Un astrólogo diría que se alinearon los planetas. Un escéptico, que el azar es quien mejor planea los acontecimientos. Un fatalista, que el destino de un libro está tan escrito como el libro mismo. Lo cierto es que al cumplirse un siglo del nacimiento de Ray Bradbury (22 de agosto de 1920- 5 de junio de 2012) su novela emblemática, Farenheit 451, que ya cumplió 67 años (fue publicada originalmente en 1953), sigue produciendo sorpresas.

¿No es sorprendente, acaso, que lo haya traducido del inglés Marcial Souto, un escritor, editor y traductor español que vivió en Montevideo y también en Argentina y que no solo fue uno de los grandes difusores de la ciencia ficción en América Latina, sino que conoció y trató a Bradbury? A él se deben, además, muchas de las traducciones de la editorial Minotauro, fundada por Francisco “Paco” Porrúa en la década del ’50, que se relanza ahora con motivo de cumplirse los 100 años del nacimiento del autor de Farenheit. 

“Lo descubrí –le dice Souto a Tiempo Argentino refiriéndose a Bradbury- cuando era adolescente leyendo libros de cuentos como Crónicas marcianas y El hombre ilustrado, y cuando tenía veintiún años lo conocí personalmente en Los Ángeles: viví tres semanas en casa de uno de sus amigos de toda la vida, que tenía una especie de museo dedicado a materiales relacionados con la literatura y el cine de ciencia ficción y terror, y por allí andaban siempre escritores y directores de cine; Bradbury llegaba todas las tardes en bicicleta y se quedaba una o dos horas. Yo había empezado a ser asesor de su editor argentino, y de algún modo nos hicimos amigos y seguimos en contacto. Por eso pude convencerlo de que aceptara la invitación de la Feria del Libro en 1997 y acompañarlo como secretario e intérprete.” Según parece, el hombre que viajó e hizo viajar a miles de lectores al lejano Marte a través de su escritura, temía subirse a un avión. 

Traducirlo fue para Souto  una manera  diferente de conocer a Bradubury. «La traducción es la forma de lectura más atenta que existe -afirma-. Observar tan de cerca los mecanismos creativos de uno de los grandes narradores del siglo XX fue un privilegio. Eso incluyó unos cien cuentos, una cincuentena de poemas, seis obras de teatro y dos novelas, la última Fahrenheit 451, que a pesar de tener casi setenta años parece escrita ayer.”

 ¿Y no es igualmente sorprendente que lo haya ilustrado el extraordinario dibujante inglés Ralph Steadman quien, junto con el estadounidense Hunter Thompson, fue uno de los creadores del periodismo gonzo, ese que consiste en comprometerse de manera absoluta con lo que se escribe, en ser protagonista y no observador. 

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Si para hablar de sus trabajos suele utilizarse hasta el exceso la palabra “salvaje”, es porque quizá no haya una mejor para describir su obra nacida de manchas de tinta que produce estrellando el pincel o la pluma sobre el papel. A partir de ese caos de gotas –él se autodefine como un dibujante del caos- nace un mundo que no es menos caótico, pero que permite reconocer el desorden absoluto como la esencia misma de la realidad. 

La obra de Steadman alienta la sospecha de que es probable que en su origen el mundo haya sido una gota de tinta china. Por lo menos él genera universos a partir gotas negras. Y si es cierto que en un principio fue el verbo, también participa del carácter verbal de la creación dibujando sus propias palabras, su propia tipografía. Su alfabeto también está salpicado de gotas y sus caracteres alternan entre el negro absoluto de la nada y el rojo de la sangre. Así puede comprobarse en la tapa, la primera página, la introducción y las páginas que separan los capítulos de esta excepcional edición de Farenheit 451. Es que la palabra no le es ajena. Ha escrito e ilustrado sus propios libros como Yo, Leonardo inspirado en la figura de Da Vinci, uno de sus creadores favoritos, y Freud, donde pasa revista a los momentos clave de la vida y la teoría del creador del psicoanálisis. Su escritura es tan potente como su dibujo. Afortunadamente, no le hizo caso al consejo de su compañero de trabajo y amigo Thompson: “Ralph, no escribas, vas a avergonzar a toda la familia.”

