Se cumplen 89 años del nacimiento de la primera artista que desafió al racismo sobre los escenarios. Desde los bares en Atlantic City hasta las Marchas de Selma contra la segregación, pasando por Liberia y su autoexilio, la historia de la “suma sacerdotisa de la rebelión”.
Pocos años más tarde, su sueño de convertirse en la primera concertista negra de música clásica se vio truncado. Alcanzó a estudiar un año y medio en la Escuela Juilliard antes de que se le acabaran los fondos que había recaudado con la ayuda de su maestra de piano en Tryon, la señora Mazzanovich. Después, su pedido de beca al prestigioso Instituto Curtis fue rechazado -según denunció años después- por ser negra.
Entonces, Eunice Kathleen Waymon, que había nacido el 21 de febrero de 1933 en el seno de una familia trabajadora del sur de Estados Unidos, cambió su nombre a Nina Simone para inmiscuirse en los bares de Atlantic City hasta altas horas de la madrugada con el único fin de ayudar económicamente a sus padres.
“Si quieres tocar -le dijo el dueño de uno de los salones- tienes que cantar”. Y ella, que nunca había entonado canciones frente al público, cambió las obras de Bach, Beethoven, Rachmaninoff y Debussy por el jazz, rhythm and blues de Walter Donaldson, Duke Ellingtone y George Gershwin, entre otros. Fue su versión de “I Love You Porgy” la que sorprendió a un agente que le propuso grabar un álbum.
“Little Girl Blue” se convirtió en su debut, el primer trabajo de estudio de una larga lista de los que vendrían después como “The Amazing Nina Simone”, “I Put A Spell On You” y “The High Priestess Of Soul”, en honor al apodo que llegó a atribuírsele, “Suma Sacerdotisa del Soul”. Su rápido ascenso en popularidad la llevó a ser una de las voces principales en el Newport Jazz Festival, en 1960.
Aquel estrepitoso éxito a nivel profesional tendría, sin embargo, algunos entretelones. Los elogios sobre los escenarios contrastaban con la silenciosa violencia que vivía en casa en manos de su esposo. Había contraído matrimonio en 1961 con un oficial que se convirtió en su mánager y 9 meses después había llegado Lisa, su única hija. Pero, entre las giras, apenas podía verla. En solo 7 años debió contratar trece niñeras. “Me casé con un policía que me trataba como un caballo adicto al trabajo”, confesaría en 1993, ya divorciada, en una entrevista con Tom Sebastian para la BBC.
Sin embargo, las golpizas de su marido, el poco tiempo que tenía con Lisa, el cansancio y los cambios cada vez más bruscos en su estado de ánimo no frenaron lo inevitable: había nacido una estrella. Ganaba millones, sonaba en las radios, se hacía respetar por su público. Pero algo faltaba.
Mientras Nina era invitada a programas como “Playboy Penthouse” para tocar en vivo frente a grupos de élite blancos y ricos, en las calles de Estados Unidos los negros eran vapuleados y hostigados por supremacistas blancos amparados en las leyes de segregación racial Jim Crow. Claro que su fama no la dejó exenta de esta situación. Basta citar las palabras con las que Hugh Hefner, el animador del show y editor de Playboy, la presentó en aquella velada: “Salió de la nada y se convirtió en una estrella discográfica”.
Su esfuerzo, el sacrificio de su familia y el rechazo por parte de las instituciones académicas a impulsar su desarrollo artístico, para personas como Hefner y sus invitados, no significaban nada. Fue esa negación de su propia persona lo que sentó los cimientos de su identidad, no solo sobre los escenarios, sino cuando los focos también se apagaban.
