Luego de que Roman Polanski, el cineasta polaco hallado culpable de violación y abuso a menores, se alzara en 2020 con el galardón a mejor director en la celebración de los Premios César, la autora francesa Virginie Despentes escribió en el diario Libération: «Todas las víctimas de violación por parte de artistas saben que no existe una división milagrosa entre el cuerpo violado y el cuerpo creador. Acarreamos lo que somos y eso es todo. Vengan a explicarme cómo dejo a una chica violada en la puerta de mi despacho antes de ponerme a escribir, manga de bufones».
En una de las últimas entrevistas otorgadas por Michelle Houellebecq –experto tanto en novelas de ficción especulativa de largo aliento como en el arte de la provocación– el escritor francés se despachaba, fiel a su estilo, sin tapujos; la sociedad francesa «autóctona», sostenía, no desea la asimilación de los musulmanes, se conformaría en realidad con «que dejen de robarles y agredirlos. O, en su defecto, que se vayan». Expresiones de esta calaña le valieron un repudio generalizado –uno más– y una denuncia de parte del rector de la Gran Mezquita de París por «incitación al odio contra los musulmanes». En su defensa, Houellebecq ha abogado, en más de una oportunidad, por la separación del mundo ficcional respecto del autoral; contradictoriamente, ha manifestado, también en más de una ocasión, que hay cierto porcentaje autobiográfico que rige, en efecto, su literatura.
Tensiones de este tipo abrevan en un conflicto actual dominado por corrientes progresistas: el de la cultura de la cancelación. Asunto escabroso, sin dudas. Al interior de la ficción, se entiende, lo políticamente incorrecto goza de rienda suelta. En términos literarios han existido, desde Homero a nuestros días, tramas, argumentos y personajes que, frente a la mirada del presente, resultan conservadores, retrógrados, denigrantes, misóginos, sexistas, mal intencionados; y la adjetivación podría, en verdad, continuar ad infinitum.
Por esta razón –por la cual, entonces, la literatura se enriquece de las malas pasiones, de los vínculos tóxicos, de las maquinaciones de los seres deleznables– nos interesa menos la incorrección política inmiscuida en la ficción que esa otra problemática –que se desprende, claro, de la cultura de la cancelación– y que retomamos del correcto ensayo de Gisele Sapiro: ¿es posible separar la obra del autor? Acudimos a escritores, escritoras, editores y editoras argentinos para conocer su visión de un asunto que sigue azuzando el corazón del campo literario y sus alrededores.
El cuerpo de la obra y el cuerpo del autor
«La obra es mucho más que el autor –afirma a Tiempo Argentino el escritor Julián López–. La obra es una trama del misterio. Los autores participamos a ciegas de un proceso alucinante, encantador, del que no sabemos prácticamente nada, que tiene algo sacrificial y conmovedor pero que, al igual que el alquimista, no termina de saber por qué procesos o medios, por más que los estudie, va a llegar a la idea del oro esencial. La obra es una conciencia aparte».
Por su parte, Patricio Pron retoma la idea del crítico Eduardo Galán: el que cancela, en un rapto narcisista se calza una «máscara moral». «Puedo identificarme al menos parcialmente con el deseo de justicia y de reparación de algunas y algunos» –le dice a Tiempo el autor de Nosotros caminamos en sueños–, «pero no estoy seguro de que la expresión de ese deseo sea la más acertada: confunde autor y obra, presume de una autoridad moral (porque sólo cancela el o la que está seguro/a de que él o ella NUNCA hicieron ni harían lo que hizo la persona cancelada) que nadie debería».
«Claro que se puede separar la obra del autor» –dice también el escritor Luciano Lamberti– «Por lo general, la literatura genera una idea, una suerte de imagen mental del escritor que resulta mucho más interesante que el escritor en sí mismo. Suele ser decepcionante conocer escritores. El misterio que puede haber en sus obras no existe en sus vidas. Hay máscaras que nos ponemos para escribir, y hay zonas a las que llegamos a través de la escritura pero que nunca alcanzamos en la vida».
