Eduardo Blaustein se metió en la piel de este cura contradictorio, apasionado, cabrón, defensor de la Revolución de Mayo y fundador del periodismo argentino. El resultado fue una delirante ficción histórica: Las estrafalarias aventuras del santo padre Castañeda.
Más allá de las especulaciones, lo cierto es que Blaustein escribió Las estrafalarias aventuras del santo padre Castañeda (Editorial Octubre), una suerte de biografía «delirada, libre o fantástica» o «novela a secas» que el autor eligió catalogar en el subtítulo como Crónica seudohistórica de la argentinidad.
En el prólogo consigna: «El padre Castañeda comenzó a hacerse famozuelo en plena Catedral de Buenos Aires cuando el Cabildo convocó a sendas misas de acción de gracias por las victorias ante los ingleses». Agrega que fueron dos homilías con gran «éxito de taquilla».
También dice el autor que, a diferencia muchos, el fraile no arrugó, sino que intensificó su fervor patriótico cuando en 1815 Fernando VII volvió al trono, lo que hizo dudar a muchos sobre la verdadera conveniencia de no tener rey. Lo proclama, además, «brillante fundador del periodismo argentino, tanto como de sus llamaradas y azufres, sus virulencias, sus sarcasmos, cierta crueldad, finalmente sus desgarros». Hombre orquesta, el fraile fundó más de diez gacetas que él mismo escribía, corregía e imprimía.
–Al leer tu libro tuve la sensación de que habías trabajado como un actor metiéndote en la piel del personaje, de que tu voz y la de él se fusionaron. Hay una sintaxis barroca de la que te adueñaste que te permitió inventar una lengua en la que conviven palabras antiguas y actuales, envíos a links de Internet en pleno siglo XIX y otros anacronismos. ¿Fue así?
–Sí, y me alegra que se note. Nunca recuerdo muy bien cómo llego a determinados tratamientos, cuándo digo: eureka, vamos por este lado. Pero, efectivamente, a mí me fascinó su prosa. Creo que si hubiera escrito en su época, me habría gustado hacerlo como él. Hice el intento de fusionar su lenguaje con el mío. Y sí, lo hice como un actor, por lo que a veces incluso me sentí un hipócrita porque el narrador es un poco tornadizo y a veces está a favor de los federales, a veces es devoto del cura, es acomodaticio. Creo que lo que me facilitó el acceso a su prosa es que viví siete años en España durante el exilio. Aquí a la gente la horroriza el español de las películas y de los doblajes españoles. Lo mismo sucede con las traducciones españolas, que chocan cuando usan palabras como «coño». A mí me chocan menos. Claro que esto es sólo una especulación.
–¿Cuánto tiempo te llevó adueñarte de esa sintaxis?
–Tendría que consultar los apuntes, pero creo que no mucho, fue bastante natural. Lo que sí fue un gran laburo, pero muy divertido, fue hacer la edición de lo muchísimo que hay literal de sus diarios y de sus homilías. Tuve una discusión interna porque sentía que no lo podía entrecomillar porque no es un libro de historia. Iba a ser un embole. Luego hubo cosas que salieron en el camino, como algunos chistes. Por ejemplo, hablo del soberbio caballo del Oscurango y luego pongo Soberbio con mayúscula como si el caballo se llamara así. Algo parecido pasó con la india que acarrea agua que termina llamándose Acarrea Agua con sus Desnudos Pieses. Son cosas que surgen y que me divierten. Son berretadas que tienen más que ver con Danza con lobos que con un humor como el de Fontanarrosa.
–¿Qué otras cosas te fascinaron de Castañeda además de la prosa?
–Lo barroco, lo transgresor, la presunta contradicción de que desde el siglo XXI quizá pueda decirse que fue un cura conservador y reaccionario, antiliberal a tope, y al mismo tiempo, sea comiquísimo y me parezca respetable y querible. Por ahí era un hijo de puta, pero uno se inventa un personaje querible para sí mismo. Creo que puede haber sido un cabrón, estar chapita, pero al fin y al cabo lo que escribí es ficción, por lo que dejé que mi amor por él se desarrollara incondicionalmente. Me pareció un buen personaje para una novela. A mí me gusta mucho la historia, la Pampa profunda, y me gustó ubicarlo allí. Hace unos años, además, tuve la suerte de conocer un lugar hermoso, muy virgen, como era nuestra Pampa de antes y no la de ahora que es una inmensa factoría. Yo ya había escrito algo con indios medio de caricatura en mi primera novela. Me imaginé una especie de Sancho Panza en medio de las violencias de la época. Como el pibe que fui cuando apareció la colección Robin Hood, me encantó.
