Acá está Magreb

Por: Alejandro Wall

La que domina es España, la vida misma, pero Marruecos no se rebaja a ser el cuadro menor, también la vida misma. Sabemos lo que está ahí en la cancha, lo que se juega, hay una historia de colonización, los 14 kilómetros del Estrecho de Gibraltar. El triunfo marroquí es el triunfo de la África árabe.

Hola, ¿cómo están?

Salí temprano para Education City, en la periferia de Doha, donde además de las universidades estadounidenses y británicas está el estadio en el que Marruecos vivió una fiesta. Tomé un ómnibus hasta la estación Leigtaifiya, la Red Line, y de ahí fui hasta Al Bidda, el punto para combinar con la Green Line. “Metro, this way”, se escucha de los voluntarios. Pero apenas se abren las puertas del tren entramos a un canto marroquí. Los hinchas abren una bandera palestina en el tren. “El corazón está triste por vos -cantan-, desde hace años los ojos han estado llorando, mi amada Palestina”. Son siete estaciones, la música no para. Faltan poco más de dos horas para el partido con España. 

La caminata desde la salida del metro hacia el estadio dice algo que quizá ya sabíamos, que habrá pocos españoles, mucho menos que marroquíes. Las tribunas serán rojas y verdes, serán árabes. Marruecos no está solo. Hay qataríes que sobre sus prendas blancas impecables llevan la bufanda del país africano. Están los palestinos con sus banderas. Están los saudíes, con sus camisetas verdes, con las marroquíes. El estadio no está lleno pero alcanza para que todo hierva.

Suena el himno marroquí y se siente una fuerza mayor. Con el himno español se sienten silbidos. Son los silbidos que, una vez que empieza el partido, se levantan cada vez que España tiene la pelota y que se convierten en aliento cuando algún marroquí corta, la recupera, cuando Sofiane Boufal gambetea, cuando baila a la defensa española. Hay dos equipos enfrentados que son diferentes, opuestos por completo, y en esa oposición arman un partido entretenido. La posesión española, su acumulación de pases, de Busquets a Dani Olmo, una búsqueda a Gavi, otra búsqueda a Ferrán, casi nunca encuentra a Pedri, y la pelota pasa, hay control, pero el final es blando, en realidad no hay final. Luis Enrique lo dijo en conferencia de prensa: dominó el partido, tuvo jugadas, tuvo progresión, pero le faltó el gol, que es todo. Ojalá a pesar de esto mantenga su costumbre de encender Twitch. 

Marruecos junta poder, resiste, pero siempre va a buscar su gol. Nunca resigna ese lugar. Su trabajo es esperar a España y mostrarle las armas cuando la ve débil. La que domina es España, la vida misma, pero Marruecos no se rebaja a ser el cuadro menor, también la vida misma. Sabemos lo que está ahí en la cancha, lo que se juega, hay una historia de colonización, los 14 kilómetros del Estrecho de Gibraltar. Apenas empieza el partido le leo a Fonsi Loaiza que en España se habla de cazar moros y que en las redes sociales se hizo tendencia lo de leña al moro. ¿Será la misma Europa que denuncia a Qatar? En los imaginarios están Ceuta y Melilla, están los inmigrantes, una antigua guerra, está Palestina con sus banderas. ¿Y los sahuríes, el Sahara Occidental que Marruecos mantiene bajo su control? Lo que está acá es Maghreb, los árabes de África. Se dice en un grito, olé, olé, olé, olé, Maghreb, Maghreb. 

Son los Achraf Hakimi. Porque lo que va a pasar durante 120 minutos es que ninguno va a hacer un gol.  Y que van a ir a penales. Alta tensión en Education City. Bono es el héroe, el que ataja los tres, pero el que cierra todo es Hakimi picándole la pelota a Unai Simón, un sello español, estilo Panenka. En estos días mundialistas, a Hakimi se lo vio darle la camiseta a su madre en el estadio después del partido. Había una historia ahí porque Hakimi nació en Getafe, en Madrid. De nacimiento, es español. Pero sus padres son marroquíes, Saida y Hassan. “Mi madre limpiaba casas y mi padre era vendedor ambulante -cuenta-. Vengo de una familia modesta que siempre ha luchado por ganarse la vida, así que ahora peleo todos los días por ellos”.

