Martín Latorraca frena el auto en una calle del barrio Bella Vista, en Córdoba, en la mañana lluviosa del 24 de mayo de 2015. «Es acá», dice, y bajamos. Toca el timbre. Susana Fiorito, compañera de Andrés Rivera, nos abre. Pasamos. Rivera espera sentado en la cocina. Saluda seco, la mano extendida. Martín, que lo conoce bien, le da charla mientras me acomodo. Empezamos. Andrés respondía seco, el adjetivo preciso, la dicción limpia.
A lo largo de la entrevista soportamos sus silencios largos, comimos chocolates mientras hablaba sobre política y literatura, la Revolución Rusa y el peronismo, la situación de China. Hasta que se cansó y pidió que nos fuéramos, que lo dejemos en paz. Eso hicimos. Le dimos las gracias y Susana nos despidió en la puerta.
Lo volvimos a ver dos o tres veces más y estuvimos cerca hasta que murió el 23 de diciembre de 2016. Por eso, no pudimos ni quisimos cumplir su otro pedido: dejarlo en paz. El obrero de la literatura confirma nuestra traición juguetona. Es un reconocimiento, además, a una obra honesta y original, que perturba y moviliza y a la que vuelvo a menudo porque es fuego y abrigo.