¿Es lícito modificar un texto literario en nombre de la corrección política?

Por: Mónica López Ocón

Los recientes cambios de palabras y fragmentos en la versión inglesa de los libros del novelista Roald Dahl vuelven a poner en discusión la legitimidad de esta actitud que con el objetivo no ofender suele ejercer la censura.

Los tiempos en que se sugería que era bueno llamar a las cosas por su nombre,  “al pan, pan y al vino, vino” parecen llegar a su fin. Hoy, como en el juego de “las grande tiendas de París” que obligaba a realizar acrobacias lingüísticas que, por lo general terminaban en fracaso, “no se puede decir ni sí ni no, ni blanco ni negro”.

El caso de la reciente modificación de la versión inglesa de los libros de Roald Dahl (1916-1990) es un ejemplo más de que los diccionarios de cada lengua corren el peligro de ser reemplazados por versiones eufemísticas que se adapten a las buenas intenciones de la corrección política.

El autor de clásicos destinados a los más chicos como Charlie y la fábrica de chocolate, Las brujas  y Matilda fue expurgado en su versión inglesa, aunque no en su versión castellana. En efecto, según lo consigna Télam, «tras conversaciones con la Roald Dahl Society Company, Alfaguara Infantil y Juvenil mantendrá sus ediciones con los textos clásicos del autor sin modificar sus publicaciones en castellano». La misma actitud tomó el sello francés Gallimard. Un vocero de la editorial  declaró a The Guardian: «Nunca hemos reescrito los libros de Roald Dahl. Fueron traducidos del inglés y no han cambiado de esa traducción desde entonces”.

Aunque los editores de la obra de Dahl en inglés realizan los cambios en nombre de la inclusión y según informan, luego de una consulta con “lectores sensibles”, su actitud se parece bastante a la que adoptaron  en su momento los defensores a ultranza del realismo socialista: sentenciar a muerte los cuentos de hadas con el criterio de que la fantasía que propone mundos intangibles era contrarrevolucionaria. Las razones de unos y otros son distintas, pero el proceder es el mismo. Ambos revelan, en nombre de las buenas intenciones, un autoritarismo peligrosamente próximo a la censura.

Las modificaciones mencionadas de la obra de Dahl se refieren, sobre todo, a vocablos relacionados con características físicas. La palabra “gordo”, por ejemplo, fue reemplazada por “enorme” lo que, más allá del cuestionamiento a la realización de cualquier cambio, es una palabra confusa en tanto serían igualmente enormes una persona que mide más de dos metros que una que mide un metro y cincuenta centímetros, si ambos son gordos (perdón por la palabra).  La descripción de alguien como “enorme” habilitaría la pregunta “¿enorme en cuanto al largo o en cuanto al ancho? Además de ser equívoco, el nuevo vocablo no evita la consideración respecto de una norma establecida socialmente del mismo modo que sucede cuando alguien calificado de “gordo”. También se eliminó la palabra “feo” lo que lleva a inferir que habría que suprimir la palabra “lindo” porque el concepto de belleza también es una construcción social y “lindo” supone necesariamente la existencia de alguien que no lo es.

Pero quizá el cambio más increíble sea que Matilda ya no lee a Joseph Conrad, sino a Jane Austen, con lo cual la censura afecta a dos escritores a la vez. ¿Será malo leer a Joseph Conrad o las mujeres sólo deben leer libros escritos por mujeres? De ser así, esto implicaría una flagrante discriminación a los hombres escritores.

Los artífices de los cambios parecen confundir la ficción con la realidad, una confusión que, de pasar a la acción y aplicarse de forma extrema, debería llevar a prohibir la mayoría de los libros. ¿Si “Lolita” habla de la relación de un hombre adulto con una menor, su autor, Vladimir Nabokov, debería ser acusado de naturalizar la pedofilia? Obviamente, no. Pero, según lo declaró la escritora Ariana Harwicz a Perfil  “estamos viviendo un momento de judicialización del arte” como si realidad y ficción fueran una misma cosa.”

En el caso de Dahl, sin embargo,  la confusión parece selectiva.  Salman Rushdie declaró: «Roald Dahl no era un ángel, pero esto es una censura absurda. Puffin Books (el sello editor que publica al autor en inglés) y la finca Dahl deberían estar avergonzados».

¿A qué se refería Rushdie al afirmar que Dahl no era un ángel? A que el celebrado autor infantil era antisemita, lo que llevó  a sus herederos  a disculparse públicamente. Según lo consigna elDiario.es, en una entrevista con la revista New Statesman en 1983, Dahl declaró: “Hay un rasgo en el carácter judío que provoca animosidad, quizá sea una especie de falta de generosidad con los no judíos”. “Siempre hay una razón para que broten los ‘anti-algo’. Hasta un canalla como Hitler no los acosó sin razón”.

La confusión entre ficción y realidad no parece aplicarse cuando se trata de seguir publicando a un autor que lleva vendidos millones de libros en todo el mundo y que, a más de treinta años de su muerte,  sigue vendiendo como pan caliente. Su repudiable condición de antisemita no invalida su obra, aunque, cuando la realidad se confunde con la ficción, debería hacerlo.  Billetera no sólo mata a galán, sino también, según parece, a la corrección política moralizante.

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