Manuel Rivas, Oesterheld y el libro como arma de resistencia

Por: Mónica López Ocón

Parte de la delegación de Santiago de Compostela, ciudad invitada de la 42º Feria del Libro, el autor sostiene desde sus textos un vínculo estrecho con la figura y la obra del creador de El Eternauta, a cuya viuda Elsa dedicó su última novela.

En el lenguaje de El Eternauta, Héctor Germán Oesterheld (HGO) cumple ahora 87 años. Hijo de padre alemán judío y de madre vasco-española, HGO nació en Buenos Aires el 23 de julio de 1919. No hay fecha para su muerte. En la historia dramática de la humanidad, tal vez el eufemismo más terrible es el de ‘desaparecido’. El dictador argentino Videla es autor del siguiente aforismo: ‘No están vivos ni muertos; están desaparecidos’. HGO es un desaparecido. El número 7.546 (en la lista CONADEP, Comisión Nacional de Desaparecidos).

Se sabe que en la Nochebuena de 1977, sus captores le dejaron cinco minutos de visión, sin capucha, que saludó uno por uno a sus compañeros de cautiverio y que cantó con un joven detenido-desaparecido la canción Fiesta de Joan Manuel Serrat. De forma premeditada, sus hijas también fueron desaparecidas, en este orden: Beatriz (19 años), Diana (23), Estela (24) y Marina (18). HGO es uno de los más extraordinarios creadores de aventuras del siglo XX. Cambió el perfil del héroe. El Eternauta, su principal creación, una estremecedora ficción premonitoria, atraviesa las fronteras políticas y de los géneros literarios y se erige en un clásico para mayor número de lectores cada día. Una obra homérica del cómic que interpela al género humano”. Quien habla con tan afectuosa familiaridad del autor de El Eternauta, una obra que traspasó fronteras pero que es emblemática de la Argentina, no es un argentino, sino un gallego. Se trata de Manuel Rivas, periodista y escritor nacido en La Coruña que fue la figura estelar de la 42° edición de la Feria del Libro de Buenos Aires.

La extensa nota que habla de la tragedia que atravesó a la familia Oesterheld apareció en el diario El País de España el 24 de agosto de 2008. Rivas llegó al país para integrarse a la grilla de actividades de la Feria del Libro como integrante de la delegación de Santiago de Compostela, que este año fue la ciudad invitada de honor del evento. Fue en ese marco que Rivas presentó su última novela, El último día de Terranova. Una de las personas a la que está dedicada es a Elsa Oesterheld. “Yo había hecho un reportaje sobre la familia Oesterheld que se publicó en la revista del diario El País, como «El desaparecido Hugo, una historia argentina», le explica el autor a Telam. Además me habían regalado El Eternauta y me impresionó ese libro que era una especie de profecía. Coincidí en Buenos Aires en una mesa con Elsa, por la presentación de un libro. Le dije que había leído El Eternauta y empezamos a hablar, tuvimos una conversación de horas que siguió con una entrevista al otro día y a partir de ahí, en vez de estar diez días decidí quedarme dos meses”.

La novela, que habla entre otras cosas del exilio de los españoles en la Argentina durante la Guerra Civil Española y del de los argentinos en España durante la última y sangrienta dictadura cívico militar, también menciona la desaparición del autor de El Eternauta y sus cuatro hijas, además del asesinato del sacerdote Carlos Mugica. “Me siento un expatriado -dice Rivas en la misma entrevista-, me gustaría tener certificado de náufrago, me siento muy identificado con esa especie de sombra del exilio, porque la cultura española resistió y revivió en el exilio”. La Terranova a que alude el título de la novela es una librería fundada y dirigida por Amaro y Comba, los padres de Vicenzo Fontana, el protagonista, y por su tío Eliseo. Corre 2014 y ese espacio que durante más de 60 años fue bastión de la resistencia cultural está a punto de desaparecer, empujado por la codicia inmobiliaria. Entre los libros prohibidos de esa librería se refugiaron los perseguidos, los exiliados, los que perdieron su lugar en el mundo por razones políticas, por la barbarie de las guerras, por la impunidad de los genocidas que tienen características similares en todas partes. Dice Rivas en El último día de Terranova: “Los nazis, los fachos y los gorilas siempre se entendieron. Los milicos estudiaron mucho a Franco, ¿verdad Garúa? La guerra de España fue la guerra de todas las guerras. Las del pasado y las del futuro”. La Garúa a la que el personaje interpela en esa frase es una montonera argentina exiliada en España.

