“El francés me ayudó a conectarme con la memoria argentina congelada en el miedo a hablar”

Por: Mónica López Ocón

Laura Alcoba viajó a la Argentina para presentar "La danza de la araña", último libro de la trilogía que comenzó con "La casa de los conejos".

Hace diez años aparecía con gran éxito editorial La casa de los conejos, una novela en la que una narradora niña, hija de militantes, contaba su vida en la casa donde se imprimía una publicación de Montoneros. La novela estaba dedicada a Diana E. Teruggi, nuera de Chicha Mariani –su pareja era Daniel Mariani- y madre de Clara Anahí, secuestrada a poco de nacer, con quienes Alcoba compartió en su infancia  la casa en la que la crianza de conejos escondía la imprenta clandestina. La madre de Alcoba se exilió en Francia poco antes de que la casa fuera asaltada a sangre y fuego el 24 de noviembre de 1976 y sus habitantes fueran asesinados. Clara Anahí, que tenía tres meses, fue secuestrada en ese operativo. 

El azul de las abejas, aborda un momento posterior, cuando la autora aprende francés para ir a reunirse con su madre y se escribe con su padre preso. Ambos acordaron leer el mismo libro al mismo tiempo para luego comentarlo por carta. Ese libro fue La vida de las abejas de Maurice Maeterlinck. Esas dos historias se completan ahora con La danza de la araña (Edhasa), una novela en la que la narradora está en los umbrales de la adolescencia, vive en Francia con su madre y una compañera de militancia de ésta, continúa escribiéndose con su padre hasta que a éste le otorgan la libertad condicional, oportunidad que, ante el miedo de ser asesinado, aprovecha para huir a Francia. 

Laura dice que nunca pensó en escribir una trilogía, pero que la voz de la niña narradora se le impuso y la empujó a escribir La danza de la araña. La autora, que vive en Francia desde que viajó para reunirse con su madre, visitó Argentina para presentar su última novela en la Feria del Libro. Tiempo Argentino dialogó con ella. 

– Si no recuerdo mal, tenías pensado terminar con El azul de las abejas. ¿Cómo volvió a surgir la voz de esta niña ahora en las puertas de la adolescencia? 

-Sí, era así, absolutamente. Esa voz volvió a surgir y aún más, tuve la certeza de que aún no había terminado lo que comencé con La casa de los conejos. Es cierto que primero pensé que todo terminaba con El azul de las abejas, pero luego de la presentación de este segundo libro que hice en Francia, me di cuenta de que faltaba algo y eso se volvió  una especie de obsesión. De hecho, interrumpí otra novela que estaba escribiendo para terminar lo que había empezado. Tomé conciencia de que en El azul de las abejas el padre de la narradora está en la cárcel y que hasta que no lo hiciera aparecer en un libro, la historia no iba a estar terminada. La danza de la araña fue algo muy particular porque me conecté muy, muy fuerte con La casa de los conejos. Cada uno de los libros se puede leer de manera independiente, pero en La danza de la araña es como si estallara algo que ya estaba en germen en La casa de los conejos. En La danza…hay una escena de acoso sexual en la que se desata un grito y pensé que ese grito era el estallido del que, de manera sorda, comenzaba en La casa… 

-A través de las cartas que envía desde la prisión de La Plata, el  padre ausente tiene una presencia más fuerte que la madre presente en la vida cotidiana.  

-Sí, es una ausencia presente. De hecho, antes de ponerme a escribir este tercer libro, releí las cartas verdaderas de mi padre desde la cárcel. Son dos años y medio de correspondencia entre enero del 79 y agosto de 81. En esas cartas nunca hablamos de la cárcel, siempre hablábamos de otras cosas, de cuentos, de historias y nos encontrábamos en ese espacio mental. Era un encuentro muy intenso y por eso la suya era una ausencia muy presente. 

