La soledad, la solidaridad, la traición, la identidad, el mundo femenino, la memoria, el exilio dentro del propio país al que condenó la dictadura a quienes se quedaron y el aislamiento que impuso la pandemia son los ejes sobre los que gira la última novela de María Teresa Andruetto, Aldao (Random House).
Una narradora sin nombre militante política de los años ’70 cuenta en primera persona su vida en un hotel modesto que será un precario refugio durante los años de plomo. Allí mismo parirá a su hija, Diana, y padecerá la soledad del abandono, y el miedo y la angustia de la incertidumbre.
La novela atraviesa distintas texturas narrativas , distintas voces, también hay una voz en tercera persona que narra lo inenarrable: los recuerdos de infancia. Uno de los desafíos de la novela es precisamente ese, lograr atrapar en la escritura la naturaleza caleidoscópica de los viejos recuerdos que conforman imágenes siempre cambiantes porque las leyes de la memoria son arbitrarias. Por eso, el pasado se reescribe durante toda la vida de maneras distintas. El ayer no está compuesto de fotografías quietas, de imágenes inmóviles. El recuerdo no es mero registro, sino creación, narración y también olvido. «Es increíble la memoria –se lee en Aldao– yo misma me sorprendo de lo que voy contando, es como un carretel que empieza a rodar y se me escapa de las manos y de la voluntad; porque una cosa lleva a la otra, como un río de montaña que serpentea, pega saltos y salpica aquí y allí sin que podamos detenerlo».
Esta novela de mujeres solas en que reaparece Aldao, un espacio imaginario como la ciudad de Santa María de Onetti o el condado de Yoknapatawpha de Faulkner, tiene un recorrido circular. Como una serpiente que se muerde la cola, una iconografía medieval que plasma la noción de infinito, la narración comienza y termina con la desesperante soledad del encierro. Este camino que confluye en un aislamiento causado por motivos diferentes –la dictadura y la pandemia– está poblado de otras historias, todas ellas narradas con la sensibilidad y la maestría a las que nos tiene acostumbrados Andruetto.
–¿Qué te llevó a escribir este libro?
–Hay un territorio ficcional pero que, de algún modo, responde a una zona de mi conformación como persona que son los pueblos de llanura, atravesados por la inmigración y habitados por una clase media o media baja. De este modo surge Aldao, que ya aparece en Lengua madre, La niña, el corazón y la casa y en un cuento que se llama «Gina» que está en No a mucha gente le gusta esta tranquilidad. Me interesan las distintas formas del habla porque quiero que las voces que voy construyendo respondan al imaginario de una persona de verdad, que el lector perciba en ellas todo: una condición social, una forma de estar en el mundo…Aldao ya estaba presente, lo que surgió nuevo es esa voz del comienzo que dice: «Vivíamos en una de las piezas de arriba. Habíamos dejado la casa que compartíamos con otros…». Entonces comienzo a tirar de ese hilo. Cuando esta narradora sin nombre cuenta de su hija, Diana, y de las condiciones en que la tiene, comienzo a preguntarme qué pensará esa hija, cómo ve ese mundo. Interrogarme sobre cómo se mira desde distintos lugares una misma cosa es algo muy mío.
–Luego la novela cambia, aparece la tercera persona y la escritura, sin dejar de ser narrativa adquiere la forma de la poesía. ¿Eso lo pensaste antes o surgió en la escritura?
–Esas cosas me aparecen en el camino del escribir. No es que yo piense «voy a hacer tal cosa, voy a poner esto o lo otro», sino que aparece luego la voz de la otra narradora que tiene un volumen distinto. Entonces sin olvidarme de narrar hago un trabajo poético en el sentido más tradicional: los cortes, la disposición de los espacios. La memoria no va directo al pasado que Diana no conoce del todo, sino que va haciendo rulos como sucede con uno mismo cuando rumia algunas cosas. Es una memoria que va y viene y se busca a sí misma, que ronda los hechos dolorosos quizá para poder procesarlos mejor. Van surgiendo voces y así se va armando una estructura mientras avanza el proceso de escritura.
–En el medio de la novela aparece una suerte de informe relacionado con la psiquiatría que supongo que es ficcional. ¿Qué te llevó a incluirlo?
