Publicado por Erizo Ediciones, la escritora mendocina Graciela Scarlatto vuelve al cuento con este libro. En la contratapa, Luciano Lamberti asegura que, en estos relatos, “hay un fraseo, una cadencia en la voz” cuya música recuerda a los narradores norteamericanos y a ciertos exponentes de la literatura argentina. “Dejar la infancia es el registro de aquellos momentos que quedan en algún lugar del cuerpo como una herida que nunca acaba de cerrarse”, señala.
Graciela Scarlatto es mendocina, cursó estudios de Filosofía en la Universidad Nacional de Cuyo y en la UBA, en Buenos Aires, donde vive actualmente. Es artista plástica, poeta y narradora. Desde hace un año dirige Ediciones Diotima, editorial independiente de narrativa y poesía. Se encarga de la comunicación del Centro PEN Argentina. Ha publicado, entre otros, el libro de poemas Ciclo Lectivo, (Mono Sabio, Málaga) y participó en varias antologías, entre ellas Cine de Papel, (APIV, Valencia) e Italiani d’ Altrove (Milán, 2023). En 2021 publicó el libro de poemas Clepsidras en la lluvia (Ediciones del Dock) y su novela Vaselina en Ediciones Simurg.
-¿Cómo y cuándo nace Dejar la Infancia? ¿En qué te inspiraste?
-Me interesa lo lábil de cualquier estado de gracia, el proceso de devenir hacia su finitud. La patria de la infancia, la felicidad, los estados de enamoramiento, la salud. Reflexionando sobre esos temas nació el cuento que le da el título al libro, Dejar la infancia, y me pareció la punta de un ovillo de la que podía tirar para profundizar en otros textos y otras patrias que añoramos.
-¿Cómo es tu proceso creativo para los cuentos?
-Generalmente el proceso creativo comienza con una frase; un pequeño párrafo que logra interesarme, bien porque me conmueve, bien porque me sacude o espanta. A partir de allí veo el tono, el narrador, la atmósfera y la trama. Pero si el comienzo no impacta, sé que el cuento no va a funcionar. Otras veces la cosa aparece como semilla: una idea, una intuición que no puedo explicar. Al tratar de desbrozarla, aparece la historia.
-Sos artista plástica, dedicada al hiperrealismo, ¿cómo influye eso en tu obra?
-Muchísimo. Para mí lo «micro», el detalle, es importantísimo. El contraste y la diferencia de tonos. La pintura te enseña a poner la cámara en la singularidad más importante de un contexto, a mostrarla y explotar todo su potencial sensorial, para que irradie, para que contamine todos los sentidos posibles de una historia. Así no hay univocidad. La historia se vuelve polisémica, incluso simbólica, y hay una libertad.
-Luciano Lamberti, en la contratapa, considera que “Dejar la infancia es el registro de aquellos momentos que quedan en algún lugar del cuerpo como una herida que nunca acaba de cerrarse”, ¿el dolor es fuente de inspiración o lo ves como una forma de exorcizar?
-No sé si “dolor” es la palabra que yo elegiría. Creo que para mí el tema es el devenir y la expulsión de una patria, de un estado de gracia lo que me fascina. La imposibilidad de perpetuar ese estado. La caída en sentido no bíblico, sino existencial. Después el arte, en sí mismo, para mí es un estado de gracia donde cambian todos los ejes: la duración, el tiempo, la belleza, los secretos del inconsciente. Más que alejarnos del dolor, el arte nos acerca, creo yo, a un misterio. Está siempre planteando preguntas nuevas –nunca respuestas–. Cuestiona. Es peligroso.