Creador autodidacta, pionero del grafiti neoyorquino, enfant terrible del mundo del arte de los ’80. Jean-Michel Basquiat se ha transformado en el paradigma del artista malogrado, un arquetipo del genio marginal, cuya obra, a tres décadas de su muerte, se vende por millones de dólares. Un libro de Leonhard Emmerling reconstruye su meteórica carrera en una fascinante biografía visual.
La vertiginosa vida de Basquiat, su meteórico salto a la fama y su temprana muerte a los 27 años -otro miembro del club- fueron factores ideales para convertirlo en un auténtico mito del genio malogrado. Sin embargo, como explica el crítico Leonhard Emmerling en el prólogo de la exquisita biografía visual Basquiat (Taschen), más allá del vacío arquetipo del héroe marginal, este grafitero de suburbio fue el primer artista negro que quebró el siempre latente racismo del mundillo del arte moderno y logró fusionar las esferas de la cultura de élite y la popular, una experiencia que ya había comenzado a desandar Andy Warhol (mentor y compinche de Basquiat) desde las trincheras del Pop Art.
Busco mi destino
Ni parques de diversiones ni calecitas. Cuentan que Matilde Andrades, la mamá de Basquiat, solía llevarlo a los museos de Nueva York desde que el pequeño Jean-Michel comenzó a gatear. A los seis años, Basquiat ya tenía sus abonos para perderse en los salones del Museo de Brooklyn, del Metropolitan y el MOMA. Allí conoció los trazos abstractos de Kline, la pintura de acción de Pollock, las caligrafías de Cy Twombly y se deslumbró ante el Guernica de Picasso. También cuentan que al mismo tiempo, se fascinaba con las leyendas populares que le narraba su abuela haitiana Flora (a quien años después le dedicó su luminosa obra Abuelita).
Listo y algo precoz, el joven Basquiat dejó los estudios formales y la casa materna a los 15 años y decidió embarcarse en un postgrado acelerado en la universidad de la calle. “Desde que tenía 17 años, siempre pensé que sería una estrella. Pensaba en todos mis héroes: Miles Davis, Jimi Hendrix, Janis Joplin. Tengo una visión romántica de cómo la gente se ha hecho famosa”, confesaba en una entrevista a mediados de la década de 1980. Basquiat pasó varios años como un nómade urbano: sobrevivía vendiendo postales caseras con sus ilustraciones y durmiendo en callejones.
A finales de los años setenta, pateando las barriadas del Soho y el East Village conoció al grafitero Al Díaz, con quien comenzó a pintar las paredes de la Gran Manzana con tatuajes contestatarios, firmándolas con el acrónimo SAMO (SAMe Old shit –“siempre la misma mierda”-). “SAMO es una nueva forma de arte, SAMO como el fin del lavado de cerebros, nada de política y falsa filosofía. SAMO es una cláusula de escape. SAMO como alternativa al arte como juego con la secta del radical chic”, se podía leer durante aquellos años en alguna pared cerca del puente de Brooklyn o de la galería Mary Boone.
El proyecto SAMO arremetía contra la hipocresía del materialismo y caricaturizaba los valores y creencias de la sociedad estadounidense. Basquiat no renunciaba a ofender a todos aquellos cuya atención quería despertar con sus grafitis, y como bien afirma Emmerling en la biografía, “esas personas paradójicamente eran las mismas que se paseaban por la zona de galerías en descapotables con la cartera llena de dólares de papá, las que quedaban fascinadas por el radical chic de la llamada ‘vanguardia’ y las que más tarde utilizarían al propio artista como decorado de su estilo de vida”.
De mendigo a millonario
En 1980, una pintada advertía a los siempre despistados neoyorquinos: “SAMO está muerto”. Luego de una traumática separación de su compinche Al Díaz, Basquiat decidió alejarse de la escena grafiti y comenzó a pintar. ¿Su primera exposición? El Times Square Show, una muestra que tuvo lugar en un andrajoso almacén abandonado donde se expusieron obras hechas por artistas punks y raperos. Basquiat dispuso de una pared. Su obra causó sensación.
Un año después, en la mítica exhibición New York/New Wave, Basquiat desplegó 15 obras que comenzaron a mostrar su característica frialdad y austeridad gráfica y su fascinación por rescatar malogrados héroes populares estadounidense como el boxeador Joe Luis, el beisbolista Jackie Robinson y Charlie Parker. Sus obras combinaban las visiones callejeras con las imágenes de la cultura vudú, la denuncia del racismo estadounidense con la crítica al triunfo de la sociedad de consumo, el grafiti neoyorquino con la tradición pictórica europea. Aquella muestra marcó el comienzo del éxito de Basquiat y los marchantes siempre ávidos de “sangre joven” comenzaron a pagar miles de dólares por sus cuadros. De la noche a la mañana, el East Village neoyorquino se convertía en la meca de los coleccionistas de arte y en un suspiro Basquiat se transformó en el primer artista afroamericano que ascendió al Olimpo, ahora definido por los precios de las obras, de las estrellas internacionales de la pintura.
Después vinieron las muestras individuales en las principales galerías de Europa y los Estados Unidos; los viajes por África y el Caribe para explorar sus raíces; los trabajos a cuatro manos junto a su admirado Andy Warhol (Basquiat se vanagloriaba de que había logrado que el rey del Pop Art volviera a tomar los pinceles luego de 20 años de ostracismo); los superficiales agasajos en las portadas de Time, Newsweek, Vanity Fair, Vogue y el New York Times; y unas desenfrenadas jornadas de trabajo y excesos que parecían sacadas de una novela de Bret Easton Ellis. Su luz se extinguió demasiado rápido: una sobredosis la apagó de un soplido en agosto de 1988.
En los últimos años, las obras de Basquiat alcanzaron precios pantagruélicos. En 2017, su inquietante cabeza negra sin título se vendió por 110,5 millones de dólares. Así se sumó al exclusivo club que integran Warhol, Jasper Johns, Francis Bacon, Pollock y su admirado Picasso.
Al cierre de la biografía, Emmerling recuerda que en la obra Charles The First, Basquiat garabateó una frase premonitoria que anticipó su final: “La mayoría de los reyes jóvenes mueren decapitados”. A más de tres décadas de su muerte, en algunas paredes del ahora cheto Soho todavía siguen apareciendo pintadas que rezan “SAMO no murió”.
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