Políticamente heterogéneo y ecléctico, la identidad del movimiento fundado sobre la figura de Juan Domingo Perón representa siempre una dificultad a la hora de definir su identidad. Algo similar ocurre cuando se intenta rastrear una estética que lo represente en las diferentes obras de los artistas vinculados a él. A la pregunta de si existe una estética de raíz peronista, sin embargo, la precede otra: ¿es posible definir al peronismo?
Dentro de ese marco, en el que sobran argumentos pero las certezas no alcanzan, las voces de diferentes artistas aportaron lo suyo para sumarle complejidad a la incógnita, pero al mismo tiempo ir moldeando un imaginario muy rico pero tan difícil de definir como el propio movimiento. La idea es indagar, entonces, acerca de la existencia o no de una estética capaz de expresar las bases políticas del peronismo a través del arte. Para conseguirlo, obstáculo insalvable, es necesario resolver antes el primer problema que, apelando a un poco de humor, podría resumirse en una pregunta: ¿realmente existe el peronismo? O más seriamente: ¿qué es el peronismo?
En el presente, los hechos demuestran que ya no existe un solo peronismo, o que el peronismo es muchas cosas, incluso opuestas, afirma el escritor Juan Diego Incardona. A pesar de eso arriesga una definición histórica, según la cual el peronismo es el movimiento fundado por Juan Perón y reivindicado por la clase trabajadora argentina, cuyas banderas primordiales consisten en la construcción de una nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana. El artista plástico Daniel Santoro, reconocido por haber centrado una parte importante de su obra sobre diferentes elementos del imaginario justicialista, coincide con Incardona y califica la ambición de definir al peronismo como una tarea casi titánica. Así y todo también acepta el desafío y comienza por considerar que se trata de una invención política que insospechadamente ha tenido una vida muy prolongada, como pocas irrupciones políticas de su tipo. Santoro menciona al PRI en México o el PSOE en España y recuerda que todas tuvieron un auge y una decadencia en la que su dimensión transformadora quedó agotada y subsumida en el estándar de las demás expresiones políticas. Es decir, se domesticaron más o menos fácilmente. La diferencia sería que, si bien el peronismo también sufrió domesticaciones y traiciones, aún sobrevive como novedad política. Es esa vitalidad la que sigue permitiendo definir al peronismo como una novedad, completa.
Como era de esperarse, las dificultades se trasladan al intento de pensar en la existencia de una estética surgida del seno mismo del peronismo para traducir en arte sus contenidos políticos. El cineasta José Campusano, conocido por películas como Vikingo, Vil romance o Fango, en las que recrea de manera vívida diferentes problemáticas sociales del Conurbano profundo, es terminante. Yo creo que no, sinceramente. Aunque puede ser que exista y se trate de una incapacidad mía y no he sabido detectarlo, se excusa. En la misma línea se expresa Incardona, autor de una serie de libros como Villa Celina, Las estrellas federales y, sobre todo, El campito, en los que al igual que Santoro trabaja con elementos clásicos de la iconografía peronista. No creo que exista un arte peronista afirma pero sí una tradición cultural vinculada estrechamente a él, no tanto por la temática sino por el sentido de pertenencia de muchos artistas. Para apoyar su afirmación recuerda una frase del cineasta Leonardo Favio, quien alguna vez dijo que no hacía cine peronista, sino que él era un peronista que hacía cine. No será la última vez que el nombre de Favio se aparezca por acá.
Por su parte, Santoro descarta de plano la idea del arte peronista, pero considera que existe un imaginario muy rico surgido por efecto de la acumulación a lo largo de la historia del movimiento. Aunque no sé si ese imaginario alcanza a constituir una estética, objeta sin embargo el pintor. Enseguida señala que hay elementos de distintas estéticas que vienen de la izquierda, del fascismo y del New Deal, que confluyen en algo que conforma un imaginario peronista. Un conjunto de apropiaciones que no se habrían concretado sin la mediación de los artistas. Santoro pone como ejemplo de eso la obra del artista plástico Ricardo Carpani, quien se apropia de la estética de la izquierda y la sujeta a las razones del peronismo. Justamente ese carácter apropiador le permite a Santoro definir el imaginario peronista como bastardo, sin un origen propio, unificado, que le impide generar esa cosmogonía blindada que sí tuvieron la izquierda, el fascismo y la propaganda capitalista de posguerra, donde no puede haber irrupciones de otro orden porque serían amonestadas. En cambio, igual que ocurre con las múltiples líneas que lo atraviesan en el plano político, el imaginario del peronismo tolera cualquier torsión.
