El nombre de Mauricio Kartun está indisolublemente ligado al mundo del teatro, donde logró un enorme reconocimiento como dramaturgo y director. Pero el obligado aislamiento que produjo la pandemia impuso sus propias reglas y su potencial creativo se volcó a la narrativa, relatos breves en torno a un mismo personaje que publicó en redes sociales y que más tarde se transformarían en su primera novela, editada recientemente a través de Alfaguara, Salo Solo. El patrullero del amor. Salo es la abreviatura de Salomón, un hombre que también está abreviado ya que, como dice en la primera línea, “puso menudito en Tinder y la cagó”.
Con unos 65 años y viudo, Salomón Goldfarb sale a buscar el amor que lo libere de la soledad. “El médico de los nervios” le ha indicado que “circule” por distintos ámbitos en busca de una mujer. Es así que va de un grupo provida enemigo del aborto, a un reencuentro con una prima, luego con una vecina, sale de camping en afán de conquista, pasa por un taller literario, trabaja como extra en una película y echa mano a cualquier alternativa que pueda suponer un encuentro con el amor. Pero todas las aventuras culminan en un fracaso, estruendoso.
Estas tragedias existenciales propias de la vejez y de la soledad, son narradas con un humor que es en Kartun una característica distintiva.
Las circunstancias, incluso las más negativas, como la pandemia, permiten descubrir lo que quizá no se creía poseer. Aunque en el caso de Kartun, más que de descubrir se trató de redescubrir, ya que, como cuenta en esta nota, comenzó escribiendo narrativa a los 20 años. Además, es un notable narrador oral que transforma en aventura apasionante cada cosa que cuenta. Su conversación tiene un poder hipnótico como si hubiera heredado el don de los encantadores de serpientes o de los viejos narradores de feria. El arte ancestral de narrar está en él independientemente de que lo haga a través del teatro, la novela o la charla.
–Salo Solo nació de textos que en pandemia publicaste en las redes sociales. ¿Cómo se convirtieron en novela?
-Fue un devenir natural. Cuando comencé a escribir en las redes, no había premeditación de novela, sólo una pulsión de risa común. En pandemia y entendiendo que las redes sociales eran un soporte azaroso al que había que adaptarse porque no había otra posibilidad, comencé a escribir sin tener en boceto más que tres de estos relatos. Me divertía la idea de tomar al personaje de Salo y hacerlo atravesar algunas circunstancias, pero no sabía si estas circunstancias del galanteo tardío de un viudo que a los sesenta y pico sale en busca del amor me daba para mucho más que para los relatos que tenía rondando en la cabeza, algunos armados de recuerdos o de cosas que me habían contado. Al no haber premeditación de novela, no había estructura, se fue haciendo a sí misma en la hipótesis más ortodoxa de eso que en el arte llamamos lo autopoiético, lo que se construye a sí mismo. Publiqué un relato en las redes y hubo demanda y hubo risas. El humor busca una respuesta absoluta y, si no la obtiene, se desinfla. Los dos siguientes me resultaron más sencillos porque ya los tenía bocetados.
–¿Y cuándo tomaste conciencia de que esos relatos, funcionaban?
-Cuando publiqué el segundo ya me di cuenta de que la vieja hipótesis de uno, unidad; dos, variedad; tres, multitud se aplicaba bien en este caso: si publicaste tres, es que podés seguir. Allí se empezaron a armar nuevas hipótesis.
-¿Cómo fue el pasaje al formato novela?
-Como dije, nunca pensé estos relatos como novela, por lo tanto nunca pensé en términos estructurales. El formato era “las aventuras de…” que es un formato histórico.
–El Quijote es considerado la primera novela moderna y tiene esa estructura de relatos que se encabalgan y, a la vez, se pueden leer de manera independiente.
-Efectivamente, lo mismo que El lazarillo de Tormes. El formato “las aventuras de…” coincide con algunos formatos modernos como la historieta y algunos contemporáneos como la serie. Creo que en mi caso primó una energía más próxima a la serie, en el sentido de dejar un gancho para el relato siguiente. Cuando llegué al relato 14 me di cuenta de que ya necesitaba cerrar, que no tenía muchos más y que los que tenía me ofrecían una posibilidad de cierre, incluso temporario, porque luego podían surgir nuevas aventuras. La hipótesis de publicación fue “cerré una serie de relatos con este formato de las aventuras de…” Mucha gente me había dicho que si estos relatos no estaban en un libro, era muy difícil leerlos, aunque en realidad estaban reunidos en un blog. Presenté el trabajo a Alfaguara sin considerarlo todavía una novela. Cuando vimos que realmente se podía publicar, volví al trabajo e hice una nueva edición en la que encontré algunos hilos de unión que le daban más consistencia a la estructura total.
