En Papeles de Ana María Inés Krimer cuenta la historia de una mujer decidida a escribir en un mundo de hombres. La narración se escande en tres partes. La primera, “Cartas”, está constituida por el intercambio epistolar entre la joven protagonista, su familia y una amiga. Ana escribe desde la Unión Soviética, a la que ha viajado como parte de una delegación de la Federación Juvenil Comunista. En la segunda parte, “La calle Diamante”, hay una narración en tercera persona en la que se habla de la vida de Ana, de sus afanes de escribir. La tercera, “Querida Ana”, es un intento de reconstruir la vida adulta de Ana, sobre todo como escritora.
“Las cartas –dice la autora– posiblemente sean la antítesis del WhatsApp y hasta del mail en el sentido del tiempo que pasa entre que uno la escribe y el destinatario la recibe.” En su novela, ubicada en la década del ’60, son las cartas las que permiten enfocar al personaje desde distintas ópticas, retratarlo en sus múltiples aspectos.
–Es muy original la forma del libro. ¿De qué modo surgió?
–En principio lo pensé como una historia de iniciación en la escritura. La parte central, la de la calle Diamante, es la primera que escribí. El borrador de esa historia tiene unos 13 años. En el medio, escribí novelas policiales, que es parte de mi producción de estos últimos años. Pero de tanto en tanto aparecía ese borrador y continuaba agregándole recuerdos personales de los ’60, que era la década que me interesaba poner en juego en esta historia. Hasta que el año pasado, ya iniciada la pandemia, tomé ese material, lo releí y lo retrabajé. Se me planteó entonces si seguir, no seguir y cómo seguir. En ese cómo seguir me apareció la opción de hacerlo a través de cartas. Me interesaba ponerme a investigar qué podía pasar si ese personaje de la calle Diamante que yo había escrito en tercera persona tomaba una primera a través de cartas. Escribí una o dos, me entusiasmé y me dieron muchas ganas de continuar con esa voz y, finalmente, esas cartas quedaron como la primera parte de la historia.
–¿Y la tercera parte?
–La tuve que pensar un poquito más. Recordé una novela que había leído años atrás, El hijo de Bakunin de Sergio Atzeni, que es la construcción de un personaje a través de las voces de quienes lo conocieron. Siempre me quedó en la cabeza esa estructura y comencé a probar con las voces de los personajes citados en la primera y la segunda parte a través de cartas y me gustó. En este punto ya sabía que la figura de Ana se iba a transformar cada vez más en un enigma y me gustaba porque así es mi relación con la literatura: un lugar al que nunca llego. Y me gustaba que la protagonista tampoco llegara a ningún lugar y que eso fuera referido a través de voces de quienes la conocían.
–¿Y por qué definís a la literatura como el lugar al que nunca llegás?
–Porque la literatura siempre pone una vara un poco más alta, que es la vara del lenguaje, y es un lugar de acceso muy complejo. Tengo presente la historia de Sylvia Plath. Era una gran escritora, pero también quería ser una buena ama de casa y la chica más linda del pueblo, una serie de exigencias que a las mujeres nos son trasladadas desde un discurso patriarcal histórico y que es algo imposible de lograr. En este sentido, me interesaba pensar la figura de Ana y las dificultades que como narradora tengo con el lenguaje o que, en general, las narradoras, tienen con el lenguaje y los mandatos patriarcales.
–El libro da una visión caleidoscópica del personaje.
–Sí, esa es la visión que yo tuve del personaje desde los primeros borradores. Creo que a esa visión caleidoscópica ayuda el formato de carta, porque permite varias versiones sobre un mismo hecho. Es como un juego de cajas chinas muy interesante desde el punto de vista literario. Cuanto más se complejiza el personaje, más atractivo me resulta. Tenía ganas de hacer un juego con los recuerdos y creo que el encierro de la pandemia tuvo que ver con eso, con empezar a escarbar qué recordaba de esa época para utilizar ese material en el personaje. El tiempo es algo que se juega en las cartas y también en el recuerdo, que deforma la percepción del momento pasado. Hay momentos de la novela que viví, otros que conocí, que me contaron. Pero a esta altura no sé cuál es cuál. El silencio de Ana hacia el final creo que tiene que ver con el silencio de la escritura, que es lo mejor que le puede pasar a un narrador: que hable la escritura y no el personaje.
–Creí reconocer algún eco de Puig, de Boquitas pintadas, no solo por la forma epistolar, sino por lo que las cartas desnudan de una persona y de otra. ¿Lo tuviste presente al escribir?
–No solo lo tuve presente, sino que lo releí, lo tuve muy cerca, en especial en Cae la noche tropical. Creo que es ahí donde más se acercan el registro de narración, las cartas entrecruzadas, incluso cierto tono provinciano que me gusta mucho en Puig y que trabajé en una novela anterior. Es uno de los autores que más me gustan en ese registro junto, por supuesto, a Natalia Ginzburg en La ciudad y la casa o Querido Miguel .
–Tu personaje está anclado en los ’60. ¿Es porque es la década en la que las mujeres intentan hacerse más visibles en la escritura, pero se las mira de costado?
