Una interpelación a los adultos para que podamos ponernos en el lugar del niño, un “extranjero del tiempo” que llega a un mundo cuya lógica no comprende.
“Llegan –continúa refiriéndose a los chicos- `como extranjeros del tiempo` a un presente del cual los adultos somos ciudadanos. Estábamos antes, lo armamos y ellos se incorporan.”
”Esta es una metáfora fértil para lograr empatía con la experiencia de los chicos y, entonces, una relación eficaz con ellos. No uso la imagen del inmigrante por su lirismo, sino porque la empatía nos guía en cómo comunicarnos.”
“Es mucho más fecundo que un adulto se imagine a sí mismo como inmigrante antes que trate de representarse como un niño.”
Al referirse a la escuela, cita una anécdota de Piaget muy significativa. Alguien que lo entrevistó describía su despacho como desordenado. Piaget se ríe y contesta: “Como ya se sabe, Bergson demostró que el desorden no existe, sino que haya dos tipos de orden: el orden geométrico y el orden vital. El mío es netamente vital, las carpetas que utilizo están al alcance de mi mano, por el orden que indica la necesidad. Las carpetas que se hallan más abajo, se convierten en algo delicado, pero cuando hay que buscar se busca, lleva menos tiempos que arreglar todos los días”. “Si los niños son inmigrantes, la escuela debería ser –afirma el autor- la la casa del inmigrante, un lugar de refugio, de acogida.” Los niños “son detectores del orden vital” y a veces padres y maestros los enfrentan a un orden geométrico. Pescetti interpela a los adultos para que conviertan la escuela en un lugar acogedor, al que los chicos “quieran volver mañana”.
Su experiencia personal como niño y también como adulto sirve para respaldar sus afirmaciones. Nacido en un pueblo chico, San Jorge, el autor vivió en carne propia lo que es ser un inmigrante en su propio país. Buenos Aires le resultó un lugar hostil en la que, sin embargo, encontró, lo asilara y las cita con nombre y apellido, Violeta Gainza , su profesora de música en el Conservatorio Municipal de Buenos Aires cuando tenía 20 años. En su infancia pueblerina, cuando tenía seis años y cursaba primer grado, la persona que lo asiló fue Ercilda Tabbia, su profesora de dibujo. Señala que las dos confiaron en él antes de que él mismo estuviera en condiciones de hacerlo. Ambas pudieron ver más allá del niño o el joven inquieto que hacía chistes como si no se tomara en serio lo que le enseñaban, aunque en realidad lo que le sucedía era que no se tomaba en serio a sí mismo. Esas miradas capaces de ver más allá tienen una función fundamental en alguien que ha ingresado recientemente al mundo y se está formando.
El niño, dice Pescetti, es un embajador entre dos mundos: el de la niñez y el de la adultez, el de su casa y el de la escuela y esto implica o debería implicar que pueda ser leal a los dos, que pueda ser un puente entre uno y otro y que esa comunicación acompañe alguna forma de intercambio.
Tratar a un chico como un par, como un aliado, es una actitud positiva no solo para los chicos, sino también para los grandes. Si los adultos somos los que les inventamos a los chicos un presente, son ellos los que en unos pocos años comenzarán a enseñarnos cosas propias de su generación que desconocemos.
Haber sido niños no nos ayuda, por lo general, a comprender la infancia. Según Pescetti, a veces miramos a los chicos no como semejantes de otra edad, sino como miembros de una cultura que no conocemos.
El fracaso escolar, la formación del yo, el conflicto entre la identidad y el deseo de ser como todos para tener un lugar de pertenencia son algunos de los otros temas que aborda este libro que es un llamado a los adultos a ponernos en el lugar del otro, en ese caso, de los chicos. Nuestra actitud será decisiva no solo en el presente de los niños, sino también en su futuro porque, como dice Rainer Maria Rilke y cita Pescetti al comienzo de su libro, “la verdadera patria del hombre es la infancia”.
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