-Es curioso que digas que la novela se hizo sola.
-Yo siempre recuerdo algunas experiencias fundantes en mi dramaturgia en las que la obra se hizo sola. Después, ya empezaron las especulaciones, uno ya empezó a temer más a los malos resultados y a tomar muchísimas más precauciones. Creo que Salo Solo me agarró tan desprevenido que me permitió volver a aquella energía original: escribir definitivamente acrítico, escribir sin la preocupación de la totalidad, mirando el momento. Eso se parece mucho a lo que en la vida son los amores: vivir el momento con mucha energía y mañana veremos. Cada uno de los relatos cargó con eso y, en este sentido, son relatos amorosos. Me enamoré de esa situación, la desarrollé, la terminé y no sabía qué podía pasar mañana.
–¿Antes de esto habías escrito narrativa?
-Poco. Comencé escribiendo narrativa a los 20. A esa edad gané un premio de una editorial comunista, Hoy en la Cultura, que aún conservo. Allí estaba Pedro Orgambide y había mucha otra gente interesante. Fue el primer cuento que escribí en mi vida, lo pasó a máquina una novia de ese momento, porque yo ni siquiera tenía máquina de escribir. Lo escribí durante una clase de italiano. Fui un alumno repetidor, de modo que terminé el secundario a los 20 en un colegio nocturno. Mi vida estaba en ese momento en una deriva. Mi padre había muerto hacía poco, yo me había hecho cargo junto con mi hermano de un puesto en el Mercado de Abasto que tenía mi padre. Mi vida pintaba de puestero del Abasto. Era un alumno fracasado, qué otra cosa me quedaba. El premio me dio un gran empujón. Escribí narrativa un tiempo, pero muy pronto la dramaturgia se me reveló como un lugar, sobre todo, de una escritura más social, en el sentido cotidiano de la palabra. En el teatro estás acompañado, los actores quieren probar rápido el texto, siempre aparece un director que te dice “si tenés una obra, traéla”. A mí me ganó mucho esa energía y continué escribiendo hasta hoy en que también dirijo. Cada tanto sentía que, algo que había bocetado para teatro se me escapaba y tenía que atraparlo en alguna otra estructura y escribía un relato, pero era un relato utilitario, no para que alguien lo leyese. La intención era darle una formulación artística al relato en un soporte para tratar de mantenerlo vivo y luego retomarlo y transformarlo en una obra de teatro. Cada tanto, en redes sociales, publicaba alguna de estas experiencias, pero la verdad, jodía, coqueteaba, me demostraba a mí mismo que podía escribir de una manera más o menos solvente un relato, pero lo hacía de una forma absolutamente irresponsable.
–Que es cuando mejor salen las cosas.
-Sí, definitivamente, es cuando mejor salen. Antes de los relatos de Salo había publicado un folletín por entregas que todavía está subido a un blog que se llama «Konsuelo».
–¿Con K? Ya eras un visionario.
-(Risas) Ya era. Ahora tengo ganas de transformar también ese folletín. Tengo una práctica, una soltura, pero no tengo experiencia. Creo que escribo narrativa usando la parte del cerebro para escribir teatro, que es la que tiene que ver con los sentidos. Escucho, miro, no pienso tanto en términos literarios ni estructurales como en términos sonoros. Eso ha generado una escritura que desde afuera se ve como original, pero que yo veo como repetida porque uso los mismos recursos que utilizo en términos teatrales. Mucha gente me dice que en la novela se mezclan voces. Y es cierto, en la narrativa cada voz que aparece debe ser identificada por el lector. En mi caso, tengo oído coral, escucho voces como en el teatro. Lo que hice en la novela fue registrar las distintas voces sin identificarlas.
