Como es bien sabido, Eduardo Berti es escritor. Sin embargo, lejos de imaginarlo tecleando en la computadora, bien podríamos imaginarlo en un laboratorio poniendo palabras en probetas con líquidos de distintos colores y obteniendo de esta mezcla vocablos fosforescentes, términos nunca dichos, palabras tornasoladas y voladoras como los colibríes. También podríamos imaginarlo sacudiendo libros hasta que se caigan de él los puntos, las comas, los signos de pregunta y de admiración y juntando estos residuos desvalorizados de la escritura, machacándolos en un mortero de farmacia hasta obtener una pasta negra y liviana que, esparcida sobre la página en blanco, genere sentidos jamás imaginados.
Es que Berti es un escritor-inventor que jamás se apoltrona en aquello que suele llamarse “voz propia”. Si algo en común tiene su obra es, precisamente, la intención de inventar siempre algo nuevo. A tal punto llega su imaginación inventora que uno de sus libros se llama Inventario de inventos inventados. El último, Una presencia ideal, no es menos imaginativo y original, aunque como suele especificarse en series y novelas, esté “basado en hechos reales”. “Entre abril y diciembre de 2015 –explica el autor en el prólogo– pasé varias semanas en el CHU (Centre Hospitalier Universitaire) de la ciudad de Rouen. Los textos que siguen se inspiran, más o menos libremente, en lo que vi, escuché y viví allí.” Quienes hablan son miembros del personal del CHU, integrado mayoritariamente por mujeres. Enfermeras, auxiliares de enfermería, médicas, secretarias, psicólogas, y hasta una lectora voluntaria. Un coro casi totalmente femenino que al relatar su contacto estrecho con la muerte nos habla de la vida.
En esta nota, Berti cuenta cómo también la realidad más cruda estimula su carácter de imaginativo inventor. Un dato no menor: Rouen es la ciudad donde nació nada menos que de Gustave Flaubert. Allí su padre, médico, fue director de la Escuela de Medicina. A donde sea que el autor de Una presencia ideal vaya, se encuentra con literatura. Parece su destino inevitable.
–¿Cómo surgió este libro?
–Creo que nunca se me hubiese ocurrido escribirlo de no haber mediado la invitación que me hizo el CHU. Su equipo de trabajo invita artistas al Hospital para que hagan allí experiencias creativas y personales. La primera sorpresa fue que me invitaran. Yo ni siquiera sabía que en el Hospital de Rouen invitaban artistas.
–¿Y la segunda?
–Que me dijeran que yo era el primer escritor que invitaban en su historia. Habían invitado a fotógrafos, músicos, coreógrafos…, pero no escritores. Lo que inicialmente imaginábamos tanto ellos como yo era una residencia de dos o tres semanas de la que resultaría un texto de entre cinco y diez páginas. Además, yo iba a dar dos talleres de escritura a adolescentes de otra área del hospital. A la semana ya me había dado cuenta de que la experiencia iba a ser mucho más intensa de lo que imaginaba, aunque desde el principio me la imaginé intensa. También percibí lo bien que me trataba el personal sanitario –el 98 por ciento eran mujeres–, de la necesidad que ellas tenían de contarme historias y de la riqueza de esas historias. Me di cuenta, además, de que resumir todo lo que estaba sintiendo, escuchando, viendo e imaginando en cinco, diez o incluso 15 páginas era un desperdicio y una pena. Era como si ante un paisaje increíble pudiera sacar una sola foto. De pronto caí en la cuenta de que tenía tres cuadernos llenos de notas muy heterogéneas que no tendían a un solo texto, sino a muchos.
–¿Y cómo lo resolviste?
