Hace 30 años la editorial Gallimard publicaba en Francia Al amigo que no me salvó la vida, de Hervé Guibert, una novela de autoficción en la que, con otros nombres, el autor habla de su propia enfermedad y de los últimos días de Michel Foucault afectado del mismo mal que, en ese momento, era casi innombrable. La osadía de atreverse a desafiar el prejuicio y la estigmatización produjo un enorme escándalo. En América Latina hay grandes libros sobre el tema, pero no una producción literaria orgánica referida a él.
Sin embargo, quienes criticaron a Guibert no pudieron ver en su actitud el gesto de parresía, de decir una verdad incómoda para el poder y que le hizo perder no pocos amigos. Al narrar la muerte por sida de Foucault -como espejo de su propio sida del que prematuramente sería víctima- Guibert cumplió su tarea de amigo. Sin dudas, de haber sobrevivido, Foucault hubiera sido el cronista de la epidemia y narrado con atroces descripciones llenas de amor similares a las que hizo con la locura, la lepra o los suplicios, esos años que significaron el fin de un mundo. Según Guibert, Foucault habría dicho al enterarse de su enfermedad: “Un cáncer que solo afectaría a los homosexuales, no, sería demasiado bello para que fuera verdad … ¡Es para morirse de risa! … ¿Qué podría ser más bello que morir por el amor de los muchachos?”.
Este año se cumplen treinta años de la publicación de Al amigo que no me salvó la vida y cuarenta desde que circularan las primeras noticias de un virus extraño y mortal que en principio hacia estragos en la comunidad gay estadounidense y que devino enfermedad estigmatizante. Susan Sontag lo sintetizó en su ensayo AIDS and its Metaphors (1988): como la lepra en la Edad Media o la sífilis decimonónica, el sida era una enfermedad que ciertos discursos -morales, religiosos y médicos entre otros- asociaban al castigo por los placeres y los pecados. Enfermedad tipo que culpabiliza a los enfermos, más pronto que tarde fue llamada “peste rosa”, “cáncer gay” o la “enfermedad de las cuatro haches”: de los homosexuales, hemofílicos, heroinómanos y haitianos. Si en el discurso más delirante, la pandemia era culpa del turismo sexual gay fascinado con los negros centroamericanos de falo grande que portaban el virus, en el discurso más conservador era tan ignominiosa que ni siquiera merecía ser nombrada. Así, entre tantos ejemplos, el siniestro gobierno republicano atravesó casi dos períodos presidenciales acumulando cadáveres por millares sin activar ninguna política sanitaria hasta que tardíamente Ronald Reagan en 1987 se dignó pronunciar la palabra de la peste. Uno de los tantos valores de la novela de Guibert es que la palabra Sida era pronunciada sin ambages ni metáforas.
Al amigo… no fue la primera ficción sobre el sida. Antes hubo obras teatrales como The Normal Heart (1985) de Larry Kramer o La última luna menguante (1986) de William Hoffman, entre otros. Sin embargo, el relato de Guibert constituye un punto de inflexión por varios motivos.
Primero porque lejos del tono melodramático o de los personajes idealizados de las obras nombradas, en la novela de Guibert había personajes humanos, demasiado humanos, a los cuales la enfermedad no convertía en santos. De hecho, en el capítulo 94 a Hervé Guibert, ya enfermo de sida le sugieren una idea: preparar una cena para un amigo que lo traicionó, llevar una aguja y cuando él se ausente de la mesa, clavársela en el dedo y apretarla encima de su vaso de vino tinto. El párrafo retoma la metáfora del vampiro como vindicación de aquel enfermo maldecido y discriminado por la sociedad.
Al amigo… fue pionera también en utilizar la autoficción o la literatura de sí mismo para narrar la enfermedad, género que utilizarán también Cyril Collard (Las noches salvajes, 1992), Harold Brodkey (Esta salvaje oscuridad. La historia de mi muerte, 1996), Pablo Pérez (Un año sin amor, 1997), Fernando Vallejo (El desbarrancadero, 2001) y más recientemente Naty Menstrual en algunas de sus geniales crónicas, entre tantas otras y otros que supieron mezclar la vida y el arte a partir de las propias vivencias de la dolencia (o de su hermano Darío en la novela de Vallejo).
Al amigo… fue precursora también en su crítica a las instituciones hospitalarias que convierten al enfermo en una masa de carne que puede ser trasladada de aquí para allá sin dignidad ni corazón anticipando novelas como Salón de Belleza (1994) de Mario Bellatín en el cual el local pleno de cuerpos bellos del título deviene en un moridero.
La deuda interna
Hace treinta y dos años, que el 1° de diciembre se conmemora el Día Internacional de la Lucha contra el VIH/SIDA para dar cuenta de los avances contra la pandemia y para evocar a los muertos. Sin embargo, la literatura latinoamericana tiene varias deudas pendientes.
Valerosas son Antes que anochezca (1990) de Reinaldo Arenas y Loco afán: crónicas del sidario (1996) de Pedro Lemebel, donde sendos autores a la vez que dan cuenta del orgulloso erotismo denuncian a los aparatos políticos de Cuba y de Chile respectivamente a los que responsabilizan por las muertes. Así escribe Lemebel “La plaga nos llegó como una forma de colonización por el contagio / Reemplazó nuestras plumas por jeringas, y el sol por la gota congelada de la luna en el sidario”.
Pero, sin dudas falta un gran corpus literario que dé cuenta del trauma de los peores años del sida y de la experiencia de una generación. La de gays, travestis y trans que nacieron entre las décadas del ’50 o del ’60, que vivieron su vida con una máscara, muchas veces ocultando sus identidades y sus placeres, que gozaron de parte de la revolución sexual de los ’60 y que luego perdieron la belleza de sus cuerpos, a sus amantes, a sus amiga/os y sus vidas en esa especie de apocalipsis de una comunidad que fue la epidemia del sida durante los años ochenta y principios de los noventa. La ficción más importante en este sentido es la monumental Sangre como la mía (2006) del escritor chileno Jorge Marchant Lazcano.
El mismo Marchant Lazcano que en una entrevista me confesó que tiene un cuaderno en donde redactó una larga lista de los nombres de sus amigos muertos por sida cumpliendo de manera individual otra deuda colectiva. Como Hervé Guibert lo hizo con Foucault faltan novelas donde se lean las voces de las y los muertos amados para que perduren en la memoria, en la ilusión del para siempre de la literatura.
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