«Personas que quizás conozcas»

Virginia Feinmann, escritora, traductora, editora, docente y también librera, acaba de publicar un nuevo libro de relatos breves. Dicen que para muestra basta un botón (o algunos microrrelatos) por lo que aquí va un adelanto.

Acaba de aparecer el segundo libro de Virginia Feinmann, Personas que quizás conozcas (Emecé), relatos breves o brevísimos que revelan a una escritora sensible capaz de atrapar en su escritura pequeños instantes, planteos o problemas que sólo en apariencia parecen pequeños pero que adquieren una enorme dimensión subjetiva a partir de su mirada. 

Feinmann nació en Buenos Aires en 1971. Fue, y ocasionalmente vuelve a ser, periodista, traductora, editora, docente y librera. Ha publicado ficción breve en el suplemento literario de Página/12 y en las revistas Letras Libres, La Granada, La Gaceta y El coloquio  En 2016 apareció su primer libro, Toda clase de cosas posibles, por el sello independiente Colección Mulita que dirigen Mariano Quirós y Pablo Black.Varios de sus microrrelatos, de fuerte circulación en las redes sociales, han sido adaptados para radio, teatro o espectáculos de narración oral.
En este espacio, un adelanto de Personas que quizás conozcas.

El algoritmo de facebook me traía malas noticias. Me sugería todos los días que me hiciera amiga de una mujer. Personas que quizás conozcas. Un solo amigo en común con ella. Esteban. Esteban con quien chateo todas las noches. ¿Qué viene a decirme sin que se lo pida el algoritmo de facebook? ¿Que él también chatea con ella?
El algoritmo insiste con que quizás yo la conozca sin que tengamos 1500 contactos en común. Debo conocerla por otras variables. Quizás el único contacto que tenemos en común sea tan cercano, tan cercano para ambas, que hace saltar las térmicas del algoritmo.
Prendo la computadora y veo su cara. Personas que quizás conozcas. Sus ojos pintados de negro y la boca gruesa en un gesto de masticar chicle, de tomar todas las situaciones de la vida con mucha más experiencia que yo.
Estoy por apagar a la noche y veo su cara. Personas que quizás conozcas. Un lunar arriba del labio y una advertencia en su muro: las escorpianas reaccionamos al odio con odio y al amor con amor. Ella misma puso abajo: y si nos dan sexo, ni te digo.
Algoritmo de facebook, todavía no separé los objetos que él tiene en casa. Todavía no los puse en una bolsa ni fui a la Plaza Armenia. Todavía no los dejé frente al árbol donde nos dimos un beso con una nota que dice: “Que algún pibe juege al fútbol con tu remera. Yo ya la abracé por última vez”.
Algoritmo de facebook, no seas más humano que nosotros, más inteligente que yo, más valiente que él.

Todos los días a las cuatro de la mañana escucho a alguien que vomita. Nadie más debe escucharlo, pienso yo, debo ser la única despierta a esa hora.
No hay nada en el sonido que me indique si es hombre o si es mujer. No hay tampoco otra voz que le diga tranquilo o tranquila, ya va a pasar, ponete así, tomá esto que te alivia, vení acostate.
Cada vez que se acercan las cuatro empiezo a caminar de un lado a otro. Pongo música pero la saco enseguida.
En el décimo piso somos tres. Así que pienso que puede ser Nora, la abogada, o Agustín, el pibe que estudia ingeniería.
A Nora la escucho siempre temprano, cuando habla por teléfono. Siempre dice “les voy a mandar una carta documento”. “Van a saber de mí, pero no por teléfono, por carta documento”. “La próxima vez que me comunique va a ser por carta documento”, y variantes así.
A Agustín me lo cruzo cuando baja a buscar el delivery a la noche o le toco el timbre porque no puedo abrir la mermelada.
Ahora que baja a buscar el delivery aprovecho. Lo miro. Tiene ojeras.
–¿Te sentís bien?
–Más o menos.
–¿Qué tenés?
–No, que a mi hermano lo echaron del laburo, y mi mamá está complicada… no le dan los remedios en PAMI.
Llegamos abajo y no encontré nada para decirle.
A las cuatro de la mañana escucho los vómitos de nuevo. La noche siguiente otra vez.
Cuando vuelvo del chino me encuentro con Nora. Camina despacito. Entramos juntas y ella se recuesta sobre una pared del ascensor. Tiene la piel gris y un centímetro de canas en el pelo rubio. Respira cortito.
–¿Te sentís bien?
–Sí, sí.
–Tenés cara de cansada.
–Mil cuatrocientos pesos de teléfono me vinieron. Les metería una carta documento, pero no sabés lo que cuestan.
Entra en su departamento sin que a mí se me haya ocurrido nada para decirle tampoco.
A las cuatro escucho los vómitos otra vez. No sé a qué departamento ir. Pero ya no me importa demasiado. Sea Nora o Agustín o los dos, yo estoy vomitando con ellos.

