El autor de la novela "Borges y yo", conoció de manera casual al autor de "El Aleph" en 1971, en Escocia. De inmediato quedó deslumbrado por su personalidad. En esta nota habla de la novela escrita 50 años después de ese encuentro que lo deslumbró
Jay es un joven estudiante de literatura que sueña con ser poeta, angustiado por la posibilidad de ser reclutado de forma compulsiva por el ejército de los Estados Unidos para ser enviado al frente, en lo peor de la Guerra de Vietnam. Tiene algo más de 20 años y pocas certezas, pero está convencido de que esa guerra que está consumiendo a su país es un completo despropósito y que no será parte de ella. Para ponerse a salvo, decide viajar a Escocia para cursar un posgrado en la Universidad de St. Andrews. La travesía resulta oportuna para tomar distancia del pueblito en el que vive, de la casa paterna y en especial del vínculo con su madre, una mujer sobreprotectora y trágica a la que adora pero que, se da cuenta, no le permite empezar a crear sus propios lazos con el mundo. En Escocia, Jay conoce a Alastair Reid, un hombre mayor que él y un extraordinario lector, quien lo estimulará en la difícil labor de depurar su escritura. Alastair es, además, el traductor de Borges al inglés, aunque Jay no tiene ni idea de quién es Borges y tampoco está interesado en descubrirlo. Pero lo hará.
Es que el viejo escritor argentino está por visitar Escocia y pasará algunos días en la casa de su traductor, que está fascinado con la idea de recibirlo. Pero ocurre que cuando el autor de Ficciones por fin llega, una urgencia obliga a Alastair a viajar a Londres y no encuentra mejor solución que pedirle a Jay que se encargue de cuidar a Borges durante su ausencia. Una vez solos, el viejo convencerá al joven de que lo lleve en auto a conocer las Highlands, las tierras altas al norte de Escocia, cuna de tantos mitos. Un poco por compromiso y otro poco por curiosidad, Jay acepta el pedido de Borges. Así, juntos, ambos parten en un Mini Cooper destartalado en un viaje capaz de opacar en aventuras y maravillas al que emprendió el cansado Ulises para regresar a Ítaca, su patria.
Este es apenas el comienzo de la novela Borges y yo, escrita por el escritor estadounidense Jay Parini y publicada por el sello editor Emecé. En sus páginas, memoria y ficción se trenzan para darle forma a un relato que tiene el encanto de revivir a un Borges íntimo, desconocido para muchos de sus lectores, pero al que se intuye en las infinitas entrevistas, libros de diálogos y anécdotas que lo tienen como protagonista. Como ocurre con muchas películas que abrazan la tarea de ficcionalizar historias reales, el Borges y yo de Parini también podría comenzar con un aviso al lector: aunque los hechos que acá se narran son reales, algunos personajes, situaciones y diálogos han sido modificados y/o creados con fines dramáticos. Como en muchos de los textos del corpus borgeano, en la novela de Parini es imposible saber dónde está el límite entre los recuerdos del autor y esos retazos de ficción necesarios para crear un universo tan vívido como atractivo.
Ese Borges que surge de los recuerdos de Parini es en realidad muchos a la vez. Es el mismo viejo sabio con el que cualquiera se puede encontrar dando una vuelta por YouTube. Pero también una especie de Don Fulgencio, el hombre sin infancia, aquel cándido personaje de historieta creado por Lino Palacio para quien todo en la vida era parte de un juego ilusorio. Así se comporta Borges al conocer esos lugares de la Escocia mítica que desde la infancia habitaban en su imaginación. El Lago Ness, con su monstruo misterioso que para él no es otra cosa que la encarnación de Grendel, la bestia que aterroriza a los vikingos en el poema épico Beowulf. La ciudad de Inverness, citada por Borges en uno de sus cuentos más famosos, El Aleph. O la llanura de Culloden, donde los realistas escoceses perdieron su última batalla contra el ejército inglés. Pero también es un nene celoso que le guarda rencor eterno a Oliverio Girondo por robarse el corazón de Norah Lange, su primer amor; o el protagonista de un involuntario viaje psicotrópico, después de devorar con avidez varias porciones de un brownie preparado con un ingrediente “secreto”. Con mano amorosa y de forma ilusoriamente simple, Parini guía al lector por un recorrido maravilloso al centro de su memoria, creando en el camino un verosímil Borges de fantasía.