-La voz de la narradora se mantiene a través de los tres libros. Evidentemente es una voz que está muy instalada en tu interior. ¿Tenés la certeza de que no va a volver a aparecer? Lo digo porque tiene una identidad tan fuerte que no sé si te será posible “deshacerte” de ella? 

-Por el momento tengo sensación de haber terminado algo, pero esa misma impresión había tenido con la novela anterior y estaba equivocada. Mientras escribía tuve la sensación de que había pequeños detalles que eran eco, sobre todo, de La casa de los conejos. Por ejemplo, en la oración delante de las torres, esa plegaria imposible hecha de cualquier cosa, se conecta con el episodio del bautismo en La casa de los conejos, la elección de Francois Mitterrand puede leerse en paralelo con el golpe de Estado en ese primer volumen. Hay una serie de motivos que se repiten. La sensación al escribir era que iba tirando de un hilo que volvía a encontrar y que pegaba en el nuevo libro. La impresión era que estaba terminando algo, pero es verdad que también la había tenido antes, por lo que ya no me animaría a decir que en La danza de la araña aparece esa voz por última vez. 

-¿Esa voz tan potente interfiere cuando estás escribiendo sobre otra cosa? 

-Me hace pensar tu pregunta. Creo que en El jardín blanco y en Los pasajeros del Ana C la posición narrativa es diferente, pero es cierto que cuando salió La casa de los conejos luego de un proceso muy lento de escritura, yo estaba lidiando con otra voz que terminé por quitar. En el primer proyecto iba alternando una voz infantil y una voz adulta. De la voz adulta quedaron sólo dos páginas y la voz infantil tomó el poder en mi borrador porque era mucho más fuerte que la voz adulta que intentaba escribir y que nunca me convencía. Pero esa voz adulta existió y la quité. Fue cuando acepté la voz de la nena cuando pude terminar la novela. Esa voz infantil está y no es una voz que encuentre con dificultad, sino que, de repente, vuelve. La danza de la araña es el producto de mi certeza de que debía dejarla hablar de nuevo porque había algo que no estaba terminado.  

-La distancia y la escritura permiten relaciones de una intensidad que a veces es imposible mantener en la vida cotidiana. ¿Qué pasó con la relación con tu padre cuando salió de la prisión y pudiste estar en contacto con él? 

-Es cierto que a veces hay más contacto y relación con la letra que con la persona real y algo de eso está en el libro. Cuando aparece el padre de verdad hay una angustia muy grande, porque había un espacio de la imaginación que era muy diferente del espacio real. La escena de los llantos es la manifestación física de todo eso. A veces me preguntan por qué en cada uno de los títulos de los tres libros hay un animal: los conejos, las abejas y la araña. Los conejos eran reales, existieron. Las abejas y la araña, en cambio, pertenecen al espacio de la imaginación. La relación entre el padre y la hija a través de lo imaginario se escapa del mundo real. Cuando aparece el padre, hay una dificultad muy grande para pasar de ese espacio epistolar, imaginario, a la relación real. Y allí termina el libro. 

En una entrevista anterior me dijiste que para vos el francés había sido la lengua de la libertad porque fue recién en Francia donde pudiste decir lo que estabas obligada a callar por la militancia de tus padres. En La danza de la araña aparece otra lengua que es el alemán, un idioma sobre el que pesa el estereotipo de que es dura, autoritaria. Vos tenés otra visión. ¿Qués significó para vos el alemán? 

– Sí. Yo escribo en francés y alguna vez me preguntaron o leí comentarios en que se me hacía una especie de reproche por escribir en una lengua que no era mi lengua de origen, como si eso fuera una forma de traición. Para mí no es así, porque Argentina está en todos mis libros y escribo desde una materia que es argentina. Paradójicamente, el idioma francés me permitió una escritura argentina. De chica aprendí a callarme, a controlarme, a autocensurarme. De eso se sale muy progresivamente, salir de una palabra que ya no está asociada al miedo es un proceso lento. Cuando se publicó La casa de los conejos, en la Argentina mucha gente de mi generación me dijo que había vivido algo similar a mi historia y que aún no lograba formularlo. A pesar de lo extraño que puede resultar escribir retazos de memoria argentina en otro idioma, creo el francés me permitió volver a conectarme con esa memoria argentina tan congelada en el miedo a hablar. El francés fue posibilidad de esconderme en otro idioma, de encontrar en otra lengua un lugar donde estar, un refugio. Eso está en El azul de las abejas. En La danza de la araña aparece lo mismo pero reducido. El alemán fue otro refugio, más extraño y más difícil que no termino de hacer mío porque hablo bastante mal el alemán.