Había empezado el día buscando sorbetes. Los sorbetes finitos no sirven para la rehabilitación, nos dijo el kinesiólogo, tienen que ser los anchos, así sopla más, los que te dan en Café Martínez.
Teníamos unos blancos con rayitas rojas comprados en un cotillón del Once. Papá soplaba bien, pero el kinesiólogo hacía que no con la cabeza.
–Así no va.
Fui corriendo al Café Martínez.
El viento helado me hacía doler el cuero cabelludo, la punta de la nariz. Las canas se me habían erizado y tenía los ojos llorosos. Empujé la puerta pero estaba cerrada. Toqué el timbre. El encargado me miró un rato antes de abrirme. Adentro estaba calentito, había olor a café, a spray, a rouge, a perfume.
–Es para una persona que necesita rehabilitarse, necesita soplar en sorbetes anchos, que acá tienen…. –la señora de la mesa más cercana giró la cabeza con su masita en la mano.
–Los únicos que hay son los que están ahí –el encargado señaló un vaso de metal. No parecían más gruesos que los otros.
–¿Pero estos son los de Café Martínez?
El encargado no dijo nada.
–Tienen que ser los de Café Martínez, porque si no no se va a rehabilitar.
–Los verdes –dijo otro empleado.
Lo miré.
–Está buscando los verdes. Son más anchos.
–Ah, los verdes. No. Esos hasta la semana que viene no hay.
–¿Y en otro Café Martínez?
El encargado no dijo nada.
Seguí por la Avenida Santa Fe. Pedí sorbetes en Starbucks, Burger King, McDonalds y dos heladerías. Volví al Café Martínez y pedí lo que tuvieran y que si llegaban los verdes que por favor me guardaran.
El kinesiólogo del sanatorio ya se había ido. Dejé los sorbetes como un ramo de flores en el vasito de la mesa de luz de papá.
Llegué a casa y me hice una sopa en el anafe. Puse la tele. Una mamá elefanta había parido un elefantito. Era todo orejas, gris brillante como con una sonrisita. Chapoteaba en el suelo. Ella le pasaba la trompa por el cuerpo. El elefantito intentó pararse pero se le doblaron las rodillas. Así varias veces, como si se le aflojaran, o se resbalara. Si el bebé elefante no logra pararse en veinte minutos, dijo el locutor, será presa fácil de los depredadores que ya han olido la sangre del parto. La madre tiene veinte minutos para lograr que se incorpore o deberá dejarlo atrás. La trompa de la elefanta lo empujaba cada vez más fuerte. El bebé trataba, pero las rodillas se le volvían a doblar. Trataba y se caía. Muchas veces. Hasta que la madre se alejó.
Era hora de irme a dormir. Di vueltas. Me hice un té. Volví al sillón y prendí la tele otra vez. Seguí mirando documentales. Tenía que estar temprano en el sanatorio pero ya sabía que no me iba a ir de ahí. Iba a seguir mirando la tele. Iba a quedarme todo el tiempo que hiciera falta hasta que me mostraran cualquier animal, elefante, jirafa o perro, que tuviera un problema y saliera adelante.

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