Llame al número indicado en la pantalla y compre felicidad por teléfono

Por: Mónica López Ocón

Los mecanismos de una publicidad que parece ingenua, pero que logra convencer a miles.

“Yo era un infeliz hasta que probé las cien recetas místicas de Warren Sánchez para adelgazar”, dice uno de los integrantes de Les Luthiers en un sketch que alude a los pastores mediáticos que copan la pantalla cerca de la medianoche prometiendo felicidad. Mantos, talismanes, palabras sanadoras son los elementos capaces de convertir una vida miserable desde el punto de vista económico o espiritual en una existencia radiante. La sugestión es un elemento importante de su prédica. Es imposible saber si las sanaciones prometidas se producen, pero lo cierto es que los pastores mediáticos tienen miles de seguidores y sus consejos parecen sanar por lo menos la economía de quienes los imparten. El procedimiento es viejo, pero no por eso menos efectivo.

Las publicidad televisiva del “llame ahora” sigue la misma línea diferenciándose significativamente de la publicidad tradicional. Los avisos tienen un aire antiguo y el esquema recuerda a Cien años de soledad, donde eran los gitanos, con Melquíades a la cabeza, los encargados de llevar a Macondo las novedades que se producían en el resto del mundo. La dentadura postiza, la piedra imán, los catalejos de Amsterdam, la lupa, los elementos alquímicos capaces de transmutar cualquier material en oro sumados al pregón y a la demostración práctica fueron los elementos que fermentaron la frondosa imaginación de José Arcadio Buendía.

Un pasaje de Cien años de soledad donde se explica el método de venta de los gitanos es suficiente para percibir que los avisos televisivos de la medianoche apelan a los mismos procedimientos y se basan en la misma sed de novedad y necesidad de cambio: “Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. Las cosas tienen vida propia —pregonaba el gitano con áspero acento—, todo es cuestión de despertarles el ánima».

Precisamente la publicidad televisiva de TV compras, y antes de Sprayette, apunta a “despertarles el ánima” a las cosas. Es así que unas zapatillas mágicas permiten adelgazar y modelar el cuerpo con solo salir a caminar. Una juguera prodigiosa extrae el corazón mismo de frutas y verduras para convertirlas en una suerte de elixir de la eterna juventud. Una especie de liga negra colocada debajo de la rodilla suprime los dolores de todo el cuerpo. Un lampazo de microfibra más un balde que tiene incorporado un dispositivo escurridor hacen posible que los pisos brillen siempre con un esfuerzo mínimo. Un aparato que hace mover los pies mientras el usuario permanece sentado revitaliza el sistema circulatorio de los ancianos y les devuelve la felicidad de estar activos. Decenas de máquinas prometen convertir el alicaído cuerpo de quienes tienen una vida sedentaria, en otro digno de una estrella de Hollywood. En otros tiempos, un casco vibrador que podía utilizarse cómodamente mientras se miraba televisión, se leía o se disfrutaba de un momento en familia era una promesa, sobre todo para los hombres, de un pelo fuerte, frondoso y seductor.

“El entorno objetual del hombre –afirma Walter Benjamin– asume con menos contemplaciones cada vez la expresión de la mercancía. Y, simultáneamente, la publicidad tiende a disimular el carácter de mercancía de las cosas”.

La afirmación de Benjamin es válida tanto para lo que podría denominarse “publicidad tradicional” como para aquella que, como la de TV Compras, renuncia a la sofisticación para acercarse a la prédica más primitiva y elemental.