Sucede que a la vez que acumulaba una decena de discos, el movimiento por los derechos civiles de los afroamericanos ya había impulsado acciones contra la discriminación y velado a varias víctimas. La activista Rosa Parks ya se había negado a cederle un asiento a un blanco en el transporte público, como antes lo habían hecho Claudette Colvin, Irene Morgan e Ida B. Wells, enjuiciadas por esta “rebeldía”; Emmett Lous Till, de 14 años, había sido secuestrado, mutilado y asesinado luego de haber sido acusado de ofender a una mujer blanca en Mississipi y Medgar Wiley Evers ya había muerto de un disparo a sangre fría por parte de un integrante del Consejo de Ciudadanos Blancos, como acto de disciplinamiento contra quienes, como él, exigían el derecho al voto de los negros.
El 15 de septiembre de 1963 tres niñas de 14 años y una de 11 fueron asesinadas en una iglesia de Birminghman, Alabama, al explotar una bomba en un ataque del grupo supremacista Ku Klux Klan. El vapor en la caldera finalmente estalló. Inspirada en aquellos crímenes, Nina compuso, en apenas una hora, “Mississippi, Goddam” (Mississippi, maldición), una canción iracunda que repudia aquellos asesinatos, espabila del desconsuelo y llama abiertamente a la acción directa del movimiento por los derechos civiles.
“Lo que me interesaba era transmitir un mensaje emocional y eso implica usar todo lo que llevas dentro”, explicó Nina en uno de los reportajes del documental que recoge su vida y obra, “What Happened, Miss Simone?”, dirigido por Liz Garbus. Y “todo lo que llevaba dentro” Nina Simone, había tocado tope y necesitaba estallar. (“Líneas de piquetes/boicots escolares/tratan de decir que es un complot comunista/todo lo que quiero es igualdad/por mi hermana, por mi hermano y por mí”).
Nina cantó este tema en los escenarios del Carnegie Hall ese mismo año. Era la primera vez que alguien blasfemaba abiertamente al racismo y azuzaba al público para que expresara su odio frente a la segregación. La canción causó furor y fue rápidamente apropiada como un himno de la comunidad afrodescendiente. “Mississippi Goddam me llamó la atención. Ella estaba haciendo algo distinto. Aunque los negros sufrieron muchísimo, ningún varón negro se atrevió a decir: ‘Mississippi, maldición’. Y que alguien de la estatura de ella viniera a hablar de tu problema, ¿sabes la alegría que nos dio? Todos queríamos decirlo, pero lo dijo ella”, contó al respecto el activista Dick Gregory en la producción de Garbus.
A “Mississippi, Goddam” se le sumarían otros temas como mensajes de protesta contra la humillación y la opresión racial que Nina grabaría los años siguientes como “To be young, gifted and black”, “Blacklash Blues”, “I wish I knew how would feel to be free” y “Pirate Jenny”. En aquella entrevista con la BBC había explicado:“La música es como un arma política me ha ayudado durante 30 años a defender los derechos de los negros americanos y a la gente del Tercer Mundo, y ayuda a cambiar el mundo, a mover a la audiencia, a hacerla consciente de lo que se la hecho a mi gente”.
Pero no solo puso su arte, sino también el cuerpo. Cuando en 1965 miles de personas marcharon de Selma a Montgomery para exigir la sanción de una ley por el derecho al sufragio de los afroamericanos, que terminó con su aprobación luego de una enorme represión, Nina estuvo en la primera fila junto al referente de la lucha por el fin de la segregación Martin Luther King.
Había encontrado un contenido, un sentido a su música, una afirmación de su propia identidad y el orgullo de sus orígenes. Sin embargo, las discográficas le dieron la espalda. Sus temas no eran transmitidos, sus shows eran cancelados. Los productores pensaban que solo daría mensajes políticos contra el racismo. Su éxito comercial disminuía en relación directa con su consolidación como la voz del “Black Power”.
Nina comenzaba, incluso, a tener posiciones más radicales y no pacifistas, y su esposo, por el contrario, opinaba que su activismo político la distraía de sus obligaciones laborales. Pero la ahora considerada “santa patrona de la rebelión” no podía volver atrás. “¿Cómo un artista no va a reflejar su época? ¿Cómo no se va a involucrar?”, decía.
