Lenguas vivas (Eterna Cadencia) no es, como podría parecer a simple vista, un conjunto de pequeñas historias e instantáneas dispersas; es un libro escrito desde un núcleo indivisible, el de la lengua como imán de todo lo viviente. Más aún, es un libro que comprende que hay una lengua universal, una fibra íntima que es a la vez la de la noche y la de la lluvia y la de los faros y la de un poeta y un salto hacia la muerte. En esta nota, Luis Sagasti habla de su nuevo libro y de cómo hizo para escribirlo.  

-Alguna vez dijiste (y tu escritura lo comprueba), que no crees en los géneros literarios. ¿Ese escepticismo contribuye a la hora de escribir con cierta “libertad”?

-De alguna forma sí, aunque debería decir que no es voluntaria esa creencia. Pasa en toda religión: uno no es voluntariamente cristiano o ateo. De todas maneras, no niego la existencia de los géneros ni pretendo decir que están agotadas las formas. Sencillamente, entiendo que lo que deseo expresar se dice así, consigo una mayor elocuencia y eficacia, logro darle cuerpo a ciertas ideas y visiones, a través de una mezcla de géneros. Podría escribir una novela clásica, de hecho mis primeras novelas son ‘clásicas’, si se quiere, pero creo que esos géneros no me funcionan del todo para poner de manifiesto lo que quiero decir.

-El libro comienza con una mención a “El Aleph”, ¿hay ahí una vinculación con la hibridez de géneros que proponía Borges?

-No lo pensé por ese lado, aunque la relación me parece muy atinada. Creo que solamente podemos ver algunos todos, pocos todos. Y hay diferentes sistemas de lecturas de esos todos, por ejemplo, la tabla periódica, el I Ching, el Tarot, el materialismo dialéctico, las críticas de Kant… no dejan de ser construcciones teóricas con mayor o menor rigor epistemológico. Tienen esa cualidad, construyen una racionalidad interna. “El Aleph” de Borges es una totalidad literaria extraordinaria, maravillosa. Me interesaba a mí ver el todo del nacimiento y la muerte de lo que engendrás, ahí se despliega un todo, pero no es una esfera sino un segmento en línea recta. Y frente a ese segmento todos estamos desnudos, frágiles. 

-En esto que decís de algo que empieza y termina, algo que nace y muere. El libro se llama “Lenguas vivas”, y hace ese recorrido, porque empieza con los comienzos de la escritura, y termina con la muerte. Pero pareciera que aún después de la muerte, la lengua pervive. Incluso cuando hablás de las lenguas muertas en sentido literal, hay como una especie de conexión con la naturaleza; todo eso se va interrelacionando con la “materia del universo”, por decirlo así, y hace que sobreviva de alguna manera.

-Sí, de alguna forma me interesa tocar esos dos temas, los límites del habla, los límites del decir. Busco ver hasta dónde se puede decir algo significativo, hasta dónde el lenguaje es un medio transformador de cosas. Me interesaba pensar el lenguaje de la muerte y qué nos sucede ante la muerte del otro en el lenguaje. Ahora me doy cuenta de que la intención va por ese lado, pero en general cuando escribo no tengo claridad de lo que estoy haciendo, no tengo una idea primigenia. Lo que tengo es una suerte de niebla, de intuición, una especie de aura previa al dolor de cabeza -pero sin ese malestar-, que se va aclarando a medida que voy escribiendo. En el camino, encuentro historias y detalles o datos que se empiezan a entrelazar. Y voy intentando que tengan coherencia, verosimilitud, consistencia, cierta eficacia para explicitar lo que en principio era nubosidad.

Foto: Claudia Aboaf/Eterna Cadencia

-¿Vas y volvés entre lo consciente y lo intuitivo?

-Sí, sí, voy y vengo. Normalmente tengo notas pegadas en la pared. Imprimo las cosas que escribo, empapelo toda la habitación con los textos y voy marcando con distintos colores lo que se une y lo que no. Escribo fragmentos y después pienso cómo hilvanarlos. Lo único que tengo claro siempre es el final y el comienzo. El resto lo pienso como si grabara un disco, pero de la manera en que se concebían antes. Me interesa que la escritura sea eficaz, que funcione, y sobre todo que tenga musicalidad y ritmo. Busco componer al libro como esas pinturas en donde ves colores que tienden a repetirse, un picado de pinceladas que conforman un todo orgánico. En los cuadros de Jackson Pollock, por ejemplo, hay una aparente espontaneidad, como si el pintor arrojara de manera improvisada los pinceles sobre el lienzo, pero igual se repiten ciertos colores, ciertas líneas. Entonces, no es tirar la pintura al azar, la idea es que las cosas se repliquen y configuren un eco formal.