En su intento por ir acercándose a definiciones más concretas, Santoro encuentra una palabra para definir al peronismo tanto en lo político como en lo estético y esa palabra es «barroco». «Pero no el estilo del barroco europeo, sino el barroco latinoamericano, que también es un cúmulo de apropiaciones trazado también por una mirada muy ingenua, palabra cuyo anagrama es genuino. Esa dualidad de lo ingenuo y lo genuino es muy interesante, porque se trata de una mirada ingenua pero no torpe. Ni tampoco erudita: el peronismo jamás iría detrás de eso, sino de una estética siempre más ligada a las distintas líneas del gusto popular», concluye. En contra de la idea de concluir que cualquier expresión popular es de por sí emergente de una estética peronista, Campusano insiste en la dificultad de aprehender lo peronista. Si las diferentes facciones sindicales que se autotitulan peronistas, por ejemplo, no están para nada alineadas, menos podrían estarlo en un terreno tan cambiante como podría ser una propuesta artística o cinematográfica dentro de la amplia diversidad que proponen los conjuntos del arte o del cine argentino. Tampoco es fácil llegar a una conclusión por oposición, es decir, tratar de definir una estética peronista a partir de una opuesta, de raíz antiperonista, como la que en la literatura representaron obras como «La fiesta del monstruo», que Jorge Luis Borges y Adolfo Boiy Casares firmaron con el seudónimo de Bustos Domecq, o Los traidores, una pieza también creada a cuatro manos por Silvina Ocampo y J. Rodolfo Wilcock. Más que arte antiperonista, hay antiperonistas que hicieron arte, insiste Incardona recordando la frase de Favio. Sin embargo reconoce que para muchos artistas el antiperonismo se convirtió en tema y, visto hoy y puestas las obras en serie, uno puede percibirlo como una tradición antiperonista que, por ejemplo, repitió la anécdota de El matadero de Esteban Echeverría, actualizándola en la coyuntura del peronismo, a través, como dijo Ricardo Piglia, de la parodia o la paranoia.
Llegados a este punto, Santoro vuelve a traer a colación una cuestión central para pensar el asunto: los artistas. No hay una estética que esté por fuera de la acción de los artistas. Un imaginario no es algo que está ahí vacante y entonces el artista va y se toma de eso. Es el artista quien genera un imaginario. Para él, el caso más emblemático sería el de Favio. Leonardo es un emblema del gran artista peronista, asegura Santoro, porque no le hace asco a nada, su obra es puro barroco latinoamericano. Basta ver el documental Sinfonía del sentimiento, que es una orgía de aportaciones estéticas, una especie de caravana interminable de todos los clichés y toda la cosa más intolerable para las clases medias, sin embargo todo junto constituye algo convincente. Ese punto de ingenuidad sobre el que trabaja Leonardo es lo que lo hace a la vez tan genuino. Sin dejar de reconocer su enorme valor cinematográfico, Campusano minimiza el valor político de la obra de Favio. Fijate que a Raymundo Gleyzer y a Jorge Cedrón les costó la vida filmar lo que filmaron. En cambio Favio en todo el período de los 70 nunca asumió el compromiso de hacer una película como o Los traidores (1973) u Operación Masacre (1973), recuerda el cineasta. Para Campusano, Favio nunca tuvo la convicción de ir a aquello que sí conocía y sabía de primera mano. Él filmó Juan Moreira (1973) que había sucedido hace 100 años, o la metáfora poética de Nazareno Cruz y el lobo (1975), pero eran los 70, no fue una década menor. Hubo otros directores a los que su decisión de en qué lugar pararse para filmar les costó muy caro. Y a Favio no le costó tan caro, porque entre otras cosas filmó Soñar, soñar (1976), que está buena, sí, pero está muy lejos de eso otro que él también conocía bastante. Y esa decisión artística también es una decisión política.
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