–El hecho de que hay personajes a los que lo psiquiátrico los toca, como ese hombre al que le comunican que ha muerto su psiquiatra, y porque lo psiquiátrico también está en mí. Hay una frase de Demócrito de Abdera que dice «Todo está hecho de azar y necesidad» y para mí la escritura es eso. Uno va andando en ella y aparece algo azaroso que se conecta con una necesidad propia de la escritura y también de uno. Entonces surge el tema de la psiquiatría y la anti psiquiatría. En este caso, aunque es una ficción, me documenté.
–También aparecen fotos.
–Ese fue un trabajo que hice con la editorial porque yo quería incluir una foto. Buscamos muchas fotos de psiquiátricos porque yo no quería que fuera una del psiquiátrico de mi pueblo.
–¿Y por qué decidiste incluir esa imagen?
–Ese fue un trabajo que hicimos en el proceso de edición como un agregado a la verosimilitud. Yo juego todo el tiempo entre los bordes de la ficción y la realidad. Aparece un personaje real como Cabred que introdujo aquí la psiquiatría, los tratamientos anteriores a Freud y el descubrimiento del inconsciente. En la novela es el fundador del Asilo de Alienados de Aldao. Quería que esto tuviera la suficiente carga de ambigüedad para que permitiera más ingresos de lectores y de lecturas. Se cruzan allí varias cosas que tienen que ver con mis intereses, como la solidaridad entre mujeres, la apropiación, el maltrato, el abuso, la prostitución. Yo, por suerte, no he tenido necesidad de ejercerla, pero sí he vivido cerca de personas que la ejercían en momentos muy difíciles de mi vida, de mucha precariedad y quería captar esas formas de lo humano y esas maneras de sobrevivir, de resolver la existencia. No se puede ser dogmático e impoluto ante la más tremenda adversidad.
–En Aldao hay diferentes texturas, distintos discursos como el informe que irrumpe en la narración. Pensé en Piglia que decía que la novela es el basurero de los discursos. ¿También lo pensás así?
–Sí, claro, allí entra todo como si fuera una bolsa.
–¿Y ahí cobra sentido lo del azar y la necesidad a la que te referías?
–Claro, distintos elementos terminan armando un todo. En el proceso de escritura de una novela hay como un caldero donde los fragmentos se van fusionando, algunos son desechados como si uno sacara la espuma de un puchero hasta encontrar que la escritura toma temperatura, hasta alcanzar el punto adecuado de cocción. Me doy cuenta cuando empieza a pasar eso y entonces siento que verdaderamente estoy escribiendo, que estoy con un libro en marcha. Eso sucede cuando la escritura encuentra su temperatura y no antes. Por ejemplo, tengo en un archivo que dice «novela nueva» donde tengo como 300 páginas de porquerías que voy poniendo (risas). No tienen, quizá, mucha vinculación unas con otras, pero yo sé que toda la vinculación que puedo encontrar tiene que ver con intereses míos. El día en que tome ese material y busque y busque hasta encontrar una voz que a veces aparece más rápido y otras veces no tanto, sé que todo eso va a encontrar un modo de fusión.
–¿Es decir que hay un momento imprevisible que no se puede manejar en que la dispersión se vuelve unidad?
–Exactamente, es así. Me gusta cómo lo expresás. Wallace Stevens decía que en cada escritor hay un arco de sensibilidad fuera del cual nada existe. Ese arco son los intereses propios, las pulsiones, las memorias y uno se mueve por ahí.
–¿Sos una persona metódica para escribir?
–No tengo un ritmo profesional en el sentido de fijar una hora para comenzar a escribir y hacerlo durante una determinada cantidad de tiempo. La escritura de Aldao fue más rápida porque una parte la escribí en pandemia y tenía más disponibilidad de tiempo. Lo que me impulsa, lo que me va llegando es el deseo de escribir, de saber acerca de esas vidas que van naciendo. Pero este deseo no está todo el tiempo, tiene sus intermitencias y yo me dejo llevar, no lo fuerzo. Pero cuando termino de escribir con los procesos de corrección tengo una relación más de trabajo con lo escrito. Corrijo mucho, pulo mucho. Pero la corriente de deseo va y viene, tiene su propio ritmo y yo lo sigo. Luego doy a leer lo que hice a personas queridas que son lectores agudos y luego me tomo un tiempo, lo dejo resposar.
