Esta es una advertencia para el lector. Si ha tenido la suerte de conseguir en la librería La utilidad del deseo de Juan Villoro, su último libro de ensayos y uno de los más codiciados en la Feria del Libro, no se siente a leerlo con un lápiz en la mano dispuesto a subrayar lo más importante. Ya al terminar la introducción, «El camino de la madera», comprobará que lo subrayado es más que lo no subrayado, lo que sucederá hasta el final del libro.
Es que cada uno de los ensayos pone en evidencia que la erudición puede ser algo muy distinto de una pedantería académica. Puede ser, por ejemplo, una desbordante pasión por la literatura que en un acto de magia o prestidigitación logra establecer asociaciones impensadas, lecturas originales, definiciones que merecen un triple subrayado, festivos chisporroteos de ideas, iluminaciones, celebraciones de la palabra.
Podría decirse que Villoro, como el relator de fútbol de su país que tanto admira, nació para narrar, para convertir en relato épico hasta el más mínimo hecho cotidiano. Y no sólo relata por escrito. Heredero del espíritu del narrador de la tribu, es un extraordinario narrador oral que, desde la primera frase, logra encender una hoguera invisible que convoca a sentarse alrededor para escuchar cómo se creó el mundo, de qué forma nacieron las palabras y cómo el hombre logró agruparlas para crear universos fabulosos que se esconden entre las páginas de los libros.
¿Sus ensayos son una forma de la autobiografía en el sentido en que lo postuló Montaigne?
Desde luego que son muy reveladores. Como dijo Montaigne, el autor se ensaya, se prueba a sí mismo en sus lecturas. A veces pienso que es como un striptease al revés. En vez de desnudarte y mostrarte sin ningún adorno, en el ensayo revelas lo que eres colocándote cosas encima: una cita del autor que quieres, una referencia a otro, la exploración de una época que te ha interesado. El conjunto de esos disfraces que te estás poniendo son una paradójica forma de la sinceridad porque revelas los gustos, las tensiones, las contradicciones que tienes. Por eso creo que todo ensayista escribe una biografía indirecta, una autobiografía intelectual.
El lector se transforma así en un voyeur que puede espiar en los gustos del escritor.
Sí, están los gustos del autor y también las necesidades porque todo autor opera en un campo de trabajo definido y de pronto recibe la oportunidad de hacer el prólogo de un libro, hay un aniversario de un autor y le piden un ensayo que no ha pensado escribir. La circunstancias de la vida de pronto lo van orillando a asumir respuestas que no pensaba dar. Por eso, algunas de las motivaciones están determinadas por el contexto. Esto no quiere decir que determinados autores no le interesen, pero probablemente había leído a Dostoievski toda su juventud y de pronto tiene una oportunidad de regresar a él. Dentro del elemento autobiográfico están, entonces, las circunstancias en que vive un autor, los textos que otros han pedido que él escriba.
Usted es sociólogo y contextualiza la producción de un autor, va a contracorriente de una crítica muy arraigada que no se mueve fuera de los límites de una obra. Sin embargo, saber que el padre de Flaubert era médico y que su hijo tenía una relación tensa con él ayuda a entender por qué Flaubert pintó a Charles Bovary como un médico y un hombre tan torpe, tan tonto
que casi merece que su mujer se enamore de otro. Sí, yo estudié Sociología principalmente para no estudiar Letras, porque tenía mucho miedo de convertir una pasión que ya para mí era entonces la literatura en un matrimonio por conveniencia. No quería leer por obligación lo que debería haber leído por placer. Lo hice con la superstición de conservar la literatura como un espacio en que debía ser un principiante, un amateur. Pensaba que la sociología me iba a dar una suerte de contexto a temas que me interesaban. Militaba entonces en un naciente partido político que desapareció poco después, el Partido Mexicano de los Trabajadores. Me interesaba la arena pública y tratar de comprenderla. Con el tiempo me di cuenta de que en sociología había una rama absolutamente fascinante que es la Sociología del Conocimiento: cuál es el contexto en que se producen las ideas, qué las justifica y eso, curiosamente, derivó en algo muy narrativo porque las condiciones en que ocurren las ideas son la época, las circunstancias, los lazos familiares, las presiones religiosas, las motivaciones ideológicas, el contexto económico que lleva muchas veces a un autor a tomar decisiones. No he querido hacer una sociología de la literatura, simplemente, como narrador que soy, he tratado de que las figuras intelectuales tengan un paisaje y ese paisaje las explica en cierta forma. Mencionabas el caso de Flaubert, que es hijo de un médico, tiene una relación tensa con su padre y eso va marcando, desde luego, su relación con la medicina y el hecho de que Charles Bovary va a ejercer esa profesión. Daniel Defoe es un empresario que fracasa muchas veces, va a dar a la cárcel, se tiene que declarar en bancarrota y la relación tensa con la capacidad para mantenerse a sí mismo también explica ese ejercicio de libertad maravilloso para él que es colocar a un náufrago en una isla desierta y hacer que, sin impedimento alguno, salga industriosamente adelante, que es lo que él nunca pudo hacer. Lo mismo sucede con Dostoievski y el simulacro de fusilamiento. El día más feliz de su vida es un día de alto dolor porque él cree que va perder la vida, se la perdonan y le esperan a continuación siete años en Siberia y él decide hacer su escuela del sufrimiento humano y su gran taller literario, su gran laboratorio de la experiencia. Entonces pasa la noche en vela cantando en la prisión de Pedro y Pablo e inicia en ese momento su futuro. Ese tipo de circunstancias no son meramente anecdóticas, determinan mucho a un escritor. Creo que conocerlos de este modo significa conocer lo que fueron más allá de su propia voluntad estilística, de sus propósitos personales. Estoy convencido de que no hay literaturas individuales. Nadie es sólo un escritor aislado del mundo y de la época, sino una especie de pararrayos de circunstancias colectivas. Un escritor es un catalizador de cosas muy distintas que yo trato de poner en juego en los ensayos.
