Publicada originalmente en 2005, Falsa calma, la icónica crónica literaria sobre la Patagonia, se acaba de reeditar. En esta nota, la autora se refiere, entre otras cosas, a las nuevas lecturas que genera a casi 20 años de su primera edición.
Este hecho prueba que la supuesta objetividad del testigo no existe y que la mirada crea realidades de acuerdo con sesgos preexistentes.
De la publicación original de Falsa calma donde la autora recorre algunos polvorientos pueblos patagónicos, han pasado menos de 20 años. Por supuesto, en esa crónica nunca hubo sirenas, pero sí una manera particularísima de mirar el Sur de nuestro país que desafió –y continúa desafiando– los lugares comunes del imaginario patagónico que también la mirada de cronistas extranjeros contribuyó a consolidar. En el lapso de menos de dos décadas –un tiempo ínfimo para la historia– el libro, aunque idéntico a sí mismo, se ha transformado en otro en tanto cambiaron las condiciones de recepción. Su reciente reedición , por lo tanto, hace posible leer un nuevo texto en el que Cristoff no habla de un mundo desconocido, sino más bien familiar, ya que ha nacido y crecido en la Patagonia. Descubrir lo extraño en lo cercano y ser capaz de un asombro recién estrenado son dos de los muchos desafíos que se ha planteado en este libro y de los que ha logrado salir airosa.
-Dijiste en una entrevista que reeditado 20 años después de su publicación original, Falsa calma en algún punto se parece a Pierre Menard, autor del Quijote, es decir que el texto era idéntico al original y, a la vez, muy distinto. ¿Cuáles creés que son esas modificaciones en la recepción que se produjeron luego de dos décadas? ¿Qué otras lecturas se dan hoy que no se dieron entonces?
–Creo que la lectura feminista puede estar bastante más marcada hoy que en aquel momento. Desde una perspectiva de género hay personajes muy potentes como Martina o como Milka que en vez de quedarse en el despojo y el aislamiento, organiza a las mujeres de la línea Sur de Río Negro, las hace repensar. Otra cosa que quizá resulte más marcada es la cuestión de los pueblos originarios, porque creo que hoy es una discusión que está mucho más presente que en aquel momento. Milka misma habla de la dificultad que esas mujeres grandes tienen para reconocerse como tehuelches, como mapuches. Creo que estas dos líneas, que en el libro se dan como algo sobreentendido, el contexto de hoy las puede subrayar más, sacar a la luz y ampliar. Hay una tercera línea que tiene que ver con la forma, con la escritura propiamente dicha. Me parece que hoy hay mucha más apertura para leer la heterogeneidad formal de Falsa calma, esa hibridez hecha de crónica de viaje, autobiografía y ensayo, que me parece mucho más irradiante y desestabilizante que la crónica en sí misma. En el contexto en que se publicó originalmente había un boom de la crónica, de hecho, la primera edición salió inaugurando una colección de crónicas que editaba Seix Barral. Es cierto que ya de por sí la crónica, o por lo menos la crónica que a mí me interesa, está hecha de esa heterogeneidad, pero hay sobre el mote una connotación que la lleva directamente al periodismo, es decir que lleva las expectativas de quien lee a un terreno en el cual la información tiene una importancia mucho mayor que la que tiene en este libro. Creo que hoy, cuando se vuelven más cotidianas escrituras que quedan más bien abiertas, que quedan irradiando en varias direcciones a la vez, refractarias a un género que las defina, ya sea que se vendan como novelas, ensayos, autobiografías o lo que sea que un editor o un librero digan, hay un terreno mucho más permeable para percibir cuánto de esa heterogeneidad está presente en Falsa calma.
–Martina es una rubia tehuelche.
–Es tehuelche y alemana, pero Milka trabaja con poblaciones en las que no hay mezcla. Es gente que tiene mucho para repensar y asumirse como originaria. Es muy interesante cómo ella plantea que las religiones occidentales y cristianas, el evangelismo en este caso, son las que impiden, en gran parte, ese reconocimiento, esa reafirmación, si bien es cierto que hay agentes de todo tipo. En estos 20 años, los dos aspectos han pasado a ser ,y esperamos que lo sigan siendo, una discusión mucho más candente.
–Hay otro aspecto que hoy se podría leer en clave feminista, y es que en tu libro las mujeres son las que hacen, mientras que a los hombres la vida les sucede.
