En este mundo híper hipster mediatizado y políticamente oportunista, Alejandro Modarelli escribe tan fuerte que fractura. Compone desde una ética, que es una estética que hace piruetas al borde del barranco sin despeinarse, desde el cuerpo y el deseo. Las estrellas del firmamento neobarroso guían y protegen los textos de La noche del mundo (Mansalva): Osvaldo Lamborghini, Néstor Perlongher, Copi respiran gozosos en cada rincón del libro.
Tal vez haya que explicitarlo desde el principio, leer a Modarelli desde sus libros hasta sus artículos, pasando por sus posteos en Facebook es una experiencia vital, lúcida y también profundamente perturbadora. Su contoneo entre la tragedia y la comedia honra el exceso gay que no se adapta y revela a su paso cada hipócrita hendidura.
El barroco de Modarelli es un canal capaz de encauzar fuerzas de la naturaleza para lanzarlas contra los límites. Y cuál va a ser el límite, la última frontera, sino la muerte. Entonces, Modarelli se murió. Y, como Aurora Venturini después de varios días en coma, volvió para contar. Ahí está la primera crónica del libro como testimonio: un problema respiratorio en medio de un vuelo entre Bogotá y Buenos Aires lo postró en un coma por diez días. Y mientras el cuerpo se fuga hacia adentro en silencio como un caracol, el deseo sigue su marcha fervorosa en los sueños.
Desde el balcón terraza de su casa que da sobre el Bajo y se abre al ancho Río de la Plata, Modarelli habla con Tiempo sobre su último libro. De la reflexión militante a la estética, de la política a la filosofía, estos recorridos se reflejan en su libro, compuestos por textos que no sólo tratan del submundo de las locas del antiguo modelo homosexual, donde cuenta historias de cines porno, de la llamada aldea gay (un asentamiento que fue desmantelado por la Policía y terminó siendo incendiado en los noventa), sino también rescata historias de personajes memorables, como Pedro Lemebel o Rudolf Brazda, último sobreviviente de los homosexuales marcados con un triángulo rosa en los campos de concentración nazis.
En tus crónicas y relatos es muy fuerte la conexión con el pasado.
El tema del origen es un disparador muy fuerte. Me interesa descubrir en el presente la huella del pasado que nos formó. Toda la lucha por los derechos LGTBI pasó por varias etapas históricas y parece hoy identificable en algo así como un modo de vida de clase media auspicioso, aceptado o cuanto menos tolerado. Pero la verdad es que las personas trans, gay y lesbianas pobres del Conurbano siguen siendo perseguidas o asesinadas. En el peaje a derechos fundamentales se pagó el precio de la asimilación, que nos exige el olvido de los marginados y de la propia conciencia de parias rebeldes. En un sentido negativo, asimilarse es perder la singularidad de una manera de ser en la sociedad. Se pierde, sobre todo, en el mercado de consumo dirigido a nuestro colectivo, que no estamos interpelando, y es una trampa del sistema neoliberal que necesita nichos de ciudadanos consumidores.
Modarelli reivindica al antiguo homosexual como inasimilable por el sistema y dice que hay un goce en sentirse diferente, en sentirse parte de un modelo de vida que desestabiliza las normas represivas de la sociedad. Pero, se pregunta ¿qué gestos desestabilizan en un momento como el actual? ¿Qué queda de revulsivo en la homosexualidad?, ¿qué propuesta representamos para no quedar presos del mercado neoliberal?
El matrimonio igualitario era necesario, al menos para tener como en mi caso el derecho a repudiarlo de inmediato, pero produjo y aún produce reacciones muy virulentas, porque es una institución que se entronca con la concepción religiosa y autoritaria de familia. La posibilidad de una familia originada por dos hombres o por dos mujeres desestabiliza. Y es más interesante cuando se amplía a los derechos reproductivos, porque rompés con toda la trama fomentada y dogmatizada por la Iglesia Católica. Es lo que lleva a Bergoglio a decir que la ideología de género es igual a una bomba atómica. Él lo tiene que cacarear así porque en realidad se le cae como Hiroshima el orden natural inventado que pregona.