En términos de la cancelación, Roxana Artal, editora del sello Evaristo, asegura: «Cancelar es lo contrario a leer. Leer es una experiencia, y en tiempos en que la experiencia se mercantiliza y tiende a extinguirse, resulta un acto subversivo, nos conduce a la sensibilidad, a la sensación, a la percepción, esa percepción a la que refiere la estética en su origen». Marina Yuszczuk, editora de Rosa Iceberg, considera que «hay un gran porcentaje de fantasía con respecto a la cancelación, de fantasmas. Me pregunto a quién se canceló en la literatura argentina, por ejemplo; no se me ocurre ni un nombre. Hay que preguntarse más bien por la relación de la cancelación con las redes sociales, este esquema de explosión y agotamiento del tema que se da cada vez más rápido. También se convirtió en una especie de auto-promoción ser cancelado o, más bien, afirmar que lo sos, o que tenés miedo de que te cancelen porque sos muy polémico, etc.».
Cancelación selectiva
En marzo de 2021, el ensayista francés Guy Sorman denunció tanto en la televisión de su país como en el libro Diccionario del Bullshit, que su amigo, el celebérrimo Michel Foucault, abusó de varios niños en Túnez allá por los jolgoriosos años sesenta. Más allá de alguna que otra noticia dando cuenta del asunto, de un imperceptible movimiento en las redes, las campañas de desacreditación, las grandilocuentes declamaciones para que se abandone la lectura de Foucault, para que se tiña de olvido su figura, brillaron por su ausencia. Dejando las enormes diferencias de lado –porque son diferencias, y son enormes– Borges, durante la última dictadura cívico-militar, insistió en que la democracia era «un abuso de la estadística». Almorzó, en los albores del Proceso, con Videla, y fue, en ese mismo año, condecorado en Chile por Pinochet. ¿A quién se le ocurre, no obstante, iniciar una operación anti borgeana para desechar su obra, su pensamiento? ¿Existe, entonces, una cancelación selectiva?
Lamberti piensa, en principio, en el mundo del rock nacional. «Si uno se pone a hurgar en ese mundo –afirma el autor de La maestra rural–, sobre todo en relación con las menores de edad, muchas de nuestras estrellas de rock deben haber incurrido en alguna picardía en algún momento. A algunas de esas estrellas se las perdona, y a otras no. A veces los que salen con pancartas a condenar se hacen los boludos. Subirse a ese tren, quemar gente en la hoguera, puede generar cosas muy terribles». Lamberti recuerda también al autor Carlos Busqued –fallecido en 2021–, que había sido denunciado por abuso sexual en una causa penal que terminó por archivarse debido a la falta de comparecencia de la denunciante. «De pronto, gente que yo conocía lo condenaba por Facebook sin tener ninguna seguridad, sin saber nada, sólo habiendo escuchado la voz de alguien que había dicho tal cosa. La gente está hambrienta de linchamientos porque eso la pone del lado del Bien, y es muy lindo sentirse que uno está del lado del Bien. Yo no estoy del lado del Bien.”
Editar o no editar
Para que una obra sea posible una serie de engranajes debe aceitarse adecuadamente. Los editores, cuyo trabajo suele permanecer invisible debido a, entre otras razones, una idea algo romántica del trabajo artístico (la obra emana del espíritu del autor, a él le pertenece, y punto), ocupan su rol en la diagramación de una obra. Editores y editoras nacionales dicen lo suyo en la materia y opinan en relación a una consulta molesta, incómoda tal vez: ¿publicarían una novela genial, perfecta, pero firmada por un autor denunciado o condenado por violencia de género o por algún delito discriminatorio?
