerraron en marzo de este. Como se preguntó el domingo Andrés Burgo en Tiempo: ¿con qué Qatar es el enojo?
El partido empezó como eso que se repite tan seguido, tan gastado, adjudicado a Gay Lineker aunque quedó bien determinado quién fue el autor. “El fútbol es un juego de once contra once donde siempre gana Alemania”. En Rusia 2018 no pasó y se fue en primera ronda. Ahora ya no está más Joachim Löw, el campeón en Brasil 2014, y el técnico es Hansi Flick. Gol de İlkay Gundogan de penal, un segundo gol que luego la revisión da marcha atrás, pero todo indicaba que esta historia era de Alemania.
Desde mi asiento lo que no podía dejar de hacer era mirar hacia mi izquierda, en una de las tribunas que están detrás del arco, un grupo compacto, con bombos, que mueve los brazos agitando como en cualquier tribuna argentina, y que canta algo que podría escucharse como “dale dale Boo”. Eran los hinchas japoneses, los más organizados. Lo que dicen, me explica un hincha japonés, es “oh, vamos (el) Nippon, (el) Nippon, (el) Nippón, vamos (el) Nippón”. Una bandera azul con letras amarillas y blancas decía “Daniel”. Estructura de barra argentina. Aprendida en la Argentina, incluso con visitas a algunas barras, como hicieron los del Tokio F.C. con la hinchada de San Lorenzo. Hay una versión de cantito japonés de Pasos al Costado, de Turf, y también de la marcha peronista que hicieron los del Osaka hace algunos años, aunque algunos medios hayan levantado todo esto como si fuera de estos días.
Los hinchas agitaban, los jugadores se agrandaban. Empata con Ritsu Dōan, que juega en el Friburgo de la Bundesliga alemana. Es delirio japonés, que es un delirio medido, bien ordenado. Después llega el golazo de Takuma Asano, que juega en el Bochum, y que la baja desde el cielo, encara y saca el látigo con la derecha sin tener espacio para el recorrido de la pierna. Dos goles de la Bundesliga (trece de los jugadores japoneses juegan ahí) contra Alemania. Cuando sobre el final hubo un córner y Neuer corrió a cabecer, los japoneses abuchearon. Neuer casi la conecta. Hubo otro córner y el partido se terminó. Fue la primera vez que Japón le ganó a Alemania, pero además fue la victoria japonesa más impactante en un Mundial. El técnico, Hajime Moriyasu, sólo recibe pedidos de disculpas por estas horas.
Los japoneses de la barra se quedaron limpiando el estadio. Ya lo habían hecho en el partido inaugural. Por el metro, donde se desagota el estadio, otro grupo camina entre los alemanes con una alegría infantil. Los alemanes son grandotes, les gritan, le pasan por la cara las bandera. Todo parece un llamado a la guerra, a que va a haber problemas, pero algo los hace reír y todo vuelve a empezar. Un japonés grita “¡Japán!” y un grupito de alemanes lo imita. Me perdí los siete goles de España a Costa Rica y llegué justo un rato antes para ver Bélgica-Canadá por televisión. Ya estaba enamorado de la adorable hinchada japonesa.
Hasta la próxima carta
AW
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