Murió en el mes de octubre de 2018. Su escritura provino del asombro que los años no le hicieron perder: el asombro de estar en el mundo y de que este sea como es, valga la redundancia, increíblemente asombroso, aunque nos hayamos acostumbrado tanto a verlo que nos parece natural que exista.
No solo era una gran escritora y una gran persona, sino también un gran personaje. Como ocurre con algunos escritores como, por ejemplo, Macedonio Fernández, su vida parece formar parte indisoluble de su obra.
Tenía el aspecto de una tía bondadosa, de una maestra solitaria que acude puntualmente a la peluquería y que anda por la vida con el pelo prolijamente peinado. Quizá era su forma de disimular las ideas en torbellino que seguramente eran capaces de despeinarla. De haber dejado que su pelo expresara lo que sucedía en el interior de su cabeza, su camuflaje de maestra buena se hubiera desbaratado en un segundo.
A veces, sin abandonar su prolija actitud de maestra bien peinada, de pronto sacaba una ametralladora de palabras y se convertía en terrorista lingüística. Basten dos ejemplos que muestran que bajo su aparente serenidad inofensiva se escondía un arsenal.
Solía decirse que la escritura de Hebe era sencilla, ingenua, sin tomar en cuenta que esa simplicidad aparente era la consecuencia de una gran elaboración. Cansada de que se señalara de manera reiterada su supuesta ingenuidad dijo una vez: “Lo de naïve tal vez venga de que trabajo con material de cosas que pasaron hace ya mucho, y entonces quedan con ese tonito medio elaborado, ya visto; digamos que el conflicto ya está oculto (…) Eso puede ser lo que dé cierta pátina de ingenuidad. Pero yo no creo que sea naïve, porque parece como fama de pelotuda, ¿o no?” En lo sucesivo, todo interlocutor de Hebe tuvo que cuidarse de calificarla de esa forma que se había convertido casi en un lugar común. Dice acertadamente la editora Julia Saltzman en la presentación de sus crónicas completas publicadas por Adriana Hidalgo, “No hay solemnidad (en HU), pero tampoco simpleza, sino una inteligencia penetrante, aguda y sin sarcasmo, nunca condescendiente pero sí bañada de comprensión y gentileza. Una especie de igualitarismo primordial por el cual cualquier cosa, cualquier ser es digno de atención, de volverse interesante para la narradora y sus lectores.”
En una nota de El País y en otra de Irene Gruss se reproduce una anécdota contada por Samanta Schweblin que Hebe protagonizó en una mesa organizada por el centro cultural San Martín. Le tocó hablar en último término, cuando el auditorio se debatía entre echarse una siestita en la butaca o huir con disimulo. “Les voy a contar un sueño, dijo cuando le tocó el turno. Soñé que cogía con Maradona.” Y a continuación contó su sueño ante un auditorio que, para ese entonces, ya estaba bien despierto.
Se dice y es rigurosamente cierto que “nunca se la creyó”, que jamás posó de escritora consagrada porque nunca creyó que existieran los escritores, sino más bien personas que escriben. Por eso, escribía con la misma actitud modesta que si calcara un mapa, preparara una torta o se dedicara al armado de bijouterie: para ella la escritura era una artesanía que el mundo había convertido en un mito. Y no es que no tuviera un alto concepto de la literatura, sino que detestaba las poses, la vanidad, la impostura. Tal como lo expresa Mariana Enríquez en el prólogo a su libro de crónica ya mencionado, “Si algo caracterizaba a Hebe Uhart era su falta total de pretensión e impostura, la incomodidad extrema cuando se le pedía actuar los rituales del escritor consagrado.” A la ampulosa palabra “obra” ella prefería usar “libritos”, porque estaba decididamente de vuelta de toda pompa literaria.
Es bastante común que los lectores hagamos una suerte de “apropiación” de los escritores que nos gustan, que los sintamos como algo propio, casi que consideremos que escriben para nosotros. Este sentimiento nace de la identificación con sus textos, de la admiración que nos lleva a querer escribir con su misma calidad cuando seamos grandes independientemente de la edad que tengamos. En nuestro caso, ese sentimiento quizá pueril pero genuino, tiene dos hechos que contribuyen a profundizarlo. El 28 de noviembre de 2010, aparecía el primer número del Suplemento de Cultura de Tiempo Argentino. La madrina de bautismo fue –sin que ella lo supiera- Hebe Uhart. En efecto, la nota de tapa era una entrevista a ella que realizaron dos integrantes del equipo de Cultura, Ivana Romero y Juan Pablo Cinelli. Una gran foto la mostraba en la terraza de su casa apoyada sobre la baranda. Nunca la elección de un título y una bajada nos requirió tanto tiempo y dedicación. Era el primer suplemento y se trataba nada menos que de Hebe, por quienes todos sentíamos una admiración reverencial.
Los entrevistadores cuestionaron su inclusión dentro del realismo, a lo que Hebe contestó con una clase magistral de literatura dictada en tono cotidiano: “Todo eso son clasificaciones, que en definitiva son invenciones. ¿Qué significa realista? Nadie puede saber lo que es la realidad. Esas cosas están en boga para incentivar las discusiones. La discusión entre los de Boedo y los de Florida. Pero si eran 20 gatos que se conocían entre todos. Lo mismo pasa con realismo, hiperrealismo, surrealismo. Tiene ciertos toques, pero no te define un género. ¿Usted qué escribió? ¿Un cuento largo o una novela corta? Ah, bueno, una nouvelle. Eso deja tranquilo a alguien, pero eso no existe. Pero eso no hace a la literatura.”
También por el último libro que Hebe publicó en vida,–luego vendrían publicaciones póstumas de material inédito- la entrevistó Tiempo Argentino. Se trataba de Animales (Adriana Hidalgo). La entrevista fue en el mes de diciembre de 2017, cuando nada hacía prever que moriría en unos meses.
La escritora Fernanda García Lao la recordó de este modo cuando falleció: “De las veces que estuve con Hebe Uhart, la última fue el año pasado. Viajamos juntas desde San Luis a Villa Mercedes en una combi sin parar de hablar. En realidad ella hablaba y yo reía. Me contó de su infancia, yo fui gorda, me dijo, mientras movía las manos huesudas que yo miraba como bajo un encantamiento. Las anécdotas absurdas y su gracia anularon los cien kilómetros del viaje. Estaba encendida. Yo le confesé que la citaba cada vez que en mi taller alguien tenía problemas para cerrar un cuento: «Hay que saber irse». Se la había escuchado en un encuentro que compartimos hace tiempo. «Hay que saber irse de un cuento o de una fiesta. Nada peor que esos que se quedan de más».
Vaya a saber por qué Hebe consideró que el 11 de octubre de 2018 era el momento indicado para que ella se fuera. Seguramente evaluó criteriosamente sus razones para partir. Eso no impide que nos siga doliendo tanto.
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