–Una parte importante de su libro gira en torno al vínculo que usted mantuvo con sus padres durante su infancia y juventud. Por eso quisiera comenzar con una pregunta que su padre le hace a aquel Jay joven. ¿La literatura es una profesión?
-Pienso que en la actualidad, 50 años más tarde, podría decir que la literatura es tanto una vocación como una profesión. Hago lo que hago por amor a esa materia, porque realmente amo escribir y pensar acerca de la literatura y del acto de la escritura. Tengo la sospecha de que aquel encuentro con Borges me ayudó a imaginarme, a verme a mí mismo como un escritor en el futuro.
–Más allá de que Borges esté en la novela, esta está atravesada por un espíritu borgeano. Por ejemplo, está repleta de juegos intertextuales. ¿Cuánto de ficción y cuánto de realidad hay en esas referencias? ¿Fue difícil integrarlas al relato sin que el recurso se volviera artificial?
-Creo que esa relación entre la obra de Borges y mi novela va variando en cada caso. Sin embargo, en cuanto al caso del profesor Falconer y su “escritura” de los sonetos de Shakespeare, toda esa historia es literalmente cierta y no necesitó que yo le agregara ni el más mínimo detalle de ficción. Me parece que en ese sentido Borges fue tan clarividente que fue capaz de prever muchas de las cosas que ocurren en el mundo. Yo simplemente tuve que estar atento a eso, realizando los ajustes que me parecieron oportunos tanto para la historia, como para conseguir que el libro tuviera el mayor número posible de ecos borgeanos. Por ejemplo, todo el asunto de las duplicaciones se encuentra muy presente en la obra de Borges, asi que me aferré a eso para ir encontrando ese tipo de paralelismos con mi propia historia. De ese mismo trabajo surge la anécdota, también real, del profesor Falconer confundiéndome a mí con mí mismo.
–“El primer deber de un crítico es leer con ánimo compasivo, tratando de comprender el punto de vista de quien escribe”. Me interesó esa afirmación porque creo que quienes amamos a Borges estamos obligados a ser piadosos con él, a disimular, a aligerar el peso de sus defectos como persona en beneficio de la admiración que nos produce su genio escritor. ¿Usted debió recurrir a aquel “ánimo compasivo” a la hora de convertir a Borges en personaje de su novela?
-Creo que ahí das en el clavo, porque coincido por completo con esto que acabás de marcar. Borges pudo haber tenido muchísimas fallas como hombre, como ser humano. Pero eso es tan cierto como que en su rol de escritor no tiene parangón. Por mi parte, siempre intento practicar la compasión de todas las formas en que me es posible, tanto sea en la escritura como en la vida real.
–En el libro, Alastair le dice que los poemas “nunca se terminan, solo se abandonan” y que “publicarlos es una forma de deshacerse de ellos”. Usted cuenta una historia ocurrida hace 50 años.¿Por qué tardó tanto en deshacerse de ella?
-Primero tuve que “ver” esta historia antes de poder escribirla, pero lo cierto es que recién pude hacerlo hace muy poco. En el pasado siempre me daba mucha vergüenza escribir sobre mí mismo. Creo que necesité tomar una gran distancia para tener la perspectiva suficiente sobre aquel que fui, sobre mi propia juventud, y sentirme capaz de escribir acerca de ese chico de esa manera compasiva de la que hablábamos antes.
–Borges le dice que “nada existe si no encuentra su camino hacia el lenguaje”. ¿Cuánto de esta afirmación es responsable de que usted haya decidido, 50 años después, convertir aquellos recuerdos de juventud en esta novela?
