El escritor, periodista y guionista acaba de publicar una novela, Enana blanca. Una vez más, el autor saca a relucir su gusto por lo oriental. Una historia ligada a la astronomía que encuentra en la lejanía espacial y temporal el escenario perfecto para desplegar la imaginación.
El lector argentino y, en general, todo aquel que no sea chino, recorrerá en esta novela –quizá con cierto desconcierto– varias páginas de caracteres chinos. Este hecho pone en evidencia por lo menos dos cosas. La primera es que la novela, como alguna vez lo dijo Ricardo Piglia, es una suerte de «basurero de los discursos», ya que en ella cabe todo, una posibilidad que Guebel aprovechó al máximo. La segunda es que el sentido trasciende la literalidad, por lo que los caracteres chinos pueden jugar un papel importante en un texto, aunque no se conozca su significado.
Chiang Kwai Feing, astrónomo de segunda categoría del Sello Real y amante de la espía Mei Nung, observa en el cielo de Beijing el resplandor de una Enana blanca, un tipo particular de estrella, que siglos más tarde descubrirá o creerá haber descubierto el astrónomo danés Tycho Brahe, quien la bautizó como SN 1572 (abreviatura de súper nova y año de su descubrimiento).
Chian Kwai Feing, emocionado por el brillo de esa estrella, decide escribir un poema. Gong Li, el temible eunuco de la corte, lee ese poema en clave paranoica y entiende que en él se encierra el velado plan de una conspiración contra el Emperador Longqing. Aunque este lo lee como un simple poema de amor, la represalia ya se ha puesto en marcha y el astrónomo se convierte en la víctima de la lectura equivocada de Gong Li.
Esta es, a grandes rasgos, la trama de Enana blanca, una novela breve en la que Guebel despliega un poderoso arsenal imaginativo.
–¿Cómo se armó la historia entre el astrónomo danés y el astrónomo chino Chiang Kwai Feing?
–Tycho Brahe es un personaje real renacentista o prerrenacentista. Es el principal astrónomo de Occidente entre Ptolomeo y Copérnico. Es quien midió mejor, antes de la aparición del telescopio, las relaciones entre las estrellas cuando se pensaba que cien o mil –no recuerdo la cifra– eran estrellas fijas. Tenía una vida muy interesante. A los 20 años perdió la nariz en un enfrentamiento con espada. Por eso, tenía una nariz con aleación de bronce para usar diariamente y una de oro para las fiestas. Brahe fue el protegido de Rodolfo II, rey de Baviera, un monarca central en el Sacro Imperio Germánico porque favoreció el desarrollo tanto de la alquimia como de la ciencia. Permitió que Brahe hiciera un observatorio, el Uraniborg, en la isla danesa de Ven. Su muerte fue muy interesante. Estaba en una fiesta con un rey. Había tomado mucha cerveza y, por cortesía, no se levantó para ir al baño, tuvo una infección urinaria y murió cinco días más tarde. Su epitafio es una frase de él que dice «No he vivido en vano». Durante años quise escribir una biografía de Tycho Brahe más ligada a su aspecto aventurero que a la cuestión astronómica. Cuando consulto Wikipedia veo que el descubrimiento de Tycho Brahe, que es la Enana blanca, que recibe el nombre de SN 1572, había sido anticipado dos siglos por astrónomos chinos y coreanos. Yo no tenía ninguna previsión respecto de esto, de modo que el texto se fue escribiendo por determinación del azar que nunca es azaroso, porque como yo ya tengo una propensión al relato oriental, no era inesperado que ocurriera lo que ocurrió. La lectura que hace el eunuco del poema disparatado que escribe el astrónomo es la evidencia de que la lectura no salva, ni educa, ni cura, sino que enloquece. Ese poema lleva al eunuco a hacer una lectura paranoica de la realidad política.
-El eunuco tiene una visión conspirativa de la realidad.
-Exacto, el eunuco ha leído a Piglia (risas). La paranoia, ver signos de la conspiración por todos lados, es la función del poder del Estado.
-¿De dónde viene tu fascinación por lo oriental?
-La verdad es que no sabría decírtelo. Supongo que será un rasgo infantil. En un texto Borges dice que concibió ese relato en Buenos Aires pero que lo situó en India para que su inverosimilitud fuera tolerable. Me parece que la distancia espacial y temporal favorece operaciones más inventivas, más imaginativas. Si pasás este texto a una historia de oficina, a mí me aburre. La literatura de lo real cercano a mí no me incluye. Desde el principio sitúo mis relatos en una arqueología fantástica: reconstrucciones epocales fraudulentas o aligeradas de datos o que cruza datos reales con otros inverosímiles.
–En tu novela hay varias páginas de caracteres chinos, que es la traducción de los poemas cosmológicos. No creo que sean muchos los lectores argentinos que puedan comparar las versiones con el original. ¿Hay en eso un cuestionamiento del sentido en la literatura?
–Tu lectura es muy generosa. En Ñ, el crítico que lo comentó se preguntaba si no lo había hecho para rellenar páginas (risas). En principio, dejemos el pequeño misterio de si los poemas cosmológicos fueron escritos en castellano y pasados al chino o si encontré los poemas escritos en chino en alguna biblioteca exótica y los traduje laboriosamente al castellano.
–¿Y vos sabés chino?
–No, por supuesto que no (risas). Pero pude haber contado con el auxilio de la Embajada. Más allá de la cuestión del sinsentido, para un lector occidental la transcripción al chino es un laberinto estético. Me parece que los caracteres chinos cumplen esta función dentro del texto, más allá de fastidiar a quien no sabe chino. Luego de esta novela china, escribí una japonesa que va a salir el año que viene. Para mí Oriente es una zona de escritura. Uno podría preguntarse por qué no salgo de eso, pero en tanto pueda escribir… Los demás percibirán mejor que yo las repeticiones o se cansarán. No necesariamente hay que leer todo lo que escribe un autor, aunque, por otro lado, cómo no leerlo entero.
–En un contexto tan exótico, que la mujer china llame al astrónomo «gordo» resulta gracioso.
–A mí me gusta construir una apariencia de lengua internacional o exótica y de pronto introducir inflexiones locales orales o de escritura criolla. No sé por qué lo hago, pero tengo una sospecha.
–¿Cuál?
–Que lo hago para recordarle al lector el lugar de enunciación de esa escritura, para romper el efecto de falso internacionalismo sin lenguaje propio. Construyo una superficie que, de pronto, se resquebraja para que se vea el pozo que hay abajo. En Enana blanca esos coloquialismos están en función del amor.
–¿Cómo son tus mecanismos para largarte a escribir?
-Algunas veces tengo certezas anticipadas y otras no tengo ninguna idea previa. El texto que estoy escribiendo ahora, una novela argenchina, nace de una pesadilla de la que me desperté con el nombre de la protagonista de Sinuhé el egipcio, de Mika Waltari, un libro que leí por primera vez hace unos 50 años. Me puse a escribir y esa protagonista femenina no tuvo ninguna participación, aunque el texto surge a partir de su nombre.
–¿Te psicoanalizás?
–Sí, te diría que lo hice durante toda la vida. ¿Por qué?
–Porque, me parece que eso estimula la asociación también fuera del consultorio.
–Para mí el psicoanálisis es homólogo de la práctica de la escritura. Creo que Freud trasladó de Oriente el modelo narrativo de Las mil y una noches: el relato, la interrupción y la continuidad. Si alguien que está en riesgo de vida por motivos psíquicos, va desesperado al psicoanalista, el funcionamiento episódico de esta práctica suspende el acto de muerte. Ningún psicoanalista me confirmó ni negó esa teoría, pero ahora son todos lacanianos, no piensan en el relato, sino en la lingüística.
–¿Qué es lo que hace que en tus textos aflore el humor?
–Sí, el humor aflora cada tanto, pero yo tengo la impresión de ser un autor dramático, sentimental y torturado y todo el mundo me dice «cómo me divertí con tu libro». Hay una novela de Aira que se llama Cómo me reí en la que dice cómo le hincha los quinotos que la gente le diga eso.
–¿A vos también te hincha?
–No, me deja un poco sorprendido. Hay gente que me dijo que con El hijo judío se rió y lloró. Eso me parece lo mejor que se puede decir de un libro, que tiene las dos máscaras, la de la comedia y la de la tragedia. En Enana blanca están la amenaza del fin, el terror de la muerte, la sensación de impotencia universal, la desesperación amorosa y el deseo de que el amor sea eterno. El único personaje humorístico es el del Emperador porque es sabio. «
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