–Por suerte, siempre hubo muchas personas, especialmente mujeres, que pensamos en clave feminista. Con esto no quiero decir que yo sea una abanderada. Por supuesto, que en estos años he revisado muchas de mis prácticas y situaciones, pero nunca estuve desligada de lo que el feminismo había hecho hasta entonces. Faltaba mucho por hacer y sigue faltando. En la narradora la primera persona es bastante tenue. Habla más bien a partir de lo que ve, pero no habla mucho de su vida. Anda por pueblos de trabajadores del petróleo. Cuando yo hacía ese trabajo que desembocó en Falsa calma, exageraba los rasgos del vestuario, sobre todo en Santa Cruz. Ya en la línea Sur me encontré con muchas más mujeres.
–¿De qué modo exagerabas los rasgos del vestuario?
–Por ejemplo, me ponía unos pantalones más bien varoniles, sweaters grandes. Quería pasar lo más inadvertida posible porque me hospedaba en lugares que ni siquiera eran hoteles. En Cañadón Seco, por ejemplo, me quedaba en un lugar que en su momento había sido para trabajadores del petróleo. Había una sola línea de una serie de unas 12 puertitas, que daban a un cuarto. En once de las 12 eran hombres y el encargado era un tipo un poco preocupante para mí. Iba a desayunar y a almorzar a un gran salón de las petroleras al que iban hombres que estaban trabajando en los pozos. Especialmente en esa zona no había mujeres. Yo era muy consciente de lo que significa ser mujer en esos contextos, de qué peligros podía estar corriendo. También de cuáles rasgos era mejor no subrayar. Cuando hacía esos viajes, que fueron varios, mucha gente me preguntaba «¿pero no te da miedo?». Afortunadamente, no. Si analizamos a la narradora de Falsa calma, diría que en ella hay marcas de un feminismo tal como lo entendimos o como lo entendí yo. Esa narradora no es para nada, o yo no soy para nada, un personaje ejemplar en lo más mínimo. Ese reclamo de ejemplaridad es algo del feminismo que, a veces, me agota.
–¿Eras consciente de esos rasgos de feminismo en ese momento o era algo que te salía de manera natural?
–Creo que se hizo más consciente después. Es que soy hija de una madre que a los 17 años se fue a trabajar de maestra a la Patagonia, cuando aquello era el Far West. Mi padre y mi madre trabajaron toda la vida codo a codo. Mi papá cocinaba. Crecí en el Sur, en Trelew, y aunque no en toda la ciudad, había ciertos grupos en los que podías ponerte al tanto de algunas discusiones. Fui muy retobada. Me retobé contra muchas instituciones, contra el matrimonio, contra determinados lugares que ocupaba la mujer. Creo que lo que nos enseñó la ola de feminismo más reciente es que, quizá, ciertas cosas que muchas mujeres dimos por sentadas, en realidad no era tan así. Además, aunque teníamos muchos pasos dados, nos faltaban miles de otros. Por eso, al principio, cuando comenzaron las primeras manifestaciones de la última ola del feminismo, yo veía todo como un poco redundante.
–Quizá porque el tuyo era un feminismo más ejercido que enunciado.
–Exacto.
–Existe todo un imaginario literario del Sur que viajeros como Chatwin contribuyeron a consolidar. Pero él era inglés y miraba desde afuera. Vos naciste y creciste allí. Sin embargo, creo que generás una mirada extrañada para poder observar, porque ante lo conocido no hay asombro. –Sí, tal cual. Estoy de acuerdo. Es un extrañamiento muy distinto al de Chatwin y toda la serie de viajeros anglosajones. Aunque últimamente Chatwin es muy vituperado, creo que tiene cosas para rescatar. Por supuesto que tiene una mirada imperial, porque, obviamente, era británico. Pero hay algo en su procedimiento que me parece muy interesante, por no hablar de su prosa. Claro que es una mirada ajena, extranjera y, si querés, colonialista, aunque al lado de otros viajeros británicos es un chiste. Siguiendo tu hipótesis, yo traté de generar un extrañamiento respecto de todos esos relatos que leí mucho. Es más, no sólo los leí mucho, sino que mi reencuentro con la Patagonia está atravesado por esos relatos. Como cuento en Falsa calma, yo crecí queriendo irme del Sur, que es un rasgo bastante patagónico o, por lo menos, lo era en determinada generación. A los siete años ya sabía que me quería ir. En mí ese deseo se acrecentaba porque quería tener una vida literaria que sabía que allí no iba a poder tener. Vine a Buenos Aires, me puse a estudiar Letras y hubo un momento en que no quise saber nada del Sur. Luego, cuando terminé la carrera en Puán, me conseguí un trabajo de traductora en Tierra del Fuego. Estuve un par de meses encerrada en una estancia traduciendo los manuscritos de un viajero que allí, en Tierra del