-También es el idioma del secreto, porque tu mamá y Amalia, su compañera de militancia, no sabían alemán. 

-Por eso es el idioma en el que uno puede ocultarse, jugar a las escondidas. En La casa de los conejos el silencio está por todos lados y el idioma no pone a salvo. Pienso, por ejemplo, en la escena con la vecina que es un recuerdo real, cuando pregunta: “nena, ¿vos cómo te llamás?” Hay una imposibilidad de decir. En El azul de las abejas hay algo lúdico, está la posibilidad de jugar con el silencio, con la e muda. En La danza de la araña se propone otro juego que es la posibilidad de esconderse de la madre, de Amalia, como cuando uno juega a las escondidas. 

 -Que escribas en francés sobre algo íntimo pero que está atravesado por la historia argentina obliga a repreguntarse qué es una literatura nacional.

-Sí, yo logré romper el silencio escribiendo en otro idioma, pero sin darle la espalda a mi historia argentina, sino todo lo contrario.

 -¿Cómo recibieron tus padres esta trilogía que tiene que ver con la militancia que ellos desarrollaron en Argentina? 

-Cada libro tuvo una recepción particular. El primero lo escribí –y de esto me di cuenta después- de manera clandestina porque para mi madre es muy dolorosa esa parte de su historia y de la historia colectiva argentina. La experiencia que habíamos vivido juntas en la casa de los conejos era algo de lo que no se hablaba nunca, pero nunca. Los fines de semana mi madre va a tomar el té a mi casa. En ese momento yo no sabía si iba a terminar ese libro, pero antes de que ella llegará escondía todos los papeles, cerraba la computadora porque sabía que  no iba a entender que estuviera escribiendo sobre eso y que iba a ser una especie de tortura. Terminé el libro sin decirle nada. Lo envié a una editorial, Gallimard, y de inmediato me llamaron para decirme que pasaba al comité de lectura. Cuando supe que era muy probable que se publicara, le dije a mi mamá una de las veces que fue a tomar el té, que había escrito “algo”. Me preguntó qué y le dije que algo que hablaba un poquito de ella y que necesitaba que lo leyera. Se sentó en la cocina donde siempre tomamos el té y lo leyó de punta a punta porque es corto. Se puso a llorar y me dijo dos cosas. La primera fue “no sabía que te acordabas de todo eso”. La segunda, “creo que me hace bien que le hayas dado esa forma a ese momento”. Con esas dos frases me sentí autorizada a publicar. Sé que para ella fue muy difícil la aparición de La casa de los conejos en la Argentina, el hecho de que salieran notas. Creo que padece de una manera muy fuerte el síndrome del sobreviviente. 

-¿Y qué pasó con tu papá?

-Con él fue diferente. Recibió los libros con mucha emoción. Lo que hice con mamá en La casa de los conejos lo hice con papá en El azul de las abejas, porque estaba referido sobre todo a él. Fue muy fuerte. Él vive en Barcelona y yo le mandé el libro por mail. Le dije que iba a publicar un libro y quería que él lo leyera antes. Me preguntó cuál era el título. No me dijo nada, pero le bastó para saber de qué hablaba. Leyó lo que le mandé y aunque él no sale nunca de Barcelona, a los tres días estaba en mi casa. Con La danza de la araña hice lo mismo. Él se emocionó muchísimo con esos dos libros.

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