En 1930, antes de definir el primer Mundial, el clásico rioplatense ya se había jugado 103 veces. Homenaje a un duelo que, un siglo después, tendrá recompensa con dos subsedes.
Argentina se perfilaba como país: entre el censo anterior y el posterior, uno en 1895 y el otro en 1914, la población crecería un 95 %, de 4.044.911 habitantes a 7.903.662. A la espera de que las muchedumbres se agolparan cada domingo para seguir a sus clubes, la selección empezó a jugar, en especial contra los uruguayos: entre el 1902 y el Mundial inaugural, el de 1930, el clásico sumó 103 ediciones, ya desde 1908 con Argentina vestida de celeste y blanca a rayas verticales.
El público ya desbordaba estadios, como para la final de la primera Copa América, en 1916 en Buenos Aires, cuando invadió el campo de juego de GEBA. El partido decisivo ante Uruguay —el gran rival de una época en la que Brasil no incluía a sus afrodescendientes— fue postergado y los hinchas incendiaron las tribunas de madera.
Más de cien años después, pareciera que en cada partido se jugaba la patria, en especial si eran ante Uruguay. El amistoso del 2 de octubre de 1924 dejó huellas que continúan vivas: se utilizó por primera vez un alambrado para separar a las tribunas del campo, que sería denominado “alambrado olímpico”. En verdad, como Uruguay había ganado los Juegos Olímpicos de París tres meses atrás, casi todo lo que ocurrió en ese partido por primera vez fue bautizado con ese adjetivo, como el gol desde el córner directo de Cesáreo Onzari y la vuelta alrededor del campo que los campeones hicieron para saludar al público, que pasaron a denominarse gol olímpico y vuelta olímpica.
Al mes siguiente, en noviembre de 1924, un clásico jugado en Montevideo se convirtió en otro hito, aunque en este caso trágico: asesinar por fútbol. Los argentinos comenzaron a cantar: “¿Dónde está el team olímpico?”. Uruguayos reaccionaron con gritos de la época (“Vayan a tomar agua salada a Buenos Aires”), y lo que parece un juego terminó en una pelea en la que un argentino desenfundó un arma y de un tiro mató a un uruguayo.
A la final de los Juegos Olímpicos Ámsterdam 1928, que Uruguay ganó 2-1, le siguió la final del primer Mundial, el 30 de julio de 1930 en el cemento todavía fresco del estadio Centenario –nombre en homenaje a los 100 años de la constitución uruguaya, de 1830-. La tensión era tan grande que el árbitro belga John Langenus pidió un seguro de vida a cambio de dirigir. Antes de la final hubo dos sorteos: uno para elegir el lado del campo de juego y el otro para elegir con qué pelota se jugaría: cada selección quería utilizar una distinta.
Casi 30 mil argentinos quisieron ir a Montevideo. Las empresas navieras fletaron diez servicios desde Buenos Aires, dos desde Rosario y uno desde La Plata, pero eran insuficientes: la noche previa aparecieron carteles que decían: “Queremos más barcos”. Encima fue una madrugada con niebla y muchas embarcaciones no atravesaron el río. Si policías de los dos países inspeccionaron la presencia de armas durante el viaje, los argentinos volvieron a ser palpados en la aduana uruguaya, atenta al asesinato seis años atrás. De los que llegaron, la mitad se quedó afuera del Centenario: no tenían entradas. “En las puertas del estadio fueron requisados una buena cantidad de revólveres, cachiporras y más armas”, dijo El Gráfico.
Sin relato por radio en directo desde Uruguay, los hinchas que permanecieron en Buenos Aires se agolparon en las puertas de los diarios, que disponían del sistema de actualización más avanzado para la época: hacían sonar una sirena en caso de un gol. Para la selección, ese partido fue una pesadilla, incluso a pesar de haber ganado 2-1 la primera parte: en el entretiempo, una de sus figuras, Luis Monti –de San Lorenzo-, no quería volver a la cancha porque lo habían amenazado en la semana. Al final salió a jugar, pero fue un holograma y Uruguay ganó 4 a 2. «Nos ganaron por ser más guapos y más vivos”, diría Francisco Varallo, el último jugador en morir de aquella final.
En la avenida más céntrica de Montevideo, 18 de Julio, uruguayos portaron un ataúd con la bandera del perdedor. También en la Avenida de Mayo de Buenos Aires, argentinos apedrearon a unas señoras que mostraban la bandera del flamante campeón. Hubo movilizaciones a la embajada uruguaya y la policía disparó al aire para dispersar. Los diarios argentinos reaccionaron sin grandeza: “No hay que jugar más contra los uruguayos”, pidieron. Hasta que tres meses después, en septiembre, Argentina fue sacudida por el primer golpe de Estado, un derrocamiento que tres años más tarde se repetiría en Uruguay. La final del primer Mundial, en cierto sentido, fue también un adiós a la inocencia.
Mientras el fútbol argentino se profesionalizaría en 1931, los vínculos quedaron tan maltrechos que el clásico rioplatense no se volvió a jugar por dos años y medio. Las susceptibilidades estaban tan vivas que en la Copa América Perú 1935, cuando uruguayos y argentinos volvieron a la final, los organizadores prohibieron sus colores habituales: Uruguay, que usó camiseta roja, venció 3-2 a los argentinos, vestidos de blanco.
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