El arma de la palabra

Los libros aparecen de manera recurrente en la escritura de Rivas. Una de sus novelas se llama, precisamente, Los libros arden mal y ha obtenido el Premio de la Crítica española, el Premio de la Crítica de Galicia y el Premio al Libro del Año 2006 del Gremio de Libreros de Madrid. El libro arranca con el levantamiento contra la República en 1936 y va enlazando diversos personajes. Su título alude a la feroz resistencia que el papel impregnado de ideas opone al fuego de la barbarie. Sin duda, a través de sus libros y artículos Rivas habla de la palabra escrita como artefacto peligroso y explosivo, como arma de ataque y también como escudo de defensa. Precisamente, en el artículo referido a la vida y desaparición de Oesterheld, su viuda le cuenta que quizá su sentencia de muerte comenzó a corporizarse cuando le estampó su firma a la minuciosa biografía del Che Guevara que había escrito porque le pareció que la valentía de quien había ayudado a forjar la Revolución Cubana no se merecía la cobardía de un seudónimo.

Los discursos sobre el libro Es indudable que el escritor gallego no se alinea con quienes sostienen el discurso estereotipado y vacío sobre la importancia de la lectura, los que la prescriben como una actividad tan saludable como la lactancia materna y tan buena para el cuerpo y el espíritu como el yogur descremado. Según parece, para él, el libro se parece más a una bomba Molotov que a un pulcro santuario al que recurrir para elevar el espíritu y hacer citas cultas en las reuniones sociales.

La cultura, de la que el libro es uno de sus heraldos, es un lugar de tensión política y de disputa. Quizá sea por eso que la inauguración de cada Feria del Libro suele estar precedida en mayor o menor medida por una tensión, un conflicto. Durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner Horacio González desató una polémica imparable cuando cuestionó a Mario Vargas Llosa como encargado del discurso inaugural de la Feria. Este año, ese discurso estuvo a cargo de Alberto Manguel, quien nombrado como director de la Biblioteca Nacional por el gobierno de Mauricio Macri, aún no ha asumido formalmente su cargo y tal vez por eso no se ha sentido con la obligación de pronunciarse sobre los despidos producidos en esa institución, como si la función de director de una biblioteca consistiera solo en mantener una asepsia administrativa sobre los volúmenes que atesora y cuyos destinos alguna vez rigió Jorge Luis Borges. Claro que el silencio puede ser también una respuesta elocuente. Si se entiende el libro como lo entiende Manuel Rivas, es decir como objeto político, como patrimonio tangible, como bien de disputa, queda claro que está incluido en la distribución de la riqueza y un modelo de biblioteca no es otra cosa que la forma en que se distribuyen los bienes simbólicos: una biblioteca de puertas abiertas con libros para todos o una biblioteca con puertas de difícil acceso destinada sobre todo a especialistas. Aunque en un sentido diferente del de Rivas, el gobierno actual ha entendido muy bien la materialidad del libro al abrir la importación irrestricta. Junto con la ropa china y los zapatos de Brasil nos llegarán también los rezagos de la industria editorial europea.

Según el diccionario de la Real Academia Española, la palabra feria proviene del latín feria y se define como “Mercado de mayor importancia que el común, en paraje público y días señalados.” Quizá porque lo propio de un mercado sea la exposición de objetos con un criterio de selección difuso o inexistente o porque la bibliodiversidad es un producto de la democracia, el criterio de libro tal como lo entiende Rivas suele aparecer diluido en la Feria del Libro. De un lado puede encontrarse El último día en Terranova que habla del exilio y la desaparición y del otro, la biografía de Marcos Aguinis que se refirió a Estela de Carlotto y Hebe de Bonafini como “mujeres despreciables”. Del manual de autoayuda al bestseller, de la Biblia al calefón. Bienvenida sea la democrática diversidad siempre que no se haga pasar gato por liebre, y el lector pueda saber qué está leyendo en cada caso, cuál es la composición del libro que está por ingerir. En este sentido, los libros deberían especificar de manera visible sus ingredientes de la misma forma en que lo hacen los alimentos envasados.

