Columna de opinión.
No, no se trata de desocupados. Son prósperos inversores que han puesto sus dólares en el banco para que trabajen por ellos. Es probable que pertenezcan a ese amplio sector de la sociedad que de manera un tanto vaga se define como clase media. Los grandes inversores, se sabe, no precisan que les expliquen de qué forma dedicarse a la especulación financiera para vivir sin trabajar. También quienes miran perplejos a los atletas, pertenecen a la clase media. En el amplio escenario de la ciudad televisiva no aparece ningún albañil, quizá porque este tipo de trabajador ya se ejercita lo suficiente en deportes de riesgo subiéndose todos los días a un andamio. Tampoco aparece ninguna mucama, ya que el fregado de la mugre ajena es un excelente ejercicio aeróbico que, además, favorece la musculación. Ni hablar de quienes hacen cola en los comedores comunitarios. Estos ciudadanos ya tienen suficiente entrenamiento con correr la liebre.
Sin embargo, según consta en el portal Adlatina.com, los creativos publicitarios, que obtuvieron por este aviso un Oro en la categoría Servicios Financieros en los Effie Awards Argentina y que posaron sonrientes para la foto en la ceremonia de entrega, afirmaron que «el éxito de la campaña se produjo por haberle hablado al público en general y no sólo a los inversionistas». ¿Quién es ese «público en general»? ¿Qué sectores lo integran? ¿Se trata de una unidad monolítica sin contrastes o acaso el mundo publicitario ha logrado diluir las diferencias de clase, para decirlo con un eslogan, en el sabor del encuentro?
La publicidad, según parece, no tiene criterios éticos y tampoco tiene memoria. No la avergüenza promocionar la timba financiera ni recuerda que en 2001 los bancos tuvieron que blindarse para no ser destruidos por la furia de los pequeños inversores que hoy quieren volver a captar. La amnesia de los publicitarios alcanza también a grandes sectores de la sociedad que, seducidos por los eslóganes ayer gritaban «piquete y cacerola, la lucha es una sola» y hoy, montados en los aires de un supuesto cambio, corean «sí-se-puede, sí-se-puede».
Resulta curioso que la mayoría de ese «público» al que aluden los creadores del aviso no haya vivido la publicidad de los atletas de las 3 pm como un verdadero escándalo. Quizá, entre las mayores pérdidas que parte de la sociedad argentina ha sufrido últimamente figure precisamente la capacidad para escandalizarse. Son muchos los que no se escandalizan por la deuda externa, ni por las empresas offshore de los funcionarios comenzando por el presidente, ni por la precarización no sólo del trabajo sino de la democracia misma.
La publicidad es, y ha sido siempre, conservadora. Bastan 15 minutos de televisión para comprobar que las mujeres no logran escapar nunca del estereotipo del ama de casa o de la femme fatal, que para mencionar la menstruación en pleno siglo XXI se utilizan metáforas vergonzantes, que las madres son siempre buenas y dulces y no tienen otra preocupación que la crianza de sus hijos, que no hay nada comparable a la familia tradicional, que los autos caros vuelven a su poseedor irresistible, que existen paraísos turísticos donde es posible la felicidad absoluta, que a los hombres les gusta el fútbol y a las mujeres, salir de compras
En los últimos tiempos, además, la publicidad ha encontrado buenas razones para promocionar incluso propuestas financieras que terminarán volviéndose en contra de la sociedad. Sus límites se han ensanchado hasta dimensiones incalculables. Ya casi nada queda fuera del ámbito de lo publicitario, ni siquiera la política a la que, en algunos casos, ha reemplazado. Hoy es posible ganar una elección con eslóganes publicitarios aunque luego haya que respaldarlos con operativos represivos.
«Convertite en un atleta de las 3 pm. Invertí tus dólares en Santander Río», invita la publicidad. Y agrega: «Superfondos, bonos y letes en dólares». Ninguna voz advierte que la especulación, al volante de un país, mata. Ni que, cuando las burbujas financieras estallan, a diferencia de Rexona, para salvar a los bancos, el Estado sí te abandona. <
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