Hakimi se formó como futbolista en el Real Madrid. Hakimi juega en el PSG, es compañero de Lionel Messi, pero no tiene el protagonismo que tiene con su selección por la banda derecha. Antes del partido, le contó al diario Marca que de más joven fue convocado por la selección de España, la juvenil. Fue al predio, incluso, lo intentó. Pero no fue posible. “No era lo que había mamado y vivido en casa, que es la cultura árabe, ser marroquí”, dijo. Quería estar donde está ahora, con Marruecos, en cuartos de final de un Mundial. 

Su vida es el reverso de otras historias, de los que juegan para las selecciones del país donde nacieron, hijos de inmigrantes, equipos europeos con el talento que llegó de los países alguna vez colonizados. Es una idea que en la euforia, después del penal de Hakimi, ronda a la muchedumbre. La inmigración que la ultraderecha quiere expulsar, la que tuiteaba que leña a los moros, la que propone políticas cada vez más duras, ve cómo un hijo de marroquíes se fue de verdad, se fue a jugar con los suyos y con ellos los sacó del Mundial. Había llegado a octavos de final como en México 86. Ahora llegó por primera vez a cuartos, obra de Walid Regragui, su entrenador.

Lo que se siente al salir del estadio es fuego, fuego árabe, gente tomada por el demonio, gritándole a las cámaras abiertas de algún lugar del mundo. Le pregunta a uno qué cantan y me capta el inglés, mi acento, entonces me pregunta él: “¿Sos español?”. “No -le digo- soy argentino”. Su mirada se tranquiliza. “Ehhhh, Argentino”, celebra. Me dice que gritan “Vamos” y que “Maghreb, Maghreb”. Le hacen chistes a los españoles con la indicación de los voluntarios. “¿Madrid? This way ¿Madrid? This way”.

Estamos apretados yendo para el metro. Tengo el ómnibus de FIFA para la prensa, me ahorraría quizá una hora para llegar a ver los seis goles de Portugal contra Suiza, la Portugal sin Cristiano y con Gonçalo Ramos. Pero la marea me lleva, las ganas me llevan, me empujan los marroquíes entre las vallas qataríes, los stop de la policía. Es como un apretujamiento que después permite un desagote, entrar respirando a la estación aunque después en el tren haya que empujar otra vez. Empujamos y entramos, Green Line, hacia Al Bidda. Lleno de marroquíes y dos españoles ahí, observando la fiesta ajena, las banderas de Palestina, y los árabe de fiesta. Un saudí todavía feliz por haberle ganado a la Argentina, me dice: “Marruecos se convirtió en nuestro equipo, ahora vamos todos con Marruecos”.

Al llegar a Legtaifiya, de vuelta, reconozco a quienes creo que son dos jeques por sus vestimentas blancas, hombres grandes, perfumados dulcemente, que le indican a tres chicos que pueden subirse a un transporte, que es lo que más les conviene para acercarse a donde van. Quedo cara a cara con uno de los jeques, tiene una bufanda de Marruecos en la mano, me saluda, por las dudas le pregunto si es qatarí y me dice que sí. Le digo que debe ser la primera vez que hablo con un qatarí. Hablo con indios, nepalíes, pakistaníes, los trabajadores migrantes, pero no con los locales que son entre el 15% y el 20% de población. Le pregunto si es importante para Qatar lo que pasa con Marruecos. Me dice que sí, muy importante, para todos los árabes. Me pregunta de dónde soy. De Argentina. Hay bocinazos en Doha, los autos pasan con banderas de Marruecos. Y no son marroquíes, me dice el supuesto jeque, al que casi lo atropellan en una rotonda. Son muy peligrosas las rotondas. Dijo cosas en árabe que sospecho gravísimas. Iba en busca de su camioneta alta gama. Me dicen que hay carteles en la ciudad de felicitaciones a los Leones del Atlas. “Mi corazón está con Marruecos -me dice el hombre- pero yo creo que va a ganar Messi. Yo quiero que gane Messi”.

Así se va a dormir el Mundial árabe.

Hasta la próxima

AW

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