El reciente anuncio de publicar versiones de las novelas de Agatha Christie expurgadas de supuestas expresiones discriminatorias es el emergente de una costumbre de larga tradición en la cultura universal.
Es decir, los personajes creados por la autora de novelas como Asesinato en el Expreso de Oriente ya no se referirán a los nativos del este de Asia con el sustantivo genérico de “orientales”, ni usarán la palabra “negro” para aludir a los miembros de los pueblos del África subsahariana (o sus descendientes, donde sea que hayan nacido). Pero también será eliminada toda cita al aspecto físico de las personas que pueda ser leído como una expresión ya no de prejuicio, sino como una expresión gratuita hacia aquellos a los que se percibe como distintos.
¿Distintos de qué? Bueno, básicamente de todo lo que se aparte de la concepción de las etnias de origen europeo y de las estrictas proporciones establecidas por Leonardo Da Vinci con su Hombre de Vitruvio.
Un ejemplo. En Muerte en el Nilo, novela publicada por primera vez en 1937, uno de los personajes manifiesta su disgusto por un grupo de niños que lo están molestando. En la versión original dice: “Vuelven y miran, y miran, y sus ojos son simplemente repugnantes, y también sus narices, y no creo que realmente me gusten los niños”. En la nueva versión sólo se leerá: “Vuelven y me miran y me miran. No creo que me gusten los niños”. La corrección no sólo se ha llevado el contenido supuestamente agraviante, sino que al mismo tiempo ha vaciado a la frase de gracia. De literatura.
La movida contra la obra de Christie no es nueva. Ya en 2020 se había modificado el título de la novela Diez negritos por el anodino Eran diez, en cuyo texto la palabra negrito es reemplazada por soldado. Lo curioso de estas correcciones es que, lejos de ser una iniciativa propia de Harper Collins, la editorial en cuestión, también cuentan con el aval de James Prichard, bisnieto y administrador de los derechos de la propia autora. Con bisnietos así, quién necesita a Torquemada.
Pero este tipo de delirios correctores de la historia no son nuevos. Ataques similares han sufrido recientemente las obras de otros autores, como los también británicos Roald Dahl o Ian Fleming, creador de James Bond. En 2011, la obra de uno de los mayores autores de los Estados Unidos, Mark Twain, fue intervenida con la publicación de una versión de Huckleberry Finn en la que se eliminó la palabra “nigger”, expresión muy racista para referirse a las personas de la comunidad negra, pero que en el país del norte fue usada por una porción mayoritaria de la sociedad con asombrosa naturalidad hasta hace muy pocos años.
Mucho más cerca en el tiempo, en 2019 y en la progresista Canadá, una asociación de colegios católicos fue todavía más lejos. Decidieron quemar cerca de cinco mil libros, con especial énfasis en historietas de la popular escuela francobelga, como Tintín, Astérix o Lucky Luke, por considerar que los mismos incluían representaciones agraviantes de los pueblos originarios. Es importante recordar que las últimas quemas de libros por razones ideológicas habían tenido lugar en el marco de regímenes totalitarios, como la Alemania nazi de la década de 1930 o la dictadura argentina de los años ’70.
Aun siendo un signo de estos tiempos, la labor inquisidora de esta avanzada bienpensante que se autopercibe progresista (pero representa uno de los movimientos culturales más retrógrados de los que se tenga memoria), no es nada original. Incapaces de distinguir ya no entre ficción y realidad, sino también entre pasado y presente –con lo cual demuestran no comprender de qué forma funciona la mecánica de la historia—, los responsables de este giro no tan inesperado en el marco de la cultura occidental repiten, casi sin alteraciones, una forma de entender el mundo que registra antecedentes que se remontan a siglos atrás.
Durante la Edad Media, la expansión del cristianismo por Europa trajo consigo una ola moralizante, en oposición a las costumbres “salvajes” de las impúdicas culturas paganas que lo precedieron. La imposición de estos cambios no sólo afectó la vida cotidiana de las personas, sino que también estrechó los límites del arte. El caso que mejor ilustra la aplicación de ese nuevo código estético es el de la escultura. Durante ese período nació la costumbre de ocultar los genitales en aquellas obras que representaban a la figura humana desnuda, usando diversos artilugios, entre los cuales el más célebre es la hoja de parra.