Usted hace una suerte de asociación libre entre diversos elementos, no un traslado mecánico del contexto. Lo que dice de Flaubert y su padre casi podría ser la observación de un psicoanalista. Pone muchas variables en juego de cuya asociación surge algo distinto.
Sí, y me gustaría pensar que lo hago desde la literatura misma. No me gustaría que en los ensayos hubiera una sobredeterminación sociológica o psicológica que convirtiera a los autores en meros títeres de otras circunstancias. Cuando digo que no hay literaturas individuales no quiero decir que los escritores no estén poniendo en juego una honda personalidad y que se abstengan de tomar decisiones personales, pero las toman en medio de una circunstancia. Esta tensión entre lo que somos en aislamiento y lo que podemos ser en una época, creo que es lo que produce a Cervantes, a Dante, a Shakespeare, a todos los grandes autores, que dependen tanto de sí mismos como del momento en que vivieron.
Usted dice que su primera lengua escrita fue el alemán porque fue a un colegio alemán y que el español era la lengua para jugar, para hablar con sus amigos. ¿Mantiene esa relación lúdica con su idioma de origen?
Por contraste, en el colegio alemán el español se transformó para mí en una lengua liberadora. Probablemente, si hubiera estudiado cosas aburridísimas en mi propia lengua, no me habría parecido tan fascinante. Pero como la única utilidad que yo le encontraba era la discusión en el patio del colegio con los amigos o las discusiones en la calle, o lo que yo escuchaba de los grandes cronistas de la radio que inventaban partidos de fútbol, todas estas voces en mi idioma eran espacios de espontaneidad y libertad con los que podía reaccionar mucho más fácilmente que con la lengua alemana, que era una lengua difícil, ajena a mí. Soy el primogénito y mi padre no hablaba alemán, por lo tanto nadie me podía ayudar en las tareas escolares y me tuve que adentrar solo en este bosque complejo de la lengua que, además, tenía contenidos ajenos a mí, porque hablaban de historia de Europa, de problemas matemáticos asociados siempre con circunstancias puntuales de la cultura alemana: cuántas manzanas se necesitan para hacer un Apfelstrudel, que no es un postre que se prepare en México. Esta educación que era una forma de la extrañeza y que me hacía sentir que el conocimiento era algo muy distante tenía como correlato un campo de evasión que era mi idioma. Hay una diferencia muy clara entre la lengua vernácula y la escolarizada. La lengua vernácula es la que se ha aprendido a través del tiempo.
Usted observa que el término «vernáculo» viene del latín y que tiene que ver con la servidumbre.
Efectivamente. En los tiempos en que la gente culta se comunicaba en latín, la lengua vernácula era la lengua de los criados, la que operaba en otros circuitos. La historia de la civilización ha sido la historia de la escolarización de las lenguas. Sorprende que Dante, Shakespeare o Cervantes no hubieran tenido escolarización respecto de sus lenguas tal como las entendemos hoy. Sin embargo, llegaron a dominarlas de una manera extraordinaria. La estandarización de la lengua también ha permitido discriminaciones: quién la habla correctamente y quién no. Ivan Illich, un gran ensayista, decía que hay que tomar siempre en cuenta que la empresa de Cristóbal Colón va en paralelo a la empresa de Nebrija, el gran creador de la gramática española. Colonizar el Nuevo Mundo implicaba también someterlo a una regulación lingüística en la que había propietarios de la lengua y gente que tenía que aprenderla con esfuerzo y ponerse a prueba para mostrar si la hablaba bien o no. La enseñanza de las lenguas puede ser coercitiva. Son instrumentos de comunicación pero también instrumentos de control: quién habla mejor, qué puedes decir y qué no. Todos esos dilemas los tuve durante nueve años con la lengua alemana. Creo que fue un beneficio que la lengua española quedara flotando. Fue una lengua de resistencia, la lengua de los criados o, en mi caso, la lengua de los chicos de la calle con los que salía a jugar fútbol. Esto que fue un accidente, con el tiempo se fue convirtiendo para mí en un propósito. Por eso tuve claro que no debía estudiar Letras porque era entrar nuevamente al estudio de algo que yo quería que se mantuviera como placer. Quizá lo que digo sea sólo una superstición. A veces pensamos que nos beneficia una cosa y en realidad lo que nos beneficia es pensar de esa manera para hacer algo más útil, pero he pensado siempre así respecto de mi propia lengua. Nunca he querido saber cuáles son las fórmulas gramaticales. Pretendo utilizarlas con corrección, pero con una corrección que sea espontánea. En alemán, en cambio, sólo puedo hablar en torno a la gramática.
Su espectro de intereses es muy amplio. ¿Qué es lo que lo dispara?
Creo que un descubrimiento que es muy importante para las personas que se dedican al lenguaje y es que el lenguaje reinventa la realidad. Borges habló del momento en que las palabras pueden ser símbolos mágicos, en que un sustantivo significa otra cosa por obra de un ejercicio de invención lingüística. «