Tras esa conquista de derechos, vino una reacción conservadora muy fuerte en todo el mundo.
Hay algo en el espíritu de época que trata de aniquilar aquello del progresismo que más le molestó a los conservadores religiosos: ellos lo llaman ideología de género. Nos apropiamos de un terreno del que eran amos y señores, porque poseían el dominio de los cuerpos. Ahora, hay que decir que no por eso somos en realidad mucho más libres, porque nadie lo es en un mundo donde todo se convierte en mercancía, incluidas las sexualidades diversas. Como dijo alguna vez Guattari: hay que aprender a emborracharse con agua.
Lo políticamente correcto era una frontera débil tras la cual acechaba la jauría
Esa línea se quebró. Ahí está Trump diciendo barbaridades y quitando cupo a estudiantes transexuales, por ejemplo. Se lo ve todo el tiempo, acá mismo, en las cosas que se escuchan en la calle. Hay un código social que se rompió, un montón de gente asustada que empieza a retraerse al vientre de la manada. Veo que el temor nos retrotrae a creencias prepolíticas y cualquiera se siente autorizado a expresar con gran liviandad toda clase de brutalidades. Esto no pasaba desde hace mucho.
En tus relatos hay una celebración del cuerpo como espacio de una memoria feliz.
Es la memoria de un cuerpo que gozó el zanjón. En Rosa Prepucio, mi libro anterior hay una loca envejecida que dice que al final va a recordar la cantidad de orgasmos vividos, no el recuerdo del padre ni de la madre. Es ese cuerpo totalmente infiltrado por el deseo, que optó por la intensidad y no por la duración.
Tus relatos canalizan literariamente el debate de una época, ¿es deliberado?
Sí, es una época escatológica. En un mundo amenazado por su propio sistema económico, porque no da las respuestas que daba antes, surgen fantasmas que hacen que hasta los privilegiados se sientan inseguros; es como en la Edad Media, la fortaleza está asediada y hay que aferrarse a posiciones y posesiones. Esto se impone como relato principal y policial de la cultura urbana. Entonces, al escribir, suelo recurrir a la memoria de mi cuerpo, de cuando era chico y empezaba con mis primeros escarceos en medios de transportes. Escribo la memoria gozosa del cuerpo en la ciudad. Alejo los fantasmas pánicos, entre ellos el miedo al encuentro furtivo, el miedo al otro. Y esa escritura retoma debates entre el antiguo régimen homosexual y el nuevo modelo gay. Intervengo en favor de una homosexualidad revulsiva, como un elemento de la sociedad. Ahí hago una elección. No tengo nada que ver con ese modelo gay del wedding planner, el crucero gay o las locas que en el barrio de Chueca en Madrid hacen fila para cortarle el pelo a su caniche. No quiero ni puedo ser incorporado a ese mundo, que será fascinante para ellos, pero que a mí me resulta soporífero. Extraño el esplendor de lo abyecto.
Ese estilo gay revulsivo que reivindicás visibiliza los más profundos temores que se agitan en la sociedad.
Nosotros los homosexuales no clonados tenemos algo inasimilable en nuestra sexualidad. Y aunque parece que todo está tranquilo con los gays palermitanos, el homófobo aparece en cualquier momento. Y va a aparecer. Retomo lo de hace un momento, basta ver cómo surgen los fantasmas en este momento en que la casa está amenazada. Aumentaron los crímenes de odio, se hace visible la violencia contra las mujeres. Hay algo que sigue jodiendo. Cerraron todos los cines porno. Quieren cortar ese exceso inasimilable como la sexualidad no controlada, realmente diversa, en la oscuridad del cine rotoso, que no pueden sentarse a negociar como las grandes discotecas.
¿Es posible una alianza entre los diferentes mundos marginados?