-Y en relación con la música, ¿cómo pensás la escritura?

-La música está en la escritura, pero también la antecede. Primero me viene el ritmo, el sonido a modo de tarareo, sin palabras. Aparece la idea musical con un velo y la empiezo a decir en voz alta, como si hablara en un idioma inventado o un mantra. A veces lo grabo con el teléfono para que no se me olvide. Pero intento esquivar la ‘musiquita’, es decir, trato de no repetir un esquema, un compás. Me interesa más componer como un pianista cuando improvisa jazz: hay síncopa, hay silencio. Cuando hablo de literatura hablo siempre de música y de pintura, pero nunca de libros.

-En Lenguas vivas se despliega la materia de las lenguas a través de múltiples maneras, como por ejemplo su inscripción en el tiempo y en el espacio. El libro reflexiona sobre la forma en la que algunas lenguas pueden ir desapareciendo con el paso del tiempo, pero también hay una reflexión sobre el tiempo a través de la imagen del salto y cómo se congela un instante.

-Los límites del decir están en la propia naturaleza del lenguaje. Es sucesivo, no siempre expresa lo simultáneo, aunque eso se puede lograr con una imagen. En la música es distinto, se juntan varios intérpretes, tocan instrumentos diferentes a la vez y todo confluye. Pero en el lenguaje, no; en la literatura no se puede hacer eso. Por eso, busco estrategias para intentar lograr esa simultaneidad mediante imágenes, a través de la yuxtaposición de una idea con otra o por la repetición de temas que aparecen de manera espaciada. Eso genera un efecto de deja vú en el lector. La idea es desarmar el orden sucesivo del lenguaje. En la imagen del salto se corporiza eso, hay una suspensión en el aire, como si se pudiera estar fuera del tiempo, sin resolución.

-En Lenguas vivas, se cuenta la historia de Chalier, un soldado de la Primera Guerra Mundial que en una suerte de epifanía escribe un poema y en ese acto despierta las sospechas del comandante. ¿Vos crees que la poesía puede ser un código cifrado peligroso?

-Por algún motivo Stalin mandaba a Siberia a los poetas. La mirada poética tiene un poder subversivo porque es la contracara del capitalismo como principio, no como doctrina económica. La poesía te hace ver una cosa en sí misma y en su plena singularidad. Mientras la mirada poética instala un paisaje o un objeto en el presente, la mirada capitalista la instala en el tiempo: podés observar una casa como arquitectura plena o como futuro negocio inmobiliario. La mirada poética es una mirada de resistencia frente a la obsesiva inscripción en la mercantilidad pura de todo lo que nos rodea. Y esto último puede ser llevado a planos paroxísticos, inclusive pensar al ser humano como posibilidad económica -lo digo especialmente ahora que Milei dice que va a tener un “Ministerio de capital humano”-. La poesía es subversiva frente a eso, con eficacia prácticamente nula. Es una red curiosa porque no atrapa nada, sólo sirve para que no te dejes atrapar.

-Además de la composición musical y pictórica, ¿qué otras cosas priorizás a la hora de escribir?

-Busco que haya consistencia teórica, que no sean datos o historias puestas al azar, sino que tenga una consistencia orgánica y que sea verosímil. Cuando hay tantas microhistorias y microensayos, es fácil derrapar: podés poner algo que está bueno y que te gusta, pero no arma sistema con lo demás o se vuelve repetitivo.

-¿Mientras escribías este libro estabas leyendo algo en particular?

-No a la muerte de las lenguas de Claude Hagege. Lo tengo hace 20 años. En realidad, la versión original de Lenguas vivas se llamaba Lenguas muertas, pero nunca se publicó. Era una novela inédita que escribí hace quince años sobre el último hablante de un dialecto y un investigador, un lingüista que se comunica con el hablante por teléfono. La trama se organizaba alrededor de que los dos están viejos y no se entienden. De esa novela, que tenía aproximadamente 200 páginas, sobrevivieron tres páginas, que están en Lenguas vivas. Hace 20 años, cuando escribí Lenguas muertas, leí No a la muerte de las lenguas para informarme. 

-¿Por qué decidiste no publicar Lenguas muertas?

-Era una novela más clásica y vi que por este otro lado expresaba mejor lo que quería decir. En ese momento, leí el libro de Hagege y algún otro. Para Lenguas vivas, no. No suelo leer in situ, a lo sumo busco información, pero igual tengo mucha memoria para el detalle idiota, el tipo de dato que no sirve para nada, tal vez solo para escribir.