Fuego, había sido un personaje. En la casa había una biblioteca inmensa de relatos de viajeros. Nunca en mi vida había leído nada de eso y allí se me produjo un clic. La incorporación de la no ficción para mí fue un hallazgo. Hasta entonces era una adicta lectora de novelas, también leía bastante poesía, teoría literaria y todas esas cosas que estudiás en Puán. A partir de ahí, comencé a tener una relación particular con la no ficción, con las crónicas de viaje. Para mí ese viaje a Tierra del Fuego fue de reconciliación con el Sur. Fue como volver a unir algo que yo tenía distanciado: la Patagonia, por un lado, y la literatura y la escritura, por el otro. Falsa calma es un retorno que trata de unir esas dos cosas. Es un viaje de exploración, no es un viaje desde el lugar de la que sabe, por eso se produce esa distancia de la que hablás, ese asombro. Hay mucho de exploración también de esa primera persona, de mí misma. Fue convertir la experiencia en letra, en escritura. Creo que también se puede tener esa mirada extrañada para viajar alrededor del propio cuarto como lo hizo Xavier de Maistre. Anecdóticamente te puedo decir que todos los lugares de los que hablo no los conocía y que Trelew, donde nací, es muy urbana. Pero lo cierto es que yo quería que la dicotomía que tenía entre el Sur y la literatura dejara de ser tal y poder mirar todos los mitos conocidos desde otro lugar, no hibridarme con el paisaje. Por eso cada capítulo está deliberadamente centrado en un personaje. En la Patagonia hay personas. Esta es la hipótesis que distancia claramente el libro de tantas crónicas de viaje en las que parece que solo hay paisaje y animales. Recuerdo que la primera editora de Falsa calma, Paula Pérez Alonso, una gran editora, igual que la editora actual, Ana Laura Pérez, me preguntó si no me parecía que quizá conviniera incorporar algo de paisaje. Yo le contesté que en el primer capítulo hay una reunión de personas que fueron a un mismo colegio y que se reencuentran luego de años. Están adentro, en un galpón, y varios de los hombres tienen puestas camisas leñadoras de una tela bien gruesita. Ese es el paisaje. Ponerse una especie de saco para sentarse a una mesa a comer, es algo que ocurre en la Patagonia. Creo que el paisaje es una luz que rebota en las cosas y que por eso hay que buscarlo en los lugares más inesperados.
–Aunque la crónica periodística se caracteriza por utilizar recursos de la literatura, en tu libro se nota que hay una mirada de escritora, no de periodista. ¿Percibís esa diferencia? ¿En qué creés que radica?
–Creo que sí hay una diferencia y que, a veces, esa diferencia tiende a leerse mal.
–¿Cómo se la lee?
–Hay como un subtexto que parecería decir, aunque es algo que no suscribo para nada, que lo literario es «más». Y no, no es así. Cuando, en su momento, escribí el prólogo de Falsa calma lo hice tratando de diferenciar las aguas, simplemente, porque quería dejar más claro cuál es mi abordaje de la no ficción. Una de las diferencias de ese abordaje es el lugar que le doy a la información. Un periodista, por genial que sea –y a mi alrededor hay muchos periodistas que me parecen buenísimos– necesariamente, como parte de su pacto de narración, en su texto tiene que darle un lugar central a la información. En Falsa calma, en cambio, queda clarísimo que no es así. Si vas a buscar información ahí, estás perdido. Mi narrativa no parte del «deber ser» de la información y creo que esa es la gran diferencia, la más clara. Pero hay también otras, como, por ejemplo, el hecho de que, al hacer literatura, no es necesario tener en cuenta los manuales de ética periodística. El pacto es otro, la cosa va por otro lado.
–Tengo la sensación de que en el texto de Falsa calma reproducís de alguna manera lo que hacés en tus recorridos por la Patagonia: te abandonás a lo que pase y, al hacerlo, como escritora tomás un riego, el riesgo de la irrupción de lo inesperado. ¿Es así?
–Sí, es cierto. Para mí esa es la gracia de escribir porque lo inesperado enriquece. Además, creo mucho en la figura del lector voyeur, ese lector que va adivinando y conectando con el deseo de quien escribe. Percibir ese deseo en el narrar a mí me alcanza, para mí es suficiente. Todo lo otro –si está bien escrito o no, si los personajes, si la prosa– viene después. Hay prosas en las que se percibe claramente ese deseo, ese latir, y otras en las que, aunque hipercorrectas, ese latir está aplanado. Es muy bueno que exista ese latido, ese descubrimiento que se produce al escribir sin red, y que el lector pueda sumarse a él.
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