Es una discusión que se da hacia adentro de los colectivos LGTBI, que tiene que ver con la opción por encerrarnos en nuestras demandas exclusivas o inclinarnos a una coalición con otros sectores vulnerados. Es decir, si vamos a intentar recuperar el diálogo con los excluidos del orden social y económico mundial. Un poco lo que dice Judith Butler: no caer en la trampa del imperio, que nos convoca a librar una batalla en nombre de las supuestas libertades de Occidente, y en la que no somos para ellos más que un instrumento de satanización. Nos dicen: El Islam mata putos, pero silencian lo que pasa en otros países cristianos fundamentalistas de África, como Uganda, ni muestran que dentro del Islam hay una lucha por la hegemonía saudí, que es el extremismo religioso. Hasta hace pocos años en Holanda cuando un musulmán pedía la residencia se les mostraba fotos de gays besándose para ver cómo reaccionaban, ¡pero si se las mostraban a un evangelista retrógrado iba a reaccionar de un modo similar! Esa no es nuestra lucha, sino la del imperio.
En tus relatos la memoria funciona como un cerco irreductible.
Me parece fundamental como hecho político disruptivo dentro de esta suerte de confort actual, que actúa como si no hubiese historia. Como si no hubiéramos llegado a este punto sobre tantos muertos, entre estos los que murieron de sida. No podemos dejar a nuestros muertos sin presencia, no ser hospitalarios con ellos. Es necesario para pensar nuestro presente. Qué precio vamos a pagar por pertenecer al orden social. Hay un pasado que interpela a la sociedad. Si pensamos que no queda nada más por interpelar, que no hay coaliciones que se puedan producir en recuerdo de nuestro sufrimiento pasado. Si ese sufrimiento no sirve para sentir empatía por estos grupos de desplazados, sirve para poco. No podemos olvidar nuestro origen para cortarle el pelo al caniche. No tener conciencia de que hay un origen común de todas las injusticias y un deseo de todas las libertades, como dice la consigna de la CHA: En el origen de nuestra lucha, está el deseo de todas las libertades. Nosotros también luchamos para que se incorporen otros grupos que ahora son marginados, si no quedamos arando sobre la misma rueda. Ojalá que mis libros jamás sean leídos como literatura gay igualizante, porque la diferencia que interpela, nuestra singularidad loca, es aquello que nos permite salir del narcisismo del clon y del cautiverio de la góndola para poder emborracharnos con agua. «
El mantra final de la Marie Roxette
Quizá debimos advertir antes que nadie los primeros signos de catástrofe a través del desalojo de la Aldea Gay, que seguíamos por la televisión en los noticieros de la tarde. Cuando a fines de los años noventa la intendencia pasó las topadoras sobre ese rancherío sin luz ni agua potable, inventado de apuro junto al río cienoso, quienes reclamaban misericordia frente a las cámaras y delante de sus casillas eran locas de cejas depiladas, dentaduras que nunca visitó un dentista, vaqueros rescatados de la basura que pretendían formar una alta cintura y melenas enrojecidas por el abuso del agua oxigenada. (
)
La guaracha que hasta unas semanas antes hacía bailar las casitas de chiste, embellecidas por el cachivache reciclado y los sillones cosidos con alambre, cedió al sismo de la topadora. Los más rebeldes rechazaron las habitaciones piojosas que les ofrecía el gobierno, y volvieron a la vera del río a levantar de nuevo las maderas y las latas de sus ranchos, trazando otra vez un catastro de lo imposible. Pero la música no se escuchó más. Como si supieran de antemano que todo ese esfuerzo por revivir la Aldea estaba destinado al fracaso, prefirieron quemar hasta los bibelots que el poder había dejado rotos en la tierra. (
)
El fuego, definitivo, se encendió semanas después de que pasara la topadora oficial, por una discusión de borrachas y un chongo en disputa. Todo ardió. A través del cataclismo, los olvidados del mundo sintieron que podían vengarse de su puto destino de invisibles. Si mi destino es un techo de lata y unas paredes de cartón en la zona fantasma de la ciudad, sometidos a la indulgencia o el exterminio del poder de turno, me queda solo para jugar el dado de la tragedia, el último. La tragedia convirtió el feo paisaje en sagrado, aunque no fuera más que por unas horas, y la vida ahí tuvo entonces algún sentido de trascendencia. Lo que sucumbió al sacrificio provocado por la ira, del que es testigo la población arrasada, renace como memoria de un instante mítico. Y televisado.