Todo ha dejado de funcionar. Los semáforos están apagados, todos los frentes de las tiendas están a oscuras. Los autos, detenidos. No hay aviones. Las huertas alimentan a la población sobreviviente. Los paneles solares iluminan las casas. No hay televisión. Internet ya no existe. Los teléfonos no suenan. Ya no hay nada que producir. El sistema financiero mundial ha caído. La economía es comunitaria, descentralizada, casi anárquica. Un ataque ciberterrorista ha derribado toda la estructura capitalista, ha producido un apagón del que no hay vuelta atrás. “No lo puedo compartir ni contárselo a nadie: mis perfiles no funcionan. No me puedo conectar a Facebook, Twitter, Instagram y tampoco a Gmail. De hecho, no tengo manera de conectarme a internet. Ni siquiera puedo mandar un mensaje de texto o hacer una llamada de voz”, escribe uno de los personajes de Detalle infinito. Suena desesperante, terrorífico, pero también muy bello.
El futuro próximo que crea el escritor y periodista escocés Tim Maughan en su primera novela, editada por Caja Negra, se parece mucho más al pasado que al futuro. Es que la nostalgia (del griego nóstos, regreso, y álgos, dolor), esa debilidad humana que tiende a mirar atrás con tristeza y placer a la vez, que retiene los detalles para pensar engañosamente que todo pasado fue mejor, se convierte en el principal recurso narrativo de Detalle infinito.
La estructura novedosa y compleja del libro, cuyos capítulos alternan y saltan temporalmente entre el “Antes” y el “Después” del apagón, propone una lectura activa y entretenida: el lector rebobina y adelanta sus páginas como la cinta de un VHS. Debe recordar. Un abanico de historias de personajes y entornos sin enlace aparente se presenta en las primeras páginas para después unirse en una trama principal, una forma narrativa cinematográfica digna de una serie de Netflix.
El primer relato es el de Mary, una niña del después que posee el don -y con él la responsabilidad- de rememorar y revisitar el momento del catastrófico colapso para ver a las personas que allí estuvieron y siguen siendo buscadas sin saber si están vivas o muertas. Las dibuja, “extrae fantasmas de las barras de tiza, traza líneas de memoria en pastel”. Para ella la vida de la conexión, el “entonces”, es una historia que le contaron de muchas maneras, pero nunca vivió. A la oficina donde opera llegan familiares y conocidos que necesitan una verdad para llevar a cabo su duelo, reconstruir su pasado para hacer su presente. Una heroína mito que nos hace pensar en la Cometierra de la escritora argentina Dolores Reyes —una joven vidente del conurbano que come tierra para conectar con personas asesinadas o desaparecidas—. El personaje de Tyrone se encarga de protegerla y organizar las visualizaciones. Él perdió a todos sus seres queridos. Imagina cómo sería crear una música nueva: ¿qué es lo nuevo, lo original, en un presente que solo puede mirar hacia atrás para perdurar? Escucha todo el día cassettes y discos de vinilo usados, encontrados o que nunca podrá comprar: “Los graves fluyen desde las vibraciones que se producen sobre ese plástico raro. Observa cómo la púa sube y baja, cómo traza los contornos de ese giro hipnótico cuando la canción termina”.
Brillan en esta obra de ciencia ficción no las creaciones de nueva tecnología como suelen desplegar otras del género, sino las descripciones poéticas y melancólicas de la tecnología “obsoleta”, “analógica”, que es la única que todavía funciona en este mundo sin máquinas. También los objetos —un par de zapatillas, una campera, biromes, juguetes— despojados de su condición de mercancías adquieren un valor afectivo, son “fragmentos de residuos históricos” únicos y difíciles de hallar. Los habitantes los buscan en los restos de las ciudades como en una feria de usados.
Todos los personajes de Detalle infinito extrañan. Recuerdan un pasado que en realidad fue el futuro. Anika Bernhardt, en el antes una artista y curadora de La República Popular de Stokes Croft, el lugar en el que el plan del colapso comenzó —“el vecindario que se desconectó”—, regresa al lugar donde creció después de haber huido por ser una de las principales terroristas del grupo de la Coalición. Buscada por el Ejército de Tierra, su revisita teñida de nostalgia sirve de tour al lector por el mundo del después, donde no hay árboles porque todos fueron quemados para ser usados como calefacción.
Aunque el libro va y viene entre pasado y futuro, su ancla es claramente nuestro presente, criticado por la aguda visión periodística —ahora ficcionalizada— de Maughan. En el antes, una marcha de Black Lives Matter tiene lugar en Nueva York porque asesinaron a balazos a una mujer de setenta y ocho años: un software predictivo avisó a la policía que había un asalto y dispararon en una escalera a oscuras. La mirada crítica del personaje de Rush, el ciber hacker creador del Croft que viaja a Estados Unidos para dar con su novio, a quien conoció en internet, cuestiona “el blanco Brooklyn” del racismo, las desigualdades, el control y el seguimiento que ejercen las aplicaciones sobre el accionar cotidiano. Cada lata de Coca-Cola, por ejemplo, posee un chip que detecta cuándo son llevadas a reciclar y dónde fueron adquiridas: “¿Básicamente saben cada vez que bebo algo y dónde estoy?”. La maestría novelesca hace que Rush encuentre, por esas vueltas de la vida, a su contracara en las calles de Manhattan: Frank, un cartonero del futuro que vive de llevar en un carro desbordado miles de estas latas a máquinas que le devuelven por eso sólo unos centavos. También esas máquinas dejan de funcionar.
La crítica de la realidad actual así como las preguntas —y quizás predicciones— acerca del futuro -¿qué pasaría si?- son algunas de las características de la ciencia ficción que explota el autor escocés. Sin embargo lo que hace excepcional a este libro es el giro retro que le da al género para justificar una mirada cíclica de la historia. El futuro ya llegó. No es desconocido en la ficción especulativa de Maughan, sino conocido, familiar y hasta primitivo. El viaje que se propone al lector es hacia atrás: a las cintas enredadas de un cassette, a un disquete roto, a una radio que se cae. Como en la moda, todo vuelve. Lo que fue, será. Detalle infinito demuestra que es posible desconectarse.