–Les dije que me encontraba frente a un hermoso problema, que tenía muchas ganas de escribir un libro. Para mi sorpresa, se entusiasmaron muchísimo. Entonces hubo que replantear todo y terminé haciendo una residencia de casi seis meses en los que iba al hospital y volvía a mi casa. Hubo que renovar el pacto con todo el personal. Todo el mundo estaba encantado, con mucho orgullo de que a mí ese mundo me pareciera digno de un libro y con mucha curiosidad por lo que iba a hacer. A mí, en cambio, lo que me sorprendía era que no hubiera más libros sobre ese tema. En realidad, hubo toda una cadena de sorpresas. Me dije que tenía un punto de vista privilegiado, que era el del personal sanitario, y que me gustaba la idea de contar ese universo desde ese punto de vista. Me dije también que me gustaba que no hubiera una sola voz narradora, sino una pluralidad, porque yo veía lo variado de las profesiones.
–¿Cómo culmina esa cadena de sorpresas?
–Con el formato. Yo estaba releyendo un libro que menciono en el prólogo, Compañía K, de William March. Lo había leído por primera vez cuando traduje Cuadernos de guerra (1914-1918) de Louis Barthas para la editorial Páginas de Espuma, de España. Quería leer algunas obras de la misma época en que se sitúa ese libro para ver cómo estaba traducido, cuál era el léxico que se usaba en ese momento. Entre todos ellos, Compañía K me pareció especial, una rara avis a todo nivel. Lo releía mientras viajaba en el tren que me llevaba del Hospital a casa y de pronto vi el libro que tenía en las manos y me pareció que era un hallazgo y que, a la vez, era una linda vuelta de tuerca porque el libro de March hace hablar a toda una unidad, les da la palabra, uno por uno, a todos sus compañeros de guerra. Incluso se las concede a los que están muertos. Es un gesto de homenaje muy lindo. Era una forma interesante que me pareció doblemente interesante usar un siglo después para contar todo lo contrario, un universo muy femenino que más que una máquina de matar, que es la misión que tienen los soldados a pesar de ellos, es una máquina de curar o de aliviar el dolor. Toda esta revolución ocurrió en el primer mes. Luego pude calmarme y concentrarme en la escritura
–Lo escribiste en francés. ¿Por qué?
–Hablando de sorpresas, la mayor sorpresa fue darme cuenta de que, por alguna extraña razón, este libro se negaba a ser escrito en castellano. En él hay mucho de mi mirada, cosas que yo imaginé y algunas vueltas de tuerca que tienen que ver con astucias de la ficción. Pero traté de ser muy fiel a las voces y a los testimonios porque no hacerlo habría sido una tontería. Esa es la base, el zócalo del libro. Arriba de eso después jugué, modifiqué, inventé tratando de no traicionar lo que tiene que ver con el trabajo del personal sanitario. Quise, además, reproducir la oralidad, la forma de hablar, y para no perderla, tomaba notas en francés, por supuesto, no delante de quienes me daban su testimonio porque no quería que eso interfiriera y porque nunca abordé lo que estaba haciendo como un trabajo periodístico. No quería perder las expresiones exactas ni los términos médicos y los coloquiales. Estaba convencido de que luego lo iba a pasar al castellano, pero cada vez que lo intentaba, las voces y los relatos que fluían en mi cabeza se congelaban. Cuando me quise dar cuenta, ya tenía la versión de muchísimos capítulos en francés. Y eso fue para mí una revelación porque nunca había escrito en ese idioma más que algún texto breve. Me di cuenta de que mi francés, necesariamente más limitado y más simple que micastellano porque no es mi idioma natal, me servía para el tono que quería darle al libro y para esa lengua un poco más pegada a lo hablado que a lo escrito. Por supuesto que hay un trabajo literario, pero está puesto al servicio de un efecto de oralidad. El francés me liberó de la tentación de hacer estilo. No tuve que llegar a la simpleza porque ya estaba en ella. Mi experiencia fue como la de un músico que toca el piano y que, de pronto, se enfrenta a un instrumento para el que está menos dotado. Nunca viví esto como un cambio de idioma, como una pérdida, sino, por el contrario, como si le hubiera agregado una habitación más a mi casa. Quizá a partir de ahora pueda escribir algo en francés, pero no me interesa ni puedo dejar de hacerlo en castellano.
–¿Qué aprendiste allí de la vida?
–Fue un baño de realidad, un sacudón enorme y un cambio de perspectiva. Ese tipo de experiencia te pone en escala. Mientras escribía el libro iba y volvía, tomaba distancia para respirar, para no estar tan lejos de mi familia. Además, era un método de trabajo. Contarles a mi mujer o a amigos algunas cosas que había visto me permitía darme cuenta de si la narración de ese hecho era débil y había que reforzarla. Por otra parte, cada vez que volvía a casa me decía que nos hacemos un mundo, no digo de tonterías, porque la vida cotidiana está llena de pequeños infiernos, de problemas que, a partir de lo que veía, podía hacerlos bajar un par de escalones.
–¿Narrar desde el punto de vista del personal sanitario te ayudó a encontrar la distancia necesaria como escritor frente a algo tan difícil?
Lo que el personal sanitario puede aliviar es el dolor físico, pero la angustia frente a la muerte es muy difícil de paliar. A veces, una merma importante del dolor puede ayudar a que esa angustia sea un poco más llevadera. Elegí el punto de vista del personal sanitario porque consideré que sería una pena no habitar ese punto de vista, no instalarme en él. No todos los escritores tienen la posibilidad de conocer de primera mano un mundo tan singular. Además, la invitación me la había hecho ese personal y yo no quería interferir en la vida de los pacientes ni de sus familiares. Entonces era casi natural poner el foco en ellos. Todos tuvimos o vamos a tener una experiencia en un hospital, ya sea como amigos o parientes de pacientes o como pacientes, y eso va a ser para nosotros un hecho extraordinario. Para ellos, en cambio, ese es el mundo ordinario. Me interesaba explorar eso, qué pasa cuando la convivencia con la muerte es cotidiana, cómo es la vida de la gente que tiene una vecindad tan estrecha con el dolor. Además, instalarme allí me permitía hablar del vínculo del personal con los pacientes, con la familia, con ellos entre sí y de todos ellos con el mundo externo. La situación era muy rica. Era como un caleidoscopio que al girarlo y cambiar las voces, cambiaba también la perspectiva. «
Vocación y profesión: consecuente inventor literario
–En el prólogo decís: “(…) quise explorar el lugar de la invención dentro de un proyecto de escritura donde realidad y documentación fueron dos pilares importantes”. Creo que el eje de toda tu obra es la invención. No sé si reconocería en este libro o en Círculo de lectores la escritura de un mismo escritor. Sí reconozco la misma voluntad de invención.
–Sí, trato de no repetirme. Cada vez que me meto en un libro es un libro que, a priori, no sé cómo se hace. Me gusta ese desafío. Después me doy cuenta de que quizá no era tan nuevo, de que hay muchísimas recurrencias, de que es menos diferente de lo que creía, pero en el momento de escribir es un problema nuevo y eso es lo que me estimula. Círculo de lectores y Una presencia ideal son casi dos extremos. El primero es pura invención. Sin embargo, hay algo común entre ellos en la forma breve, en el hecho de que ambos sean como un catálogo de casos. De esto me doy cuenta ahora, después de haber pensado que eran libros antitéticos. Creo que era Julien Gracq quien decía que el escritor ve las diferencias entre sus libros, mientras los lectores tienden a ver los parecidos. Entre las dos cosas, creo, está la verdad.
–El hecho de que hayas armado un libro con palabras de otro, en otra lengua, también es una forma de la invención.
–Es verdad. Hubo algo de collage y traté de que las piezas que elegí para armarlo fueran lo más fieles posible a las palabras, expresiones y fragmentos de los testimonios orales. Pero después, me puse a jugar.