–Tengo la sensación de que sos de las escritoras que no hacen una planificación previa, sino que van descubriendo lo que escriben a partir de la escritura misma. ¿Sos de las que se largan a escribir sin red?
–Sí. Por eso no puedo escribir todo el tiempo, por eso es más lenta la escritura, por eso puedo estar mucho tiempo sin escribir. Soy una persona muy trabajadora, que viene del mundo del trabajo y que ha trabajado en mil cosas de lo más diversas. Pero si bien la escritura da trabajo, me resisto a considerarla un trabajo en el mismo sentido de los otros trabajos que he hecho. Incluso me parece distinto de dar una conferencia o dar clases. No puedo poner la ficción y la poesía en una cadena de producción. Hay algo que dispara la escritura, pero no sé a dónde voy ni qué van a hacer los personajes, sino que lo voy sabiendo al escribir, porque para mí la escritura es un modo de comprender por qué un personaje hace lo que hace y contármelo a mí misma. Quiero que mis personajes tengan la verdad de alguien vivo. Emily Dickinson decía: «¿Me puede decir si mi escritura está viva?». La escritura es la captura de algo vital muy escurridizo que puede anquilosarse enseguida y que necesita que uno tenga una actitud muy abierta hacia lo azaroso que se articula, seguramente, con una necesidad íntima que uno desconoce. Cuando uno le da la voz a alguien como en el caso del personaje de la novela que narra en primera persona –y esta es una de las cosas más difíciles de la escritura– es necesario escuchar qué tiene ella para decir. Luego, hay que darle a eso que es como un regalo todo el oficio posible, todo el cuidado. Porque el mundo no espera nuestros libros, es uno el que quiere comunicarle lo que ha salido de nuestro interior.
–¿Cómo compatibilizás la vida cotidiana con la escritura?
–No soy una escritora de tiempo completo. La escritura ingresó a mi vida y está en la vida que tengo como algo muy importante, pero no hago una vida para la escritura. Nunca pensé en organizarme en función de un lugar de escritora, en mudarme a otro lugar, alquilar una oficina para escribir o llevarme la computadora cuando viajo. En la época del teléfono fijo nunca lo desenchufé para evitar interrupciones. Nada de eso. Soy también otras cosas, además de ser escritora.
Escritura y trabajo
–Para vos la escritura no es un trabajo en el sentido que uno le da habitualmente a esta palabra, que es un sentido fabril. Pero cuando un escritor está sentado, por ejemplo, en la mesa de un bar aparentemente sin hacer nada, ¿no está en un estado necesario para la escritura, no está, de alguna forma, escribiendo?
–Sí, claro, yo me referí antes a ese criterio fabril que mencionaste. Los romanos tenían tres palabras distintas para nombrar el trabajo: el otium que era el tiempo abierto a la creación, a la libertad; el negotium, que era la negación del ocio, el trabajo productivo, pero la palabra trabajo que usamos nosotros hoy viene de tripalium que era una estructura de tres palos, un cepo debajo de la que se ponía al esclavo para rematarlo.
–Es decir, la noción de trabajo como sacrificio.
–Sí, la idea de sacrificio y también la de lo que rinde. El trabajo de la escritura y de la creación en general necesita –o yo necesito, no quiero generalizar– de un tiempo vacío de otras cosas, un tiempo más libre. Por otro lado, está el tema de lo especulativo que es más propio del trabajo entendido en ese sentido fabril, pero que también se encuentra, a veces, en ciertas escrituras: voy a hacer tal cosa porque está de moda, porque se está hablando de esto o por cualquier otra razón ajena al trabajo creativo en sí. Me parece que eso daña «el uno mismo», esa conjunción entre lo más íntimo y lo social. Lo social hace eco en lo individual y por eso, cada uno es único y, a la vez, es como todos. Creo que ese ida y vuelta sólo aparece cuando uno se toma un tiempo gratuito, un tiempo inservible, para hacer algo que no sabe qué será.