De esta forma, esculturas realizadas diez siglos antes, durante la era dorada del arte helénico, debieron aggiornarse para no ofender a un grupo minúsculo de iluminados que se sintió con derecho a decidir sobre la mirada de todos. Equivalentes a las tiritas negras que se utilizaban en la prensa gráfica hasta no hace mucho, aquellas pétreas hojas de vid no eran otra cosa que una de las tantas herramientas de censura que se utilizaron durante aquel período oscuro.
Desde entonces el vúmetro de la historia oscila de un extremo al otro, en un ciclo perpetuo en el que la libertad y la represión se turnan para salir a tomar aire en la superficie del mar de la cultura. Así, durante el Renacimiento las obras volvieron a ser libres de andar en bolas, para retroceder hacia un neopuritanismo que tuvo su auge en la llamada era victoriana, donde la reina en cuestión volvió a poner de moda las hojitas de piedra. Por suerte, ya entrado el siglo XX, esta costumbre pasó a ser abiertamente considerada por todo el mundo como aberrante y oscurantista.
En Hollywood, mientras tanto, se instauraba en un arte nuevo como el cine el famoso Código Hays, una serie de normas tácitas que limitaban la representación de lo sexual en la pantalla grande. Como se ve, existen antecedentes que le dan sustento histórico a las fechorías del llamado movimiento woke, los iluminados que se consideran más despiertos que los demás, pero que lo único que quieren es apagar la luz. Incluso los hay en veredas que a priori parecen ser las opuestas de la cultura occidental.
Un caso emblemático se dio hace apenas diez años, cuando las fuerzas del Estado Islámico, en su avance sobre Irak, Siria o Afganistán, arrasaron con cualquier expresión cultural que pudiera representar una mínima discrepancia con su forma de pensar. De esta forma, los yihadistas no solo se ocuparon de demoler hasta los cimientos los templos de otras religiones que ellos consideran heréticas. También devastaron lo que quedaba de antiguas ruinas asirias y monumentos de valor histórico incalculable, solo porque su concepción de la realidad no tolera divergencias y necesitan borrar su presencia de la faz del planeta, para hacer como si nunca hubieran existido.
La lógica de esa matriz de pensamiento hace gala de la misma intolerancia que motoriza la supuesta corrección de las obras de Christie, Dahl o Twain. Yihadistas y wokes están más cerca los unos de los otros de lo que ellos mismos creen.
Pero la idea detrás de esta empresa colosal va más allá de la simple voluntad de alterar el trabajo ajeno para volverlo tolerable para la propia sensibilidad. El objetivo final parece ser el de colocar un velo sobre la historia, para ocultar las imperfecciones del pasado y fingir que algunas cosas nunca ocurrieron. De ese modo, al leer estas versiones expurgadas daría la impresión de que los negros nunca fueron esclavizados ni segregados, ni los judíos perseguidos o estigmatizados.
Nadie nunca en Occidente se burló de los gordos, de los feos, de los orejones, de los tullidos, de los petisos, de los homosexuales y lesbianas, de los aborígenes de América o Asia, de los pobres, de los narigones o de los que tienen el pito más chico que la fantasía promedio. No, no pasó nada de eso, porque el mundo siempre fue hermoso, justo y amable con todos y para todos.
No resulta extraño que esta ola que busca eliminar las (supuestas) fallas del pasado provenga de los Estados Unidos, un país de herencia anglosajona fundado por inmigrantes puritanos, cuya estructura social propició la propagación de unas cuantas de estas expresiones a las que hoy se quiere hacer desaparecer. Tampoco extraña que este delirio negacionista haya hecho pie en Europa, cuya cultura colonial de larga tradición antisemita es el origen de muchas de las aberraciones que ahora se busca ocultar, como quien se hace sombra con la punta del dedo pulgar.
Tal vez no falta mucho para que alguno proponga la brillante idea de reeditar una versión retocada de Mi lucha, en la que Adolf Hitler no solo confiese su amor a las tradiciones del pueblo judío, sino que además se declare un soñador y, sabiendo que no es el único, le proponga al lector imaginar un mundo en donde toda la gente viva su vida en paz.
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