–En el prólogo decís que es una mezcla de fray Tuck y Sancho Panza.
–Sí, pero tampoco me gustaría fosilizarlo en esa imagen.
–Una de sus publicaciones, la más afamada, fue Doña María Retazos. ¿Se lo podría considerar un precursor del feminismo?
–Si bien hay trabajos de autoras feministas estadounidenses sobre Doña María Retazos, es difícil afirmar que fue un precursor del feminismo. Más bien uno podría sospechar que hubo un uso, un usufructo de la mujer. Me gustaría viajar en la máquina del tiempo para ver cómo era una mujer en esa época. Creo que algún poder tendría dentro de la familia y él debía percibirlo porque los curas siempre estuvieron próximos a ellas, fueron sus interlocutores. En todo caso, se lo podría tomar como un antecesor controversial del feminismo. A mí me recordó a Lisístrata de Aristófanes. Hay una apelación a la mujer, lo que no significa que sea feminista. Las mujeres con las que trata asumen una postura militantemente cristiana. Pero sí fue un precursor de las audiencias femeninas. Eso de acá a la China.
–Además de los textos de Castañeda, en el libro hay otras intertextualidades, como el título de una novela de Saer.
–Sí. Te referís a Nadie nada nunca. Eso no fue nada más que un pequeño guiño. También hay una descripción rural lenta del tipo de El limonero real. Aparecen también algunas cargadas al peronismo.
–Además, hay un desafío al criterio de verosimilitud en la mezcla del pasado y el presente. En algunos momentos me acordé de unos indios de César Aira que hablan como filósofos.
–Sí, pero lo hice porque me divertía. No hay ningún tipo de manifiesto estético en eso. La obra de Aira es abultada y despareja. Algunas cosas me gustan mucho y otras no, pero me identifico con eso que mencionás de los indios. Lo que yo busco es el asombro infantil que tenía cuando leía a Salgari o a Verne; luego, obras de ciencia ficción y ya mayor, la intensidad de Los pasos perdidos de Carpentier. Y, cuando es posible y oportuno, me gusta la joda. Lo hago porque me divierte, no porque diga «voy a romper con tal cosa». Bueno, sí, hay una cierta pedantería o narcisismo. Pero hay pavadas que me gustan mucho como el hecho de que mientras estoy escribiendo mi hija se pone a tocar el saxo y yo lo incluyo en el texto.
–Hacia el final incorporás lo que estás escuchando.
–Tárrega, Telemann… Ese es un gesto de amor. Me dan ganas de decir: gracias, loco, por acompañarme y ayudarme a escribir. «
Nada nuevo bajo el sol
«Leer a Catañeda –dice Blaustein– es como tomarse venganza contra la chatura, la pobreza horrible de la los formatos periodísticos de hoy. Más allá de lo ideológico, Majul me cae para el orto y el Gato Silvestre es de mi palo, pero no hay mucha estética ahí. ¿Qué periodista te emociona hoy, te hace decir ‘qué bárbaro, qué bien que escribe’? Voy a decir una barbaridad políticamente incorrecta para la gente de Tiempo: las crónicas de Martín Caparrós de los ’80 o ’90, ciertos chistes de Jorge Asís, ¿dónde encontrás una forma tan bella, tan absurda, tan jugada como la de Castañeda? Tampoco está en Barcelona. Me interesa el cuadro histórico en que está inscripto el cura, su violencia y las brutales violencias cruzadas entre las diversas gacetas. Me interesa su tristeza por el fracaso de la Revolución de Mayo. Eran 40 o 50 mil habitantes, no muchos eran alfabetos y había diez gacetas. Lafinur, Cavia, cualquier imbécil con nombre de calle escribía bonito. Me pongo algo conservador y me pregunto por qué todos antes escribían mejor que nosotros en el siglo XXI. Cuando hice el libro sobre Lanata, Las locuras del rey Jorge, me daban ganas de decirle: «Gordo, no inventaste nada». La violencia, el sarcasmo, la cargada, la ironía, la cosa zafada ya la habían inventado Castañeda y unos cuantos más hace 200 años».
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