–Pero eso la enriquece. El procedimiento teatral te permite crear un personaje muy vívido. Como sucede con el Quijote, creo que cualquier lector lo reconocería, si se lo trasladara a la imagen. Además, hay una voz que interpela al lector y eso también es una riqueza.
-Creo que hay otro factor oculto generador de forma. El hecho de publicar en redes sociales hace que el que publica esté presente siempre. La voz que mencionás es mi voz que dice “no me pidas que te cuente detalles de lo que pasó en ese dormitorio”, por ejemplo. Está implícita la presencia del narrador original. Soy un convencido de que los soportes generan forma. En los autos sacramentales, qué es lo que generaba forma: el lugar en que se representaban. Es la Semana Santa la que genera la forma y no una intención intelectual previa. En su medida, aquí pasa lo mismo. El hecho de publicar en una red social carga al hecho de guiños que, pasados a un libro, cobran un valor diferente. Fuera del soporte, uno los ve como forma pero ya no los entiende como sentido.
–¿Cómo nació el personaje de Salo?
-Está compuesto de fragmentos que se vuelven orgánicos. Pero la imagen inicial surgió un día en que habíamos ido con mi mujer a ver una obra por la zona del Abasto y luego nos metimos en un grill. Cerca de nosotros había una pareja cenando y él hablaba muy fuerte. Se notaba que era la primera cita y que eran de la colectividad judía, él le contaba de sus hijos que vivían en Israel. Ella, muy atildada y bien vestida, asentía, pero él hablaba, hablaba y hablaba. En un momento le dije a mi mujer haciendo un chiste: “yo creo que alguien debería acercarse a la mesa y decirle: “Salo, no hables tanto. Así no la vas a poner nunca” (risas). Eso empujó hacia el lado del perfil judío del personaje y de su universo.
-¿Y cómo conocés tanto de la colectividad judía?
-Es que soy café con leche. Mi madre era una asturiana católica y mi padre, un judío de familia tradicional. En la infancia y la adolescencia estuve muy cerca de la familia de mi padre. Si te criás en una familia así aprendés veinte palabras en idish con las que podés convencer a cualquiera de que lo hablás.
-¿De dónde nace tu humor?
–Tanto en la vida como en la escritura, no puedo pensar sin humor. En este sentido, comparto con Salo la pulsión de la comicidad. Mi padre y mi madre eran muy teatreros. Vivíamos en San Martín, pero los sábados nos veníamos al centro a ver teatro. A mi padre le gustaba mucho el teatro de revista que en esa época era para todo público. Durante mucho tiempo extrañé ese humor grueso, guarango, mezcla de lo ingenioso con lo chabacano, hasta que apareció la escuela de Capusotto que, de alguna manera, lo representa. Cuando me siento a escribir, si no aparece el humor, comienzo a sospechar del material. Yo sospecho siempre de lo solemne.
Vejez e invisibilidad
–En tu novela abordás con humor la soledad que conlleva la vejez. Salo, pese a sus chistes, vive una situación personal muy difícil.
–Parte central del conflicto del personaje es esta condición de invisibilidad que comienzan a cobrar los cuerpos en determinado momento. Dejan de ser un cuerpo observado, deseable y generador de hormonas y empiezan a volverse invisibles. Siempre recuerdo a una persona que conocí hace mucho tiempo, una señora muy guapa que había sido modelo y que me decía que vivió con mucha angustia el momento en que en la calle habían dejado de mirarla. Descubrió que se había vuelto transparente, invisible. Creo que eso es común a toda la humanidad. Hay un momento en que el cuerpo deja de ser mirado como el cuerpo ambicionado. Salo lucha contra su condición: viudo, solo, consumidor de Rivotril e igual insomne, con una profesión que ha entrado en una condición obsoleta y repudiable como es la de peletero y, frente a eso, sale a ganarle a la situación. Los que escribimos teatro sabemos bien cuál es el valor del conflicto, la capacidad de tracción que puede tener en el relato porque la acción deviene del conflicto. Escribí las aventuras de alguien que lucha contra su condición. No es lo mismo la búsqueda del amor a los 20, los 40 o después de los 65. Y aquí aparece el sesgo moral inevitable que tiene esta escritura que es descubrir que la felicidad está en los otros, está en salir de la cueva, en sentir que con otro me expando y que solo me contraigo. Se llegue o no al amor, se llegue o no al sexo, la felicidad está siempre en los otros.