-Creo firmemente en eso y después de cinco décadas deseaba, por fin, poder darles un cuerpo a mis pensamientos y experiencias de aquel lejano 1971. Ahora puedo decir que me siento muy bien en relación a lo fiel que conseguí ser al espíritu de aquella época de mi vida.
-Su Borges también afirma que “todo escritor es un pirata”, porque “pillamos, tomamos lo que nos gusta de los demás, les damos forma a esos bienes robados para nuestros propósitos personales”. ¿Diría que Borges y yo es una novela pirata?
-Absolutamente. Puedo confesar sin avergonzarme que en ella robé a conciencia cosas de Alastair, de Borges, de Mackay Brown y de docenas de otros escritores. En ese sentido, yo también creo que toda escritura es un acto de piratería. ¡Y Borges era el amo de los piratas! ¡El Capitán Morgan en persona!
-El protagonista concluye que “a pesar de su mentalidad cosmopolita, Borges parecía apegado a Buenos Aires” y que ese espacio “no era algo a lo que pudiera renunciar. Era su hogar”. Si pensamos en la memoria como un espacio que habitamos, ¿se podría decir que en este libro usted también se construyó un hogar a medida?
-Sí, en efecto. Y por cierto: esa es una analogía encantadora. En este libro mi hogar es un lugar en la memoria, una residencia permanente. En sus páginas he tratado de crear lo que Shakespeare llamaba “a local habitation and a name” (una morada local y un nombre).
-Su Borges tiene la locuacidad, la inteligencia y la picardía casi infantil del que retrata Bioy Casares en su libro Borges. Comparte la avidez y el celo por lo libros con el venerable Iorge, el monje de El nombre de la rosa que Umberto Eco creó inspirado en Borges. Y es también ese fantasma cordial y casi abstracto que camina por Buenos Aires en Sobre héroes y Tumbas, de Ernesto Sábato. ¿Leyó esas obras?
-Sí, he leído todos los libros que usted acaba de mencionar y confío en que mi Borges habita en esa misma tradición literaria, tan autoalimentada por el propio Borges, pero al mismo tiempo también tan real. Recuerdo muy bien una charla que tuvimos con Umberto Eco, en la que hablamos mucho acerca de Borges, y ambos compartimos esta visión acerca de él como una figura extraña y espectral. ¡El amo y señor de la biblioteca universal!
– ¿Cree que detrás del hecho de haber conocido a Borges están los hilos del destino, tejiendo los hechos de forma borgeana, o no fue más que un golpe de suerte?
-Me temo que todo ha sido solo un tonto golpe de suerte, una serie de encuentros fortuitos que me han traído hasta esta realidad. En primer lugar, pensá que si no hubiera conocido por mera casualidad a la persona que me sugirió irme a estudiar a la Universidad de St. Andrews, ninguno de los acontecimientos que narro en este libro hubieran tenido lugar. Incluso estaría viviendo una vida muy distinta a la que tuve hasta ahora. Muy probablemente tampoco hubiera conocido a mi esposa ni hubiera tenido a mis hijos actuales. ¡Mucho menos tendría a mis cuatro nietos! Y todo eso porque el encuentro con Alastair derivó en mi primer trabajo en el Darmouth College, donde conocí a esa mujer que más tarde se convertiría en mi esposa. Creo que la vida no es más que una feliz coincidencia.
–Imagínese que el destino o la suerte (o la ficción) le permitieran volver a encontrarse con Borges ahora, los dos con algo más de 70 años. ¿Qué clase de conversación cree que tendrían esta vez?
-Daría cualquier cosa por poder volver a entrar en un hotel de Escocia y encontrarme ahora con Borges en el bar, para mostrarle que yo también logré convertirme en un viejo hombre de letras. Un hombre que, igual que él, ha vivido una vida “verdadera” tanto en los libros como en los caminos del mundo. Creo que ahora podríamos compartir muchas risas y que sería una buena oportunidad para perdonarnos a nosotros mismos por los temores y desvíos de nuestra juventud. «
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