Durante los 40 años que van desde su primer libro de 1979 hasta su muerte, ocurrida en 2010, Fogwill, el publicitario que dejó de llamarse Rodolfo y Enrique para volverse escritor, fue la piedra en el zapato de la literatura argentina. No solo por lo que sus propios textos representan, siempre buscando el límite para inevitablemente ir más allá, sino por la acidez con la que observó de forma crítica la producción de colegas y afines. Suerte de contracara de Ricardo Piglia, cuyo trabajo sobre el canon literario argentino es casi tan importante como su obra, Fogwill se apropió de un rol más impiadoso y aprovechando su calidad de outsider, de aquel que llega desde afuera para juzgar sin misericordia a los de adentro, se paseó por los cenáculos como un ángel exterminador, con la lengua más filosa que la espada de Damocles. Sin embargo, nadie se deje engañar: a 11 años de su desaparición, su figura es recordada con cariño y respeto reverencial. Él estaría encantado.
Como suele ocurrir con los muertos, en especial si se trata de escritores, el paso ese cambio de estado no siempre representa el fin de la existencia. Y mucho menos el final de su obra, sino una invitación a que los editores afilen su ingenio en busca de posibles publicaciones póstumas para engrosar sus catálogos. Y Fogwill no es la excepción a esa regla de oro de la industria editorial moderna. Alfaguara, sello que atesora el grueso de su trabajo, lanzó tres libros desde entonces: La gran ventana de los sueños (2013, donde él mismo narra sueños y fantasías) y las novelas Nuestro modo de vida (2014) y La introducción (2016). Mansalva hizo lo suyo con Diálogos en el campo enemigo (2016), transcripción de una charla que el escritor mantuvo en 1997 con Horacio González, María Pía López, Christian Ferrer y Eduardo Rinesi. Por último, en coincidencia con el décimo aniversario de su muerte, Blatt & Ríos editó Memoria romana, libro que incluye diez cuentos y una novela breve que permanecían sin publicar.
De la mano de esta misma casa editora llega Estados alterados, volumen que rescata la versión más política de Fogwill. Y quizá también la más salvaje. El mismo recoge una serie de textos que el autor escribió para la segunda encarnación de la revista El porteño, que su editor Gabriel Levinas había vuelto a lanzar en 2000, pero que como un parto a la inversa acabó desapareciendo nueve meses después. Es difícil resumir de qué tratan esos textos, en los que Fogwill aborda temas de la compleja realidad de la Argentina de fin de siglo, pero de forma arborescente, derivativa y siempre de modo desquiciado. Fogwilliano. Dichos artículos también marcaron su regreso a la colaboración periodística, género del cual el escritor había abjurado 10 años antes, por abominable, según cuenta Silvia Schwarzböck en el oportuno prólogo que completa la edición.
En Estados alterados Fogwill encadena temas como si se tratara casi de un ejercicio de escritura automática. Así pasa de esbozar una breve (pero ácida y lúcida) versión de la historia española, a defender a María Elena Walsh o relativizar el valor de cierto giro en el cancionero de Mercedes Sosa. Al mismo tiempo que defiende la versión del Himno Nacional de Charly y despacha en apenas un párrafo el arribismo lírico de los aún populares Tres Tenores. No se salvan ni Nietzsche, ni Heidegger ni Lacan, porque para Fogwill no existían los intocables. Salvo, a veces, Borges.
Los artículos que se encadenan en este volumen, delgado pero contundente, retoman una idea que su autor ya había desarrollado en la primera etapa de El Porteño, en los años ‘80. En ellos sostiene que, lejos de haber sido derrotados, los impulsores del llamado Proceso de Reorganización Nacional eran en realidad los vencedores silenciosos y que el retorno a la democracia no era más que una secuela, una segunda parte de ese proceso que utilizarían para blanquear los beneficios de aquella victoria conseguida (paradójicamente) por izquierda. Ya en el año 2000 estaba claro que los triunfadores habían vuelto a mostrar la cara sin vergüenza durante la década menemista y Fogwill confirmaba con amargo orgullo que su teoría ochentosa no era incorrecta. Los textos de Estados alterados abundan además en insistentes referencias a “turcos”, «cristianos» y “judíos”, arquetipos detrás de los cuales el autor siempre oculta segundas intenciones. No menos notable resulta la particular y llamativa obsesión que Fogwill manifiesta con la mierda, materia (fecal) que parecería ser el líquido amniótico en el que se gesta día a día, año tras año, la historia argentina.
Simulando escribir sobre literatura (a veces lo hace), Fogwill rejunta temas, cita, menciona, desvirtúa, relativiza, saca conclusiones, se excede y en raras ocasiones retrocede, como si la suya fuera la prosa de un psicótico, uno de esos que llenan cuadernos apretando sus delirios con letra abigarrada y sin respetar renglones. Un recurso formal que no tiene nada de inocente: tal vez ese era el único modo de abordar la realidad de una república que, como la canción de Celeste Carballo, también se estaba volviendo “cada día más loca”. Ese lanzarse a la realidad de forma desaforada es, justamente, lo que hace de Estados alterados el libro perfecto para ser leído en septiembre de 2021, una semana después de las PASO. Como un espejo atroz, sus páginas devuelven la imagen de ese estado (alterado) que nos regala una nueva crisis, otra, que vuelve a dejar en evidencia esa insania social que los argentinos nos hemos acostumbrado a reconocer como “lo normal”.