Indagar en los orígenes

“A menudo me han preguntado por la génesis de Farenheit 451 y he dado algunas respuestas que, pensándolo ahora, no son del todo adecuadas”, dice Ray Bradbury en la introducción de Farenheit fechada en 2004. Como todo aquello que se hace de adulto, la explicación hay que buscarla en la infancia. Y Farenheit 451, no es la excepción. En la vida de todo escritor llega un momento en que se ve obligado socialmente a explicar el origen de su vocación y de sus obras. Se supone que toda criatura tiene su filiación, aunque esté hecha de palabras y no de carne y hueso.

Su autor le atribuye un origen multicausal. Un enfoque retrospectivo le permite deducir que la novela está en germen en muchos cuentos anteriores a ella.

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Pero lo que parece determinante es la irrupción de un funámbulo en la vida del niño que Bradbury fue alguna vez. Tenía 12 años cuando conoció a Mr. Eléctrico, quien le hizo descubrir un mundo maravilloso a partir de un número en el que parecía soportar y salir indemne de la electrocución. Averiguar cuál es el truco es casi más fascinante que suponer que aquel hombre extraño era capaz de soportar sin consecuencias la corriente de una silla eléctrica. Y el truco le fue revelado al pequeño Bradbury, aunque en realidad sea más importante el deslumbramiento que produce la existencia de un truco que el truco mismo. Es que en literatura como en cualquier campo creativo sólo es posible averiguar cuál es el truco luego de que la obra se ha consumado. Como se sabe, la práctica precede a la teoría y para escribir una obra trascendente no queda otro remedio que ser un buen escritor.

Además, el truco no es reutilizable. Se corre el riesgo de que un creador se convierta en un plagiario de sí mismo. Por lo general, en el momento de sentarse a escribir el escritor posee una precaria brújula que le dice cómo llegar a un lugar que no sabe dónde queda. Lo confirma el propio Bradbury cuando dice en una entrevista periodística firmada por Jacinto Antón y aparecida en El Escorial: “(…) mi obra Fahrenheit 451 es una historia de amor con los libros, la historia de un hombre que se enamora no de una mujer sino de una biblioteca. Yo escribí ese libro sin saber lo que estaba haciendo, normalmente actúo así, soy muy impulsivo».

Fue también a los 12 años, edad a la que conoció a Mr. Eléctrico, que el escritor recibió como regalo de Navidad una máquina de escribir de juguete, en la que comenzó a teclear y continuó haciéndolo durante toda la vida, en diferentes máquinas y circunstancias.

Hasta aquí el mito de origen que construyó el autor sobre el origen de Farenheit. Ya se sabe que es imposible explicar el nacimiento de una obra literaria sin convertir la explicación misma en literatura.

Lo cierto es que Farenheit 451 recibió numerosos premios y muy pronto se convirtió en un clásico de clásicos de la ciencia ficción del siglo XX. Para decirlo con una palabra muy en boga, se transformó en la distopía de las distopías al crear un futuro en que los bomberos no apagan incendios, sino que los generan con un material altamente inflamable: los libros.

Quizá el hecho de que la quema de libros haya sido (¿deberíamos utilizar el tiempo pasado con total seguridad?) frecuente en las dictaduras de distintos países del mundo le otorgó al texto un matiz profético y permitió anclar su carácter ficcional en la realidad cotidiana. Bradbury se convirtió así en una suerte de visionario de la literatura que supo detectar el peligro potencial de insurrección que puede anidar en el libro en tanto nace de la imaginación, construye mundos y llama a la reflexión.

Pero las hogueras existieron mucho antes que él, como bien lo ejemplifican las que encendió la Inquisición en las que se quemaron herejes, mujeres acusadas de brujas, gatos negros y también libros prohibidos por la Iglesia.

«¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto -escribió Borges en la primera edición de Crónicas marcianas-, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima?» (…) En este libro de apariencia fantasmagórica Bradbury ha puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad (…)».

Las mismas preguntas podrían formularse sobre Farenheit 451 que a tantos años de su publicación, nos sigue interpelando. ¿Qué miedos antiguos despierta en nosotros su lectura, qué fuegos evoca, qué nos dice acerca de la necesidad de salvar del fuego las palabras y de conservarlas en la memoria?

Bradbury tenía solo 7 años cuando Marcel Proust escribió: “Cada lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico ofrecido al lector para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera podido ver en sí mismo”. En Farenheit leemos quizá nuestros miedos más recónditos. Cada cual construye y le teme a su propia hoguera.