Fabián Casas y un libro que habla de Argentina sin mencionarla

Por: Mónica López Ocón

El autor acaba de publicar “Los Teresos”, una obra de teatro que puede ser leída como una narración y en la que pone en escena a una familia que chapalea en el pasado sin poder avanzar y que imposibilitada de salir de él, decide vender la casa donde está presa de sus recuerdos.

De Fabián Casas puede decirse que es un auténtico trabajador de la literatura, no sólo porque es prolífico, sino porque escribe con la misma actitud que si se dedicara a la albañilería.

Ha recorrido todos los géneros: la novela, el cuento, el ensayo, la poesía, la crónica y el artículo periodístico, pero, según lo ha dicho en reiteradas oportunidades, siempre le gusta plantearse nuevos retos, hacer aquello que nunca hizo y que, por lo tanto, se supone que no sabe hacer.

Acaba de publicar una obra de teatro Los Teresos (Batt & Rìos) que es su segunda incursión en el género. Pero si bien en el teatro cuenta con solo dos obras, tiene una larga trayectoria como guionista de cine y de series.

En 2018 publicó Luis Ernesto llega vivo también a través de Batt & Ríos. En ese momento dijo en una entrevista realizada por Guido Arch: “La obra trata sobre una familia disfuncional. Los temas de la familia siempre los tengo en la cabeza, porque la familia es algo absolutamente central para que uno pueda crecer y vivir pero si después no te desapegas y no la corres, también te mata.” Esa fue representada en el teatro off y es de esperar que también Los Teresos lo sea cuando el teatro independiente pueda superar el shock en que lo dejó la pandemia.

También “Los Teresos” trata sobre una familia cuyo apellido tiene un toque escatológico y que, como todas las familias, puede transformarse en un núcleo inexpugnable que evite la salida al mundo.  Está compuesta por dos hermanas, Teresa y Tamara, un hermano, Tobías,  y quien será el marido de Tamara John William Look, quien aparece vestido como Julio Iglesias.

Por otra parte, aparece Julita Tikonderoga, agente inmobiliaria y “campeona mundial de las madres separadas”, quien venderá la casa de los Teresos a su cliente Alexander Linshespir, un hombre que busca una vivienda con jardín, escucha la voz de un GPS que direcciona sus acciones, mientras fuma marihuana compulsivamente.

Quizá la clave de la obra se encuentre en la frase del escritor y director de cine Alexander Kluge que se encuentra en el acápite del libro: “La personas habitan sus biografías como habitan casas.” Los personajes parecen vivir de esta forma, como si la vida de cada uno sucediera, pero no les sucediera a ellos. En todos hay una gran ajenidad respecto de sí mismos y de los demás. Son seres que comparten la vida sin lograr comunicarse. Encerrados cada una en su propia burbuja, solo las burbujas se rozan, sin que puedan aproximarse nunca quienes están encerrados en ellas. Y esto incluye no solo a la familia, sino también a Julita y a Alexander.

La familia vende la casa quizá agobiada por el pasado del que no pueden salir y en el que parecen seguir viviendo como si el presente fuera un tiempo sin valor. Todos, además, parecen haber perdido algo importante que nunca se menciona de manera explícita.

Las referencias a la realidad argentina solo se dan hacia el final, cuando se menciona al profesor Carpio, a quien conocen muy bien todos aquellos que cursaron las introductorias en la Facultad de Filosofía y Letras de los 70, a quien se le atribuye ser discípulo de Heidegger y haber viajado a la Selva Negra, “allí donde este nazi tenía una cabaña”. Es conocida la adhesión de Heidegger al nazismo. Por otra parte, su muerte–y quizá esta sea solo una coincidencia- se produce el 26 de marzo de 1976, justo dos días del golpe cìvico-militar más cruento de la historia argentina.

Es precisamente este hecho el que sobrevuela la obra sin que se lo mencione jamás de forma explícita. Es más bien un clima, un sobreentendido o  una alusión sutil. Y tal vez lo que la obra plantea de manera implícita es qué se hace con ese pasado que marcó a toda una generación a fuego y que se prolonga en el presente. Los Teresos eligen irse, abandonarlo, como si esa casa fuera su propio pasado y una vez fuera de allí pudieran liberarse de él.  

No hay en la obra, sin embargo, ningún tipo de realismo. Más bien parecería acercarse por momentos al teatro del absurdo. Mencionar la década del 70 es solo una suerte de dato-brùjula para que el lector y quizá futuro espectador tenga un punto de referencia para desarrollar su propia lectura.

La obra, escrita durante la pandemia, voluntaria o involuntariamente muestra su marca en la medida en que se desarrolla sobre todo dentro una casa, una suerte de fortaleza donde aislarse del coronavirus y de cortar vínculos con el exterior, aunque tampoco esta situación sea mencionada de manera explícita.

Es cierto, sin embargo, que la incomunicación es una de las obsesiones literarias de Casas y que, de distinta manera, atraviesa toda su obra, aunque no sea el producto de una intención premeditada. “Las conexiones entre mis textos –dijo en una entrevista realizada por Carlos Daniel Aletto- se dan de manera natural, lo que no implica que no pueda después teorizar sobre eso que es mi experiencia. En la vida y en la literatura me gusta más ser un soldador que un soldado: el soldador cruza mundos diferentes, el soldado va a la guerra.”

Los géneros literarios tienden a ser considerados cada día con menor rigidez, las taxonomías rígidas van perdiendo frente a la evidencia de hay textos que cruzan todas las clasificaciones sin que puedan encasillarse en ninguna. Los Teresos es una obra de teatro que muy bien puede ser leída con placer sin sentir la falta de una puesta en escena. Sus personajes más que interaccionar monologan, una metáfora de soledad y aislamiento.

Sus nombres raros parecen tener una función específica: aumentar el extrañamiento, la ajenidad que tienen respecto de sus propias vidas centradas más en su pasado que en su presente. Pero si bien esta parece ser una característica específica de estos personajes, muy bien podría extenderse más allá de ellos mismos y alcanzarnos a todos, miembros de una sociedad que nos obliga a desarrollar una fortaleza a nuestro alrededor. La incomunicación no parece ser un padecimiento individual, sino social. En la era de la comunicación, cuando uno parece estar ligado a los demás por el cordón umbilical de la tecnología al punto de que el margen de intimidad ha disminuido de manera considerable, nada parece indicar que el cerco de la soledad se haya roto, sino más bien todo lo contrario.

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