Damián Tabarovsky, a cargo del sello Mardulce, afirma: «Como dice un refrán cubano: ‘Nadie sabe qué le deparará el pasado’. Tal vez algún autor del siglo XIX que publiqué con amor y admiración, pronto caiga en el escarnio… quién sabe. No leí los inéditos de Céline que acaban de aparecer en Francia, pero si tuvieran el nivel de Viaje al fin de la noche, los publicaría sin dudarlo. A una obra maestra la publico en el acto. La pregunta es qué hacemos con lo que publicamos habitualmente: ‘solo’ buenos libros». Roxana Artal coincide. No hay, para ella, cuestionamientos posibles: «Claro que publicaría una obra maestra».
Julián López, encargado de curar Conurbe, relatos entramados en la experiencia del conurbano, sostiene: «Supongo que, movido por mi conciencia moral evitaría publicarlo, pero a un gran costo ideológico. De todos modos no lo pondría en esos términos. Plantearlo así es conminar a morales privadas a definirse sobre procesos más complejos y más grandes». Marina Yuszczuk afirma: «Sí, publicaría una obra maestra». Aunque especifica: «El de la edición independiente es un mundo de relaciones bastante estrechas con los autores, en el que no es probable que no sepas a quién está publicando. Siento que con el tema de la cancelación se pretende armar toda una imagen del mundo literario a partir de casos bastante excepcionales, como que a cierto autor le cancelen un contrato editorial de los muchos que tiene, y así por el estilo. Se habla de silenciamiento y de censura donde no los hay».
Final abierto
Uno de los tantos aspectos a considerar cuando se baraja –o efectivamente se produce– la cancelación de una obra es la de la función que cobran los distintos agentes que, de diversas maneras, contribuyen a la legitimación del producto cultural, o, cuanto menos, a su circulación. En ese sentido, a los editores, a los medios, a la Academia y, claro, a los propios lectores que han favorecido primero la legitimación y luego la denostación de la obra ¿les compete algún grado de responsabilidad y, por ende, de cancelación?
Sea como fuere, nunca está de más recordar la sentencia de Oscar Wilde: un libro no es moral o inmoral, un libro, en todo caso, está bien o mal escrito. De la misma manera en que un alma buena no produce, necesariamente, buena literatura.
De eso no se habla
Debido a una serie de problematizaciones que Carolina Sanín –la escritora colombiana de la que Blatt & Ríos acaba de publicar Ponqué y otros cuentos– elaboró sobre la comunidad trans y la dicotomía entre sexo y género, la editorial mexicana Almadía decidió anular la salida de dos de sus obras, por las cuales ya había pagado los derechos correspondientes. «Me parece que la decisión de cancelar un contrato ya firmado por unos libros (que, además, no tienen que ver con el tema en cuestión) –escribió en su cuenta de Twitter Sanín el 4 de noviembre– sienta un precedente tenebroso». Habiendo sido la autora fuertemente crítica de los presidentes conservadores de su país, habiendo sido crítica del clero, se preguntaba en la exposición La identidad, las mujeres y el mundo siguiente: «¿por qué se respondía a este tema con una furia tal, mayor que a cualquier crítica de cualquier otro aspecto social?». ¿Por qué razones –cuestiona la escritora– sobre este tema no se puede hablar?
De eso sí se habla
Según Yuszczuk, el caso Sanín debería pensarse en términos de repudio y no de censura. «Ninguna editorial independiente tiene poder de censura» –dice la editora a Tiempo Argentino–. «De hecho ella publicó su libro nuevo en Random House. Por eso me cuesta pensar como censura casos en los que un escritor, por un lado, se perjudica (por perder, por ejemplo, un contrato), y, por el otro, quizá se beneficie, porque le da cierta notoriedad y apoyo de varios sectores». Y continúa: «Hablar para decir que no te dejan hablar mientras estás hablando es medio paradójico. Ella habló, y habló mucho. Recibir críticas e incluso ataques como consecuencia no quiere decir que no te dejen hablar, y las alianzas por afinidades ideológicas en literatura siempre existieron. No me parece nada tan novedoso lo que está pasando con este tema, pero sí que las redes sociales, de una manera nueva, hacen de caja de resonancia».