–Sí, esa es la visión que tenía en la construcción del personaje y también la visión de esa década respecto de la escritura de las mujeres. La palabra del título, “papeles”, tiene que ver con esa percepción porque es una palabra devaluada, que no tiene la misma importancia que “escritura” o “libro”. Son los papeles los que narran toda la historia a través de la investigadora que aparece en la tercera parte. Gloira Peirano dijo muy bien que “papeles” era una palabra proletaria. Me pareció un calificativo perfecto porque en la historia sobrevuelan las condiciones materiales en que, por lo general, las mujeres hacemos nuestra producción. Yo nací en Paraná y viví muchos años en la provincia de Buenos Aires. En ese tiempo conocí narradoras y narradores muy talentosos pero sin ninguna posibilidad de que su producción circulara o fuera conocida más allá de quienes nos leíamos entre nosotros. Siempre me quedó la percepción de la centralidad de Buenos Aires y, en general, de la centralidad de la escritura y los modos de legitimación tan complejos y diferentes para quienes veníamos del interior. En los ’60, incluso las narradoras ligadas a los círculos de legitimación tuvieron que dar su pelea, que fue diferente de las peleas de las narradoras del interior, que directamente fueron silenciadas. Eso lo viví con mucha claridad.
–En la novela nombrás a un escritor al que se menciona poco, Elías Castelnuovo. Creo que es él quien habla en la novela de un texto al que califica como muy bueno considerando que venía de una mujer.
–Sí, hay ironía en esa frase. Cuando leí eso me pareció muy representativo de la lectura del Partido Comunista. Los grandes narradores del PC eran absolutamente misóginos.
–¿Era del PC? Yo lo identifico más con el anarquismo.
–No sé exactamente si del PC, pero alguien cercano al grupo Boedo.
–Vos hacés un retrato de ciertos militantes del PC con muchísimo dinero.
–Sí, en los ’60 y los ’70 había familias millonarias que militaban en el PC, así como había otras que no lo eran. Es un tema en el que me sentía muy cómoda por mis vínculos familiares, por mi propia historia. Crecí con esos relatos y en la novela me tomé la licencia de ubicar al personaje en ese espacio que me resultaba muy interesante para contar. En mi relato provinciano, para mí Buenos Aires eran esas familias ricas. No imaginaba que pudiera existir otra cosa. Cuando hace dos o tres años comencé a leer a Fina Warschaver, su escritura me pareció muy interesante y muy moderna. Ella era la mujer de Ernesto Giudici, un alto funcionario del PC. El partido descalificó su escritura porque allí se evaluaba la producción intelectual de cada uno de sus integrantes. Por eso, cuando leí “bastante buena por ser de una mujer”, me impactó. En su novela La casa modesta Warschaver tiene un capítulo que se llama “Suicidio por un piso encerado”, que es de un grado de locura y de modernismo increíbles para el momento en que fue escrito, los años ’50. Me quedé pensando en qué poco conocida es esta escritora en relación con otras autoras como Sara Gallardo o Victoria Ocampo, aunque son contemporáneas en su escritura. Dentro de la narrativa de mujeres también hay un canon que merece ser revisado. Ahora se está conociendo un poco más y yo celebro que así sea, porque están apareciendo voces no tan nuevas pero tan frescas y valiosas como las que ya están consagradas.
–A Sara Gallardo se la reivindica desde hace unos años, pero creo que no siempre ocupó el lugar que merecía.
–Sí, pero ya ha alcanzado un estatus que tiene muy merecido. Uno podría pensar que su tradición familiar y sus contactos algo deben haber ayudado. Escribía muy bien, me encanta. Pero los lugares de legitimación son muy complejos para las mujeres.
–En la novela aparece también el idish.
–Sí, no es central pero podría pensarlo como un idioma proletario porque era el que hablaban los judíos en la diáspora, era la lengua que se hablaba en la casa de mi infancia. Lo he trabajado incluso en mis novelas policiales porque es una marca personal que me interesa conservar. Además, creo que hay una cierta tradición aquí relacionada con esa lengua. Pienso, por ejemplo, en Músicos y relojeros, de Alicia Steimberg, y en Blues de la calle Leiva, de Manuela Fingueret, que de algún modo dialogan con Papeles de Ana. Gloria Peirano me señaló que las posdatas de las cartas constituyen un género en sí mismo. Curiosamente, las posdatas las pensé siempre en idish y las traduje al castellano. En idish hay una palabra, shpilkes, que significa alfilerazos. Y la posdata es una especie de sobresalto que liga con la historia siguiente.
Una carta para Dios
–En Papeles de Ana mencionás a Abelardo Castillo y hablás de la ilusión juvenil de enviarle una carta. ¿Te animaste a mandarle una carta alguna vez? ¿Concurriste a su taller?
–No, nunca. No fui a su taller porque jamás me animé, pero cuando era jovencita y vivía en Paraná siempre pensaba en enviarle una carta.
–Pero tampoco se la enviaste.
–No, nunca se la envié. Es que mandarle una carta a Abelardo Castillo era como enviarle una carta a Dios. Luego, muchos años después, en mis lecturas, encontré el dato de un escritor o una escritora que le había mandado una carta a la que Castillo nunca le había contestado, lo que era absolutamente probable. No creo que contestara cartas de desconocidos. Supongo, además, que debían enviarle muchas. En la novela uní esas dos circunstancias. Lo que sí es real es la confusión que había en mi familia.
–¿Cuál era?
–Todos creían que Abelardo Castillo era Alberto Castillo, el cantor de tangos (risas).
–Y vos le tenías mucho respeto a Abelardo.
–Sí. Más allá de la construcción de mi personaje, Abelardo Castillo en la década del ’60 era realmente “el” maestro. Y no solo en mi percepción, sino en la de muchísimos. Lo era en su producción en general y en sus cuentos en particular.
–Por eso lo incluiste en la novela.
–Sí. Nunca tuve ninguna duda de que tenía que ser él el destinatario de la carta de mi personaje.