Por aquellos tiempos, le preguntaron qué significaba la libertad para ella: “Es un sentimiento, ¿cómo le dices a alguien lo que significa estar enamorado? ¿cómo vas a decirle a alguien que nunca estuvo enamorado lo que es estar enamorado? No puedes hacerlo ni para salvar tu vida. Puedes describirlo, pero no puedes decirlo. Pero lo sabés cuando ocurre. Eso es lo que quiero decir por ‘libre’. Tuve un par de veces en el escenario en las que realmente me sentí libre. Y eso es asombroso. Te diré lo que es la libertad para mí: ningún miedo».
Sin embargo, todo cambió el 4 de abril de 1968 cuando Martin Luther King fue asesinado por un supremacista blanco. El máximo referente de la lucha pacífica por los derechos civiles recibió un disparo en Memphis, donde se encontraba apoyando una huelga de trabajadores negros recolectores de residuos. A su funeral asistieron 300 mil personas y se desataron manifestaciones en todo el país. En su honor, Nina compuso, de un día para el otro, “The King of Love Is Dead” (el rey del amor está muerto), que cantó en el Westbury Music Fair. (“Pero había visto la cima de la montaña/ y sabía que no podía parar/ siempre viviendo con la amenaza de muerte por delante/ amigos, mejor que se detengan y piensen/ todo el mundo sabe que estamos al borde/ ¿qué pasará ahora que el rey está muerto?”).
Teñida por la decepción y el escepticismo mientras la represión a la comunidad afrodescendiente iba in crescendo, apenas un tiempo después se embarcó en un autoexilio que duraría varios años. Primero fue África, más precisamente, Liberia, fundada por esclavos afroamericanos liberados. Allí se escondió de los focos y se sintió en calma. Pero al cabo de unos años, el dinero comenzó a escasear, los cambios abruptos de su ánimo no se mitigaban y la relación con su hija empeoró. “Ahora era ella la que golpeaba”, contó Lisa en el documental de Garbus.
Nina tuvo que volver a los escenarios de bares nocturnos para poder vivir. Hasta que finalmente en 1980, con la ayuda de los pocos amigos que le quedaban, recibió asistencia psiquiátrica y comenzó a tratar por primera vez su “trastorno bipolar y síndrome maníaco depresivo”, como la habían diagnosticado.
Luego, con Suiza, Holanda, Barbados y Francia, donde se instaló definitivamente en 1993, volverían los grandes conciertos y con ellos, el cálido recibimiento de su público. Este, sin embargo, había cambiado: ya no era el coro indomable contra el racismo porque el movimiento por los derechos civiles se había disipado. A él le cantó su versión de “Stars” de Janis Ian. (“Pero nunca sabrán el dolor/ de vivir con un nombre que nunca poseías/ o los muchos años olvidando/ lo que sabes demasiado bien”).
Nina murió el 21 de abril de 2003, no sin antes vender millones de copias de sus álbumes en todo el mundo, recibir 15 nominaciones a los Premios Grammy y ser galardonada en el 2000 con el Grammy Hall Of Fame.
Su versión de “My Baby Just Cares For Me”, fue utilizada para una campaña internacional del lujoso perfume Channel y su música influyó a cientos de artistas, entre ellos, a Warren Ellis, integrante de “The Bad Seeds” y “The Dirty Three”, quien este verano publicó una autobiografía llamada “El chicle de Nina Simone”, en referencia a la goma de mascar que la artista pegó debajo de su piano antes de dar su show en el London Festival Hall en 1999 y que Ellis guardó durante más de 20 años como una fuente de inspiración. El Instituto Curtis, que la había descartado a sus 19 años, le otorgó, dos días antes de su muerte en un acto de ironía insípida, un diploma de honor.
Uno podría pensar que la Nina encendida y voltaica que dio todo de sí sobre los escenarios durante los años 60 se consumió con el tiempo, que su rebeldía se mancilló como lo hizo su juventud. Por el contrario, vivió como cantó: fiel a su público, franca con ella misma e indómita hasta las venas
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