El hombre que hipnotiza con la palabra

Quien lo haya escuchado hablar seguramente no olvidará su forma de decir: Rivas puede convertir el relato más trivial de un hecho cotidiano en un suceso capaz de lograr el silencio más absoluto de su auditorio. Quizá la explicación esté en un texto del propio autor que se llama «La escuela del relato». En él dice: “La vida tiene vocación de cuento.(…) Sí, la vida tiene vocación de relato. Muchos escritores hablan de primeras lecturas, de los libros que le impresionaron, para situar el comienzo de su andadura literaria. Yo tendría que hablar de una escalera. Esa escalera, con peldaños de madera muy rugosa, pues así envejece el pino del país, era la que llevaba a los dormitorios en el piso. La planta baja estaba dividida en dos espacios: el de una cuadra interior para el ganado y el comedor campesino. Era la casa de mis abuelos por parte de madre. Allí, alrededor del fuego del hogar, se contaban todas las noches historias. Podría decir que mi vocación literaria comenzó al lado de aquel fuego donde crepitaban las palabras de los mayores tintadas de vino. Pero no. Nació en la escalera”.

Aquella vocación nacida en la escalera venía de la oralidad, una característica que la escritura de Rivas conserva en gran parte, sobre todo en el reconocible tono de sus personajes que para decir quiénes son no necesitan largos discursos. Les basta con algunas palabras clave utilizadas con una sintaxis particular para definirse a sí mismos. El propio autor no se ha bajado nunca del todo de aquella escalera donde aprendió, según dice, el arte de narrar. Por eso, habla de una forma particular renuente a las frases hechas y a los discursos más a mano, pero sabe usar muy bien los ejemplos para explicarse. Cuando en una entrevista en la TV Pública Osvaldo Quiroga le preguntó por su entrañable relación con la Argentina contestó: “Existe la geografía y existe lo que los situacionistas llaman la psicobigeografía. Me gusta mucho esa palabra, psicogeografía, porque sería algo así como la geografía íntima. El último día de Terranova no habla tanto de calles sino de que las referencias geográficas son la línea del horizonte, la cámara estenopeica, memoria profunda, el río desaparecido”.

Un viaje literario de Galicia a Buenos Aires

Eliseo comenta entusiasmado: ¡En Buenos Aires todo el mundo lee! Es increíble. En los parques, en los cafés, en los colectivos. Hasta los malevos leen, y los cirujas, desde luego. Me crucé con uno que llevaba en la carretilla una especie de biblioteca portátil. ¿Son para revender?, pregunté. Son para leer, señor, dijo él. Tomé un taxi. Me preguntó a qué me dedicaba y yo le dije que era librero y que había venido a aprender a Buenos Aires. Un ciruja precisamente acababa de darme una lección. Eso le gustó, claro. Aquel taxista empezó a hablar de los escritores que había conocido por su oficio. Y me di cuenta de que aquel relato, el del taxista, iba a ser un libro en movimiento. El viaje era el libro y el taxista, por así decir, estaba ya escribiéndolo en el aire para mí. ¿Quién le ha impresionado más?, pregunté. Chascó la lengua tres veces. y dijo: Sin duda, Roberto Arlt. ¿Sabés cómo lo conocí? Me pagó el viaje con una novela. Yo llevaba poco tiempo, era un pibe todavía, y subió este tipo, bien vestido y desaliñado a la vez, el cabello con vida propia. Al principio pensé que era un músico, uno de esos compositores geniales que arman una sinfonía con una tormenta, eso pensé, era verano, y la noche anterior había sido tremenda, justo se habían caído las vigas del cielo de Buenos Aires, y dije, este también ha caído del cielo, pero no. Dijo: Me llamo Roberto Godofredo Christophersen Arlt, nací bajo la conjunción de Saturno y Mercurio, una fortuna astrológica que todavía no me ha sido ingresada. No tengo un peso: ¿podría pagarte con una obra maestra? Y me dio un ejemplar de Los siete locos. La primera novela que leí, ¿viste?, contó ufano el taxista. Le pregunté qué había que hacer para escribir una novela y, cuando esperaba un discurso teórico, me sorprendió por la precisión: Perder quince kilos de peso, fumar ochenta atados de tabaco y tomar tres mil litros de café. No era ningún chalado. (De El último día de Terranova, Manuel Rivas, Alfaguara)

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