La publicidad tradicional, sobre todo la televisiva, se vuelve cada vez más metafórica. “El anuncio –afirma Benjamin– constituye así el ardid con que el sueño se impone hoy a la industria.” Una publicidad de un automóvil, por ejemplo, no tiene reparos en recurrir a imágenes surrealistas que no pueden ser leídas literalmente, pero que acercan al producto y, en consecuencia, a sus compradores potenciales, a un mundo diferente que tiene algo de ensoñación artística, de paraíso artificial. Con mayor o menor grado de acierto, detrás del aviso de un yogur o de una bebida cola parece haber una refinada búsqueda de profesionales y hasta artistas, futbolistas y escritores. Un ejemplo paradigmático en este sentido es el de Fogwill, escritor, sociólogo, fundador de una agencia de publicidad y constructor de su propio mito de maldito. En 2004 la agencia Santo adaptó su poema “Llamado a los malos poetas” de su libro Últimos movimientos. “Se necesitan malos poetas –se escucha una voz en off mientras en la pantalla se muestra al integrante masculino de una pareja tratando de conquistar a su chica con un poema lleno de lugares comunes– /buenas personas pero poetas malos / Carlos y Robertos que escriban / gente que cante al amor adolescente / al autito que nunca los dejó / a la Coca Light…».

La publicidad de compra televisiva se construye a contrapelo de este tipo de aviso aunque Mike Amigorena promocionó un audífono infalible antes de ser famoso. Alejada de la síntesis, muestra en la pantalla verdaderas nouvelles hasta agotar todos los medios posibles para marcar las bondades de un producto. Como en los casos de los pastores mediáticos, los testimonios son la base de su lógica de funcionamiento. Un verdadero ejército de gente feliz cuenta de qué modo un aparato que le ayuda a mover las piernas, mientras mira televisión o teje, le cambió la vida.

Otro de sus resortes es la demostración práctica. Se muestra, por ejemplo, una máquina pequeña y transportable que es capaz de limpiar con vapor lo que no podría ni el limpiador más potente: el sarro de los artefactos del baño, la grasa de la cocina, las manchas rebeldes de la mesada. Muchas veces, la demostración práctica es comparativa. Un locutor eufórico muestra de qué manera el lampazo de microfibra aventaja al tradicional. Luego de explicar el funcionamiento lo coloca sobre la cabeza de la mujer que lo secunda en la enumeración de bondades, para demostrar que después del escurrido mecánico no gotea en absoluto. Su demostración tiene algo de espectáculo de magia y como es tradicional en este tipo de espectáculos, es la mujer la que se presta para ser serruchada o para demostrar la enorme puntería del lanzador de cuchillos.

El viejo «antes y después» es también uno de los recursos utilizados. Se muestra cómo eran los cuerpos de hombres y mujeres antes de utilizar una maravillosa faja modeladora y cómo lucen después de haberla adoptado.

La teatralidad de las acciones, por su parte, es burda y exagerada. Un hombre que pretende subir una valija por una escalera exterioriza un dolor repentino de espalda de una forma tan ostensible como lo eran las acciones de las películas mudas.
Una característica común de los productos que se publicitan de esta manera es que tienen nombres en un inglés de fantasía, que se parece bastante al del personaje de Capusotto Roberto Kennedy, el que canta “en un inglés de mierda”, pero que sirve a modo de sinónimo de eficacia industrial. Además, se presentan como invenciones propias. En este punto, los de Estados Unidos suelen ser más audaces: una tira autoadhesiva que evita la «media luna de plomero» o espacio en que se juntan los glúteos; un adminículo que se coloca en la boca y que parace diseñado para Hannibal Lecter pero que ayuda a trazar prolijamente la barba candado; una suerte de tostador para broncear los pies de los golfistas, siempre cubiertos por medias cortitas, un molde cortante para transformar una salchicha en un simpático muñeco con brazos y piernas.

Los avisos ocupan la pantalla por la noche como si estuvieran pensados para insomnes. Lo curioso es que, considerada desde la soberbia, este tipo de publicidad resulta risible y naif. Sin embargo, es posible que no lo sea, sino que apele más bien a la ingenuidad propia del espectador que somos todos. ¿Qué insomne que a las 3 de la mañana se levanta de la cama porque se siente acorralado por la vida no desea creer que la magia existe y que un producto puede salvarlo, aunque sea, de la inmunda grasa de la cocina, aunque no pueda salvarlo de la suciedad del mundo? «

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