Por una cabeza: contra el VAR

Por: Ariel Pennisi

Por una cabeza, por un pelito, hombro, brazo da igual… El partido entre Argentina y Arabia Saudita, más allá de nuestra desazón y la algarabía de nuestros rivales ocasionales, expuso al VAR (Video Assistant Referee) en toda su magnitud. La tecnología, como sabemos no consiste simplemente en la introducción de funciones o mejorías, útiles o divertidas en la vida de las sociedades, sino que forma parte de dispositivos complejos que diversamente y según el caso y el momento histórico reúnen prácticas, leyes, discursos, intereses económicos y políticos, tendientes a orientar percepciones y comportamientos. De modo que la introducción del VAR en el fútbol o el básquet y su correspondiente “Ojo de halcón” en el tenis, no escapan a esa condición. No fuimos pocos quienes vivimos con gusto a poco el penal favorable a nuestra selección, cobrado, justamente, tras la consulta de un árbitro al otro, del humano al robot.

La IFAB (The International Football Association Board), que se autodefine como “Guardians of the lawes of the game”, publica en su página un protocolo en el que se explicitan los principios y reglas que regulan el nuevo juguete: “el VAR puede asistir al árbitro únicamente en caso de que se produzca un ‘error claro, obvio y manifiesto’ o un ‘incidente grave inadvertido’”, aclara, en relación con goles, tarjetas rojas, penales y confusión de identidad de un jugador expulsado o amonestado. Sin embargo, en el partido que sufrimos como hinchas la sensación fue otra, la de una especie de alianza entre el funcionamiento del VAR y el órsay como principal táctica del equipo rival. No se trata de un “arreglo”, sino de una suerte de parentesco, de una correlación en el nivel del funcionamiento. Es cierto que el VAR intervino porque tres de esos “fuera de juego” terminaron en goles para la Argentina, pero al evidenciarse el modo en que se determina el órsay desde el punto de vista de la máquina, fuimos testigos de una especie de desagregación de los cuerpos, ya no se trata de un jugador que, al partir el pase de su compañero, se encuentra por detrás del último rival, sino de un brazo, un hombro, un pie… una cabeza. La diferencia no es de grado –como todo lo que ocurre en el interior de la lógica digital–, es cualitativa –como no pocas veces sucede a los organismos vivos. De ahí el problema.

La sexta regla del protocolo del VAR dice: “No hay límite de tiempo para el proceso de revisión, puesto que la precisión es más importante que la rapidez.” Eso que llaman “precisión” es la transformación en cálculo digital de un compuesto físico, sensible, cultural e histórico, como el fútbol o como podría serlo cualquier juego con sus rituales, conflictos y márgenes de error; mientras que desestiman la “rapidez”, es decir, el ritmo del conjunto, su continuidad orgánica y sus baches, es decir, una experiencia del tiempo que incluye a quienes vivenciamos como hinchas lo que el futbol dona. De hecho, parece que éste es un punto valorado, ya que cinco reglas más adelante se afirma: “El periodo de juego que se podrá revisar antes y después de un incidente lo determinan las Reglas de juego y el Protocolo del VAR.” ¿Más tiempo es igual a mayor facturación?

No nos es ajena una vieja discusión en torno a la profesionalización del fútbol primero y luego su mercantilización total. Pero, si bien el problema que el VAR nos plantea forma parte de esa misma historia, hay otra discusión que resulta más importante. Los promotores de esta primera etapa de digitalización del fútbol (no hay forma de no suponer que es recién el comienzo) lo hacen en nombre de la “precisión”, una verdad técnicamente producida. Ya no se trata del discurso del “progreso” y sus valores, en nombre de los cuales se produjeron genocidios, se esclavizó a contingentes de personas, se sometió a masas de trabajadores y se dio curso al actual ecocidio, sino de rendimiento puro y duro, esta vez, sin mística, sin orden ni progreso. La tecnificación digital, que involucra mediciones de todo tipo, uso cotidiano de satélites, sustitución de imágenes, comunicaciones, entre otras posibilidades, adquiere una autonomía que excede en fuerza y velocidad las posibilidades de los colectivos humanos (desde países hasta comunidades) para siquiera preguntarse por formas de uso, regulaciones, miradas éticas. Eso que llamamos “tecnología”, por lo que no paramos de hacernos los sorprendidos como bobos, es ya parte de una hibridación que vivimos de manera lúdica, coqueta, irreflexiva. ¿Será por eso que sumisamente aceptamos el VAR? Los relatores de los partidos son cuidadosamente respetuosos con esa especie de verdad técnica en la que creen como el más religioso de los cristianos… o de los musulmanes que nos ganaron con la fe del alma y la fe digitalizada.

No hay tecnofobia que valga ni recuperación de la vieja discusión sobre profesionalización y mercantilización, esto es otra cosa, se trata umbrales de la técnica que, al autonomizarse y volver como mandato (“porque se puede, se debe”) o realidad consumada, tienden a colonizar comportamientos, ritmos, formas de experimentar. Un filósofo alemán, a inicios de la década del 40 señalaba que la obsesión por fijar récords en los deportes era una forma más de expresión del empuje técnico sobre la vida, es decir, la matriz técnica como sustitución de matrices perceptivas, formas de razonar y actuar. Profetizaba Ernst Jünger: “la técnica y el ethos se han vuelto sinónimos”. Su longevidad le permitió seguramente ver por televisión el fetichismo del cálculo que los principales espectáculos deportivos exhibieron antes de alcanzar la actual patología, entonces insinuada como posibilidad y hoy desplegada con obscenidad en cada conteo de metros recorridos por un jugador o tiros acertados por otro y así. El descontento de Riquelme respecto de tales tecnologías adoptadas ya por los entrenadores, no es solo una cuestión de estilo o, mejor dicho, el estilo no es nada menor, en tanto alberga lo incalculable.

Miguel Benasayag, investigador argentino exiliado en Francia en tiempos de dictadura, pensador versátil que hace más de veinte años trabaja entre el laboratorio y la clínica social, elaboró una hipótesis sobre la colonización técnica de lo vivo. La homologación del cerebro biológico a la inteligencia artificial, que denunciaría en el primero una fragilidad excesiva y niveles de aleatoriedad que lo volverían “deficitario”, justificaría los avances tecnocientíficos prometedores de coeficientes intelectuales adecuados a las exigencias de nuestro tiempo, en el fondo, cuerpos eficientes. Lo que Benasayag plantea, estudiando, en particular, los efectos de la digitalización sobre el cerebro, pero no solo, es un quiebre a partir del cual los cuerpos, las culturas, los rituales, los ecosistemas, es decir, lo vivo en todas sus formas, no pueden ya metabolizar el andamiaje tecnológico, que va de las computadoras que seguimos nombrando “teléfono celular” hasta la biomedicina con su farmacología inteligente, pasando por el uso de algoritmos para modelar comportamientos. Su planteo no parte de un rechazo a la hibridación que, de hecho, considera irreversible, sino que ve en la “promiscuidad” entre organismos y artefactos un aplastamiento de los primeros por los segundos. A la ideología del progreso técnico la sucede una metafísica tecnocientífica que llevada hasta sus últimas consecuencias volvería prescindibles a los cuerpos.  

Un caso notable que ofrece para pensar este drama contemporáneo es su participación como espectador, en calidad de científico, de la contienda de Go (milenario juego chino de tablero) que tuvo lugar en octubre de 2016 entre el último campeón y un programa de Google denominado Alpha Go. Mientras la victoria de la máquina entusiasmó a los promotores de la inteligencia artificial, Benasayag advirtió que la máquina no había ganado porque, en realidad, nunca jugó, sino que perfiló los comportamientos de su rival mediante la lectura de microcomportamientos y realizó a gran velocidad los cálculos necesarios para acorralarlo. Jugar significa explorar posibles, supone una suerte de “no saber” estructural, incluso imaginar movimientos en el borde de las reglas o entregarse a imprevistos… al menos, en el mundo de los vivos (valga el doble sentido, negado, por cierto, a las máquinas). Reduccionismo fisicalista, positivismo abstruso, simplificación de los procesos vitales que involucran dimensiones que hacen emerger sentido. Colonización tecnocientífica de lo vital.    

El periodista deportivo Cherquis Bialo, la noche anterior al partido dijo: “El VAR es una parte de la corrupción del fútbol que legitima en abstracto, es decir, puede legitimar lo que nadie vio”. El colmo del VAR es la creencia en una transparencia técnica regulada por un grupo de facinerosos cobijados en una asociación corrupta como la FIFA. A ese punto llega la creencia en la técnica.  La octava regla del protocolo del VAR invita a aceptar una pantomima infantil: “El árbitro deberá permanecer visible durante el proceso de revisión para garantizar la transparencia.” Pero lo que experimentamos absortos el martes (y calientes, digámoslo) nada tuvo que ver con verdades y transparencia, sino con una transformación de dimensiones vitales como el margen de error, la posibilidad de una treta, la apropiación singular de las reglas e incluso la trampa, en meras excedencias ajenas a lo que ahora consideran “precisión”. Precisión digital (digámoslo). Continuaba el comentario de Cherquis Bialo: “Y ahora, para manejar los resultados estos muchachos de Qatar, junto con los muchachos de la FIFA que le han vendido la FIFA a los capitales árabes han inventado el offside semiautomático (…) es un dibujo, ni siquiera es una foto (…) van a matar al fútbol”.

El órsay cobrado de esa manera se parece más a un “fuera de juego” que deja afuera al juego mismo. El VAR es una máquina de tirar al bebé con el agua sucia de la bañera. En el tenis, existen jugadores que se caracterizan por sus potentes saques. El saque, llamado también “servicio”, abre el juego, lo sirve. Pero cuando la eficiencia tiende a ser total, ocurre lo contrario, no hay juego, sino solo saque que, en lugar de servir, vuelve siervo al de enfrente. Y el tenis se vuelve un trámite insufrible. Claro que servir no significa regalarse (como ocurre con los jugadores muy débiles en ese rubro) y que el rival también juega, y, claro que no se puede transpolar linealmente el caso del órsay del fútbol al de los tenistas especializados en el saque. Pero se puede ver ahí anunciada la consecuencia catastrófica de una lógica de funcionamiento que, ahora de la mano de la colonización técnica, nos arroja con nuestros “errores” y excrecencias, nuestros instantes de duda y astucias, cual bebé con el agua roñosa.  

El error que en una lógica plena de rendimiento debe ser eliminado, en el mundo de los organismos y los ecosistemas complejos, el humano en relación a otros vivientes y paisajes, hace parte de una exploración. El doble sentido y la mejor conocedora de las reglas, que es la trampa forman parte de ello. El juego, una de las principales dimensiones de nuestra condición bioantropológica, tiene su propia capacidad de incorporar el afuera, de volverse afuera y modificarse a sí mismo de manera dinámica. No progresa, cambia. Y lo hace de manera entreverada, impura, como todo lo que ocurre en un mundo abierto de belleza y espanto, del que el fútbol aun con todas sus miserias forma parte. La tendencia que en el juego acompaña la aparición del VAR es la de coreografías robotizadas, jugadores que se dejan modelar, técnicos que parecen ingenieros y coaches que no pocas veces son ingenieros de origen e invitan al compás del batifondo de la época a una adaptabilidad sin fin. La verdad del VAR es estúpida en la medida en que deja afuera la indeterminada relación entre sentido y sinsentido, la pregunta angustiosa y la alegría inexplicable, justo esa que interrumpe el árbitro cuando dibujando un cuadrado imaginario en el aire anula un gol ya festejado. Cree que vuelve atrás en el tiempo, pero eso no es posible, lo que hace no es volver atrás, sino sumar aplazo y frustración hacia adelante, hasta que se agote el sentido mismo del juego. Llegado ese punto, como en un tango podríamos preguntarnos qué importa perdernos “mil veces la vida”, si ella nos olvida, la mano de Dios. 

*El autor es ensayista, docente e investigador (UNPAZ, UNA), codirector de Red Editorial, integrante del Instituto de Estudios y Formación de la CTA A, autor de Nuevas instituciones (del común), entre otros, coautor de El anarca (filosofía y política en Max Stirner), entre otros y compilador y autor de Linchamientos. La policía que llevamos dentro y Renta Básica. Nuevos posibles del común.  

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