Referente indiscutido de la crónica periodística, el autor de Si me querés, quereme transa escribió su primera novela, El tercer paraíso, con la que ganó el Premio Alfaguara 2022. Se trata de una ficción con elementos autobiográficos que abarca lo íntimo y lo colectivo.
Si la teoría literaria se ha encargado de establecer la separación neta entre autor y narrador, cualquier lector que conozca algo de la vida del Alarcón tenderá a confundirlos, porque El tercer paraíso está construida con materiales autobiográficos. ¿Pero acaso existe alguna ficción que no sea autobiográfica de manera más o menos explícita? La pregunta también podría formularse a la inversa. ¿Existe algún material autobiográfico que no sea ficcional?
En este texto, un escritor escribe desde un presente marcado por el aislamiento y rescata la memoria de su infancia, de sus ancestros chilenos, mientras en las afueras de Buenos Aires trata de cultivar un jardín siguiendo la tradición de las mujeres de su familia. En ese viaje al pasado se remontará incluso mucho más allá de sus abuelos y bisabuelos para llegar a Linneo y Alexander von Humboldt, al emprendimiento de rebautizar las plantas de América.
Las plantas pueden ser objeto de pasión taxonómica, de afán colonialista, pero también el camino que conduzca a las propias raíces, la posibilidad de fundar un paraíso propio y una forma de escritura vegetal que se duplica en la propia escritura.
-¿Te propusiste escribir ficción o la novela se te impuso naturalmente?
-No se me impuso de un modo misterioso porque no hubo en mí una intención explícita de “saltar”, como dicen muchas notas que me hicieron, del periodismo a la ficción. Siempre tuve fe en una literatura periodística o en un periodismo literario. Mi búsqueda siempre estuvo más en la faz literaria del periodismo, no solo en mis propios textos, sino también en las experiencias periodísticas que fui auspiciando, fundando, creando. La idea de creación ya estaba teorizada en lo que podríamos llamar mis escritos periodísticos más académicos. En Si me querés, quereme transa había ya una apuesta fuerte a la estructura de una novela de voces, algunas de las cuales no salían de la idea de testimonio como una idea reproducida literalmente, sino como posibilidad de la escucha, de una libertad creativa que el autor tomaba para poder decir mejor lo que había sido dicho en lo concreto de otro modo. Eso me distanciaba de la crónica norteamericana, anglosajona clásica que propone el modelo el New Yorker y de algunos maestros míos que veían mi práctica como non sancta porque rompía los códigos fundamentales del periodismo. De modo que mi llegada a la novela es una experiencia de escritura donde termina gobernándome más la idea de una escritura que debo satisfacer con el lenguaje, que una idea de narración en la que debe haber una comprensión última. No está ya la pretensión de dar cuenta de un gran tema latinoamericano como en los libros de ladrones, de narcotraficantes, de la crónica de los mundos marginales, sino que hay una exploración que posibilita la creación absoluta, desde personajes reales. La libertad se manifiesta en la creación de un jardín ficticio, de un paraíso ficticio en una novela en la que ese narrador que recuerda intenta plantear lo más difícil que es la cuestión del futuro.
–La novela es a la vez íntima y personal, pero también responde a un problema colectivo, a una época calamitosa en la que parece que solo nos queda saltar al abismo. ¿Vos ves estos dos ejes?
-La resignificación que la peste le dio a esa historia íntima para mí fue un descubrimiento enorme. Nunca imaginé que el niño enfermo sabía lo que era la peste, que ese niño que padeció todas las enfermedades y que fue inyectado con químicos para masculinizarlo, que pasaba el tiempo en el hospital porque sintomatizaba el malestar de la beligerancia en la que era obligado a vivir, se emparentaba de modo tan claro con este narrador que encuentra un límite en un virus que asola a la humanidad. En la novela están los reflejos de esos párrafos que escribo en un ensayo sobre el futuro después del Covid, que se llama Nuestro futuro. Son los párrafos sobre el fin del mundo que resuenan en este momento histórico distópico en que rozamos la idea de la extinción. El pasado histórico resuena de un modo nuevo porque ese pasado histórico vinculado no solamente a la violencia social e íntima del proletariado, sino también a los acontecimientos de los años setenta, las revoluciones y las dictaduras, no están puestos aquí sobre la mesa para una reivindicación. Tenés razón, están narrados con algún desdén porque son significativos en tanto los personajes tuvieron un entrenamiento en la desgracia que fue íntima y si bien fue también colectiva, masiva, latinoamericana, nacional, popular, ponele el adjetivo que quieras, fue una desgracia intransferible que se vuelve a experimentar de manera paradójica ahora en una desgracia universal como la peste.
–La novela es, entre otras cosas, una interpelación al lector sobre una posible felicidad en la desgracia. La novela termina diciendo “Con el pudor de los sobrevivientes podemos decir que somos felices”.
-Sí, la felicidad produce un íntimo pudor en circunstancias en que en general se enaltece la tragedia. Todo nuestro sistema de comunicación y de medios, nuestro sistema relacional, vincular está sostenido por el relato de tragedias. Las historias tristes, fatídicas, trágicas tienen un peso extraordinario en la literatura universal desde siempre, pero esto se acentúa cada vez más de un modo morboso y de consumo cada vez más snack. Nos acostumbramos a este modo de mirar el mundo, a la muerte transmitida en vivo, a la guerra televisada, a los cadáveres apilados. El derecho a la felicidad parece haberse despolitizado. Desde el punto de vista ideológico, la idea de lo vital ha perdido precio hasta parecer vana, fútil, frívola. Este narrador que la ha pasado muy mal y que no tiene ningún resentimiento con todo aquello que ha pasado, se atreve a encontrar una nueva fe que va en contra de lo establecido. Sortear la frontera de lo políticamente correcto en términos de qué es lo verdaderamente importante y pasar de los narcotraficantes a las flores fue para mí todo un paso.
-¿El tema de los botánicos te llevó a hacer una investigación o era un conocimiento que ya tenías disponible?
-Hubo una intención explícita muy propia del investigador que sigo siendo. Siempre me sumergí de un modo absoluto en los temas que cubrí como periodista. Si yo pudiera hoy organizar un encuentro entre científicos botánicos, filósofos de la extinción, artistas que trabajen con tecnologías, sobre todo con sonido, activistas de comunidades, sería sumamente feliz. De hecho, lo estoy intentando. A pesar del auge de las multidisciplinas y de lo anfibio como concepto, sigue habiendo una enorme dificultad para poder cruzar los saberes, el conocimiento sigue circulando de un modo estanco. Me volví loco de emoción por saber cómo se había organizado el conocimiento en torno a la botánica. Descubrir que Carlos Linneo despliega una estrategia colonial exitosísima borrando todos los sonidos, los modos y los lenguajes en que fueron nombradas las plantas de las colonias del Norte al Sur de América y todas las otras del mundo, para ponerles los apellidos y los nombres de sus efebos enviados en los barcos de las Indias Orientales a llevarle las plantas del mundo entero hasta su guarida en Holanda, me estremeció más allá de la novela en sí misma. La novela fue un proceso de aprendizaje furioso e incontrolable. No pude pensar ni aprender otra cosa en todo ese tiempo. -También te interesaste por los vínculos. Por ejemplo, el que tenía Alexander von Humboldt con su madre, de la que no podía liberarse ni después de muerta.
-Con los vínculos sucede que por las experiencias con el psiconálisis y el autoconocimiento uno cree haber aprendido. Pero luego, cuando la realidad te cachetea, porque la neurosis del otro o la rémora de la propia te revuelca, uno se vuelve un adolescente confundido. La confusión es un síntoma de época. La claridad parece haber pasado de moda. Por eso la evanescencia de los vínculos, el temor inmenso que produce el otro cuando se supone que cada vez tenemos más herramientas, más derechos, más claridad sobre los procesos de identidad de cada uno. La paradoja de la época es que parecemos no aprender. En el personaje de la novela quizá hay un esfuerzo por decantar lo aprendido y perdonarse. No perdonar a los otros, porque no es una novela sobre el perdón. No es una familia perdonada, sino tramitada para hablar en términos lacanianos. Justamente por eso el atrevimiento de la fiesta, el atrevimiento del jardín en el peor de los momentos. No sabía que iba a ser esa fiesta el final, sino que se precipitó cuando estaba escribiendo. Y eso fue hermoso porque no lo volví a escribir. Hice dos versiones más del mismo texto. Fue revisado por mí, por mi editora, por mis amigos más cercanos y terminé enviando al concurso una segunda o tercera versión, sin embargo, el final siempre estuvo ahí. Quizá es porque es lo más claro para el narrador: se trata de convocar a la comunidad, de hacer una fiesta entre todos, sumarnos a la mesa y participar de una danza colectiva que si no es la felicidad, la promete.
–Por eso te hablaba de la interpelación al lector, es una convocatoria.
-Sí, yo suelo convocar. Mi cumpleaños desata un escándalo en el edificio que produce llamados reiterados a la policía. Viene una y otra vez e intenta frenar la fiesta. La vamos engañando, vamos negociando. La fiesta no para nunca.
-El narrador tiene cosas de tu historia, pero no tu personalidad desbordante, provocadora en el mejor de los sentidos. Él narrador es más bien lo contrario.
-Sí, eso es lo primero que dijo Mariana Enriquez: “¿De dónde sale este narrador pudoroso?” Algo de mi frenesí está presente en mis crónicas. Si bien hay en ellas un barroco destilado como un buen gin, me dejaba llevar por la potencia narrativa propia de las escenas que narraba, por la masacre de El Señor de los Milagros en la que tengo que matar a cinco personas, entre ellas un bebé. Es el último capítulo y no lo puedo escribir hasta que no llamo a un cura que está en Santiago del Estero y le pregunto qué se bailaba, qué se escuchaba en el momento del tiroteo, del ataque de una banda sobre la otra. Me contesta que cree una pareja que estaba bailando marinera trujillana, una música sincrética parecida a la cueca propia del norte de Perú. Entonces busco en YouTube y me pongo a escuchar marinera trujillana a lo largo de tres días hasta que termino de matar al último y cierro el libro. Me dejo llevar ahí por el ímpetu de lo real. Estaba muy comprometido con la idea de que la literatura estaba afuera y no adentro. Me dejaba gobernar. Era un juego consciente al que me había acostumbrado. En este caso, es un juego de otro orden porque es tan íntimo que puedo trastocarlo todo y concebir un narrador que no se parece a mí.
–Hablar de los ancestros es hablar de las raíces. ¿Hay una relación entre el lenguaje y la botánica? -Sí, todavía estoy obsesionado con la relación entre botánica y lenguaje. A partir de lo leído sobre Linneo, surge en mí, por un lado, una conciencia que es política. El colonialismo cultural de su empresa fue tan exitoso que en 300 años a nadie se le ha ocurrido recuperar los nombres originales de nuestras plantas. Asumimos que se deben llamar como dice Europa. Pero, por otro lado, encontré muchas llaves, muchas pequeñas puertas en el lenguaje. Fijate que la flor que lo obsesiona al narrador es la dalia, una dalia mexicana que le permite hablar después de Nezahualcóyotl que es el poeta que escribe en náhuatl sobre flores, sobre la conciencia azteca de la finitud. También aparece la dalia como el bulbo que el narrador plantará para que crezca allí el recuerdo de aquella abuela. Fue un gran esfuerzo no hacer evidente estas cosas, dejar que el lector fuera urdiendo la trama sin necesidad de que yo le ilumine el laberinto.
-Creo que hoy es más audaz dedicarle un párrafo a la rosa como hacés en un capítulo muy corto de tu novela, reivindicar lo pequeño y lo sencillo, que abordar lo que se supone que son los grandes temas contemporáneos. Pero, a la vez, eso es una respuesta a los grandes temas contemporáneos.
-Claro, esa es la vuelta de rosca. El público que me ha leído, sobre todo aquí, entra maravillosamente engañado a una experiencia diáfana de jardín para después darse cuenta de que está metido en lo más profundo del barro proletario latinoamericano.
Toda mi obra literario-periodística anterior es un intento de forjar el derecho a la sofisticación en lo popular. Rita Segato me dijo hace poco en una conversación personal, refiriéndose a mi ensayo Nuestro futuro, que lo que le gustaba de mi trabajo, tanto a ella como a un par de amigos, era justamamente cómo trabajaba la sofisticación de lo popular. Creo que esa búsqueda también está en esta novela. En ella hay un narrador pequeñoburgués, lleno de sutiles privilegios: tiene su propiedad, ha obtenido algún tipo de logro y de suerte a su edad, dispone de un espacio en el que recluirse en la pandemia que muchos no tuvieron, se traslada en un auto, tiene un hijo que ha sido bien criado rodeado de afecto, y desarrolla un vínculo bastante amoroso con esa familia de origen que ha sido monstruosa, es mundano aunque es un mundano más morigerado que el autor, como dijo Mariana Enríquez en la presentación.
En el libro podría haber habido sexo y múltiples amantes, escenas de intensidad nocturna y una cantidad de cosas que no hay. El personaje tiene su nivel de sofisticación precisamente en la calma que soporta en esa soledad que también está construida, porque yo nunca estuve en soledad en la pandemia. Estuve casi siempre con alguien porque no me llevo demasiado bien con la soledad. El narrador, en cambio, es en la soledad donde encuentra la compañía de lo no humano, de lo vegetal y de la obsesión por el conocimiento de la genealogía botánica. Finalmente, todas esas cosas son las que le harán comprender